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Cría cuervos y no siempre te sacarán los ojos

El viento transporta los graznidos de los cuervos por la dehesa. Hombres vestidos con pieles y cabras huyen, mientras otros hombres con hierro, cruces y espadas vociferan. Más tarde, hombres y mujeres encadenados, buscadores de agua y víveres, barcos surcando el océano o esperando vientos propicios para partir. No sé, si son recuerdos o sueños, tanto da. Soy vieja, muy vieja o como se dice ahora “vintage”. En todo este tiempo el sol, la noche, la lluvia y la nieve han horadado mi piel. He sentido moverse la tierra bajo mis pies y he sufrido el azote constante del viento del norte, hasta deformar mi cuerpo. Mi existencia, según algunos, es fruto de la suerte. Azar que aquel cuervo picoteara el fruto adecuado, eligiera la semilla mejor, la estimulara con sus jugos digestivos y luego la defecara en la herida perfecta de la tierra. Otros creen que perseverancia o tenacidad para afianzarme al terreno con mis raíces interminables y conseguir lo que acebuches, granadillos o almácigos querían igual que yo, el agua, ese bien escaso. Pero gané, como el amanecer vence a la noche. Luego mis hojas verdes y pequeñas como escamas empezaron a absorber los rayos del sol y se plegaron mecidas por el viento. Un buen día, sin pensarlo, ni proponérmelo, empecé a producir flores. No os imaginéis esas cosas horteras, de colores chillones y olores perfumados, pensadas para los molestos insectos. Las mías son pequeñitas, las masculinas amarillentas las produzco en los extremos de las ramas y fabrican grandes cantidades de polen, ese mismo viento que me atormenta, me ayuda a su dispersión. Y las femeninas verdosas y redondeadas que se transformarán en frutos. Primero, verdes y luego marrones. Dentro encontraréis mis semillas con una esencia resinosa que atrae no solo a cuervos, sino también a grajas y a mirlos. Ruidosos, sí, pero efectivos. No creas que mi vida es aburrida, contemplo a los pinzones, a los gorriones, a los herrerillos volando y posándose en mis ramas. Antaño los pausados lagartos gigantes merodeaban cerca de mí, hace mucho que no veo ninguno. Esos humanos que vinieron del continente y sus gatos casi los exterminan. La vida en la dehesa transcurre tranquila, de vez en cuando llueve, el sol brilla sin piedad y el viento sopla sin tregua. Veo los arbustos como el ajinajo, el guaidil o el jazmín silvestre, nacer y morir. Mientras, las ovejas y las cabras merodean por la gran llanura. Han ido pasando los años y mi piel, mejor dicho mi corteza se ha ido agrisando, agrietando y curtiendo para resistir a los insoportables insectos. Eso sí, con los líquenes no he podido. No me gustan, pero los tolero como a esos hijos que no quieren independizarse. Aunque sé, que un día me destruirán. “Donde habita el olvido” como dice la canción de aquel cantante que copió mi nombre, estuve durante siglos. Los habitantes del pueblo cercano venían y se llevaban a mis hermanas, más gráciles y esbeltas. Nunca sé qué hicieron con ellas… Gracias a mi cuerpo retorcido y atormentado, me salvé de la muerte. Aunque no me libré de algún hachazo, mis ramas lo testimonian. A vista de pájaro, mi copa elíptica se pliega hacia el suelo y me sustenta como aquel héroe mitológico que rodilla en tierra, sostiene el mundo. No soy la única, pero quizás la más conocida. No buscaba la fama, ni el éxito, pero recientemente muchos humanos vienen a verme. Soy la Sabina de El Hierro.
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