Descongelando un cadáver
Sí, lo sé. Primera regla de seguridad: no se debe trabajar nunca sola en el laboratorio y menos tan tarde. Pero, entre tirar a la basura, literalmente, el trabajo de los últimos meses y hacer unas horas extras… ¿Qué elegirías? Yo lo segundo, sin lugar a dudas.
Y así fue como se me hizo pasada la medianoche cuando acabé al fin mis extracciones de lípidos. Sonreí, cerré la botella de cloroformo y apagué la campana extractora. Desenchufé la radio que me hacía compañía a aquellas horas, y que alertaría de mi presencia al vigilante en caso de perder el conocimiento por inhalación accidental dicho disolvente. Guardé las muestras en el congelador, me quité los guantes de nitrilo y me desabroché la bata. Regresé a la oficina a por mis cosas. Estaba oscuro, pero las luces se iban encendiendo automáticamente a mi paso. Aquellos pasillos silenciosos eran el escenario perfecto para una peli de terror. Una de las lámparas comenzó a parpadear. Tragué saliva. Esa era la parte en la que solía morir la víctima, degollada por algún psicópata que había logrado colarse en las instalaciones de alta seguridad, para robar los resultados de una investigación en curso de altísimo valor. ¿Estaría yo también en el lugar equivocado en el momento más inoportuno? No sería la primera vez…
Deseché aquellos pensamientos de mi mente. No veía la hora de llegar a casa y tumbarme en la cama cual nutria río abajo, al menos unas horas. Sí, al día siguiente me tocaba madrugar de nuevo. Estaba en mitad del proyecto que cambiaría mi vida y no podía bajar el ritmo. Mi estudio consistía en evaluar los efectos de determinados contaminantes emergentes, como fármacos o pesticidas, en cultivos de células que simulaban órganos reales, a las concentraciones a las que se encuentran estos compuestos habitualmente en los ríos. Los modelos in vitro para los ensayos toxicológicos están ganando mucho auge en los últimos años, y yo estaba desarrollando un método que permitiría reducir las experimentaciones con animales a la vez que desentrañar las incógnitas sobre los efectos que dichos contaminantes causan en nuestro organismo y en el medioambiente.
Que me pagaran las horas extra era impensable, pero si al menos tuviera un sueldo decente… La vida como doctoranda era bastante sacrificada. Se trataba de una profesión que requería una dedicación plena, como un bebé. Y lo peor de todo, es que era adictivo. Cuanto más investigabas, más cerca parecías estar de encontrar respuestas, y más querías seguir investigando, sacrificando tiempo personal. Tampoco ayudaban ni el sistema académico ni la presión por publicar. Publica o perece, ese era el lema, uno con el que no estaba nada conforme. Yo aún no tenía ningún artículo publicado, aunque estaba trabajando en varios experimentos a la vez; era una desconocida en el mundillo, pero no dejaba de repetirme que aquella era una carrera de fondo.
Revisé que lo tenía todo en mi bolso: móvil, cartera, bono de metro… Mientras caminaba hacia la salida, me di cuenta de que el fluorescente oscilante se había fundido por completo. Lo que faltaba. Con la respiración entrecortada, aceleré el paso. De pronto, un olor nauseabundo llegó hasta mi nariz. Provenía del piso de abajo, de la sala de los congeladores de -80°C. Vale, aquella era otra coincidencia sin importancia, me repetí. Sí, ciertamente olía a cadáver, pero también podría ser parte de algún experimento en marcha que emitiera algún gas maloliente. No sería la primera vez que olores desagradables se colaban por los conductos de ventilación.
No obstante, la curiosidad, la misma que mató al gato, me impulsó a echar un vistazo.
Bajé las escaleras con sigilo. Estaba a punto de asomarme al laboratorio con olor putrefacto, respirando a través de la manga de mi jersey, cuando sentí una presencia a mi lado. No había oído pasos acercarse. Me dije a mí misma que era fruto de la paranoia. Traté de tranquilizarme. Miré con el rabillo del ojo a mi alrededor. No había nadie. Suspiré aliviada. Di un paso hacia el interior del laboratorio. El corazón me latía muy fuerte. Paralizada, ahogué un grito…
Cuando el jefe del laboratorio de la tercera planta llegó aquella mañana al alba, subió corriendo a la sala de congeladores para evaluar los daños. Al llegar a la escena del crimen, el hombre se llevó las manos a la cabeza y masculló una ristra de palabrotas. Un dolor penetrante le atravesó el pecho. Por un instante, temió sufrir un infarto.
Observó el congelador en vías de descongelarse con angustia. Meses, si no años, de trabajo pudriéndose… Trató de recomponerse y comenzó a observar los desperfectos. Las muestras de vísceras de ratón tenían mala pinta, pero quizás todavía estaba a tiempo de salvar los cerebros… Se arrodilló y se puso manos a la obra.
Y así fue como se me hizo pasada la medianoche cuando acabé al fin mis extracciones de lípidos. Sonreí, cerré la botella de cloroformo y apagué la campana extractora. Desenchufé la radio que me hacía compañía a aquellas horas, y que alertaría de mi presencia al vigilante en caso de perder el conocimiento por inhalación accidental dicho disolvente. Guardé las muestras en el congelador, me quité los guantes de nitrilo y me desabroché la bata. Regresé a la oficina a por mis cosas. Estaba oscuro, pero las luces se iban encendiendo automáticamente a mi paso. Aquellos pasillos silenciosos eran el escenario perfecto para una peli de terror. Una de las lámparas comenzó a parpadear. Tragué saliva. Esa era la parte en la que solía morir la víctima, degollada por algún psicópata que había logrado colarse en las instalaciones de alta seguridad, para robar los resultados de una investigación en curso de altísimo valor. ¿Estaría yo también en el lugar equivocado en el momento más inoportuno? No sería la primera vez…
Deseché aquellos pensamientos de mi mente. No veía la hora de llegar a casa y tumbarme en la cama cual nutria río abajo, al menos unas horas. Sí, al día siguiente me tocaba madrugar de nuevo. Estaba en mitad del proyecto que cambiaría mi vida y no podía bajar el ritmo. Mi estudio consistía en evaluar los efectos de determinados contaminantes emergentes, como fármacos o pesticidas, en cultivos de células que simulaban órganos reales, a las concentraciones a las que se encuentran estos compuestos habitualmente en los ríos. Los modelos in vitro para los ensayos toxicológicos están ganando mucho auge en los últimos años, y yo estaba desarrollando un método que permitiría reducir las experimentaciones con animales a la vez que desentrañar las incógnitas sobre los efectos que dichos contaminantes causan en nuestro organismo y en el medioambiente.
Que me pagaran las horas extra era impensable, pero si al menos tuviera un sueldo decente… La vida como doctoranda era bastante sacrificada. Se trataba de una profesión que requería una dedicación plena, como un bebé. Y lo peor de todo, es que era adictivo. Cuanto más investigabas, más cerca parecías estar de encontrar respuestas, y más querías seguir investigando, sacrificando tiempo personal. Tampoco ayudaban ni el sistema académico ni la presión por publicar. Publica o perece, ese era el lema, uno con el que no estaba nada conforme. Yo aún no tenía ningún artículo publicado, aunque estaba trabajando en varios experimentos a la vez; era una desconocida en el mundillo, pero no dejaba de repetirme que aquella era una carrera de fondo.
Revisé que lo tenía todo en mi bolso: móvil, cartera, bono de metro… Mientras caminaba hacia la salida, me di cuenta de que el fluorescente oscilante se había fundido por completo. Lo que faltaba. Con la respiración entrecortada, aceleré el paso. De pronto, un olor nauseabundo llegó hasta mi nariz. Provenía del piso de abajo, de la sala de los congeladores de -80°C. Vale, aquella era otra coincidencia sin importancia, me repetí. Sí, ciertamente olía a cadáver, pero también podría ser parte de algún experimento en marcha que emitiera algún gas maloliente. No sería la primera vez que olores desagradables se colaban por los conductos de ventilación.
No obstante, la curiosidad, la misma que mató al gato, me impulsó a echar un vistazo.
Bajé las escaleras con sigilo. Estaba a punto de asomarme al laboratorio con olor putrefacto, respirando a través de la manga de mi jersey, cuando sentí una presencia a mi lado. No había oído pasos acercarse. Me dije a mí misma que era fruto de la paranoia. Traté de tranquilizarme. Miré con el rabillo del ojo a mi alrededor. No había nadie. Suspiré aliviada. Di un paso hacia el interior del laboratorio. El corazón me latía muy fuerte. Paralizada, ahogué un grito…
Cuando el jefe del laboratorio de la tercera planta llegó aquella mañana al alba, subió corriendo a la sala de congeladores para evaluar los daños. Al llegar a la escena del crimen, el hombre se llevó las manos a la cabeza y masculló una ristra de palabrotas. Un dolor penetrante le atravesó el pecho. Por un instante, temió sufrir un infarto.
Observó el congelador en vías de descongelarse con angustia. Meses, si no años, de trabajo pudriéndose… Trató de recomponerse y comenzó a observar los desperfectos. Las muestras de vísceras de ratón tenían mala pinta, pero quizás todavía estaba a tiempo de salvar los cerebros… Se arrodilló y se puso manos a la obra.
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