La señal
Habían pasado otros 5000 años.
Abrí los ojos. Z13 se acercó al cristal y negó con la cabeza. Bastó un parpadeo para que se retirara. Los dos conocíamos de sobra el ritual; lo habíamos practicado varios millones de veces.
Suponía que estaba a unos segundos de retomar mi plácido sueño cuando Z13 volvió a aparecer frente a la cápsula.
—¿Hay algún problema, Zeta? —pregunté a través del intercomunicador.
—En absoluto, capitán. Solo… Me gustaría plantearle algo.
Consulté el tablero de misión. Si la memoria no me fallaba, había estado allí metido los últimos 150 000 años.
—De acuerdo, Zeta. Abre. Daré un paseo.
El puente de mando estaba impoluto. Zeta había hecho un gran trabajo de mantenimiento. Me acoplé al sillón de control, apagué todas las luces y di un par de vueltas a mi alrededor para deleitarme con el espectáculo del universo abismal. Uno jamás se cansaba de aquella panorámica.
—¿De qué se trata, Zeta? —pregunté, sin apartar la vista de la preciosa galaxia espiral que teníamos en frente.
Z13 rodó junto a mí y se quedó en silencio.
—¿Y bien? —insistí.
—He estado pensando…
—Eso no me gusta.
Al menos una vez cada medio millón de años, a Z13 le daba por pensar. Ya había revisado a fondo su programación en busca del problema, pero no había dado con ninguna anomalía.
—Lo sé, capitán. Lo siento. ¿Quiere que aplique un autoborrado?
—Vamos, Zeta, suéltalo.
Z13 se giró hacia mí.
—Es sobre la señal, capitán.
Me mantuve en silencio. La cuestión ya había sido debatida y descartada.
—Creo —continuó— que he encontrado una forma de aproximarnos a la fuente sin retrasar demasiado nuestra misión. Según mis cálculos, no perderíamos más de 20 000 años.
La dichosa señal me intrigaba tanto como a él. Era mucho más interesante que nuestra aburrida misión, desde luego. Aquella señal albergaba la promesa de un gran hallazgo, quizá el más grande que hubiera hecho jamás nuestra especie.
—Sabes que no puedo hacer nada al respecto —dije con cierta pena.
—Claro, capitán. Lo siento. ¿Quiere que aplique…?
—Di lo que tengas que decir —concedí.
Z13 me explicó sus planes. Su propuesta incluía agujeros de gusano, uso de energía oscura y manipulación del espacio-tiempo mediante campos de torsión. Mientras hablaba comencé a sentir una creciente sensación de pánico. Mi vida estaba en manos de un robot enajenado.
—Zeta —le interrumpí al fin, procurando ocultar mi angustia—, supongo que no hablas en serio. Todo eso no son más que teorías. Y algunas de ellas están en el límite de la pseudociencia.
—Desde luego, capitán. Lo lamento.
Aquello me tranquilizó. Esperaba que Z13 respondiese a la defensiva, que tratara de convencerme de que sus locuras tenían sentido.
—Bien… No importa, Zeta. De todos modos, me alegra haber compartido este rato contigo. Y ahora…
—Por supuesto, capitán. Prepararé la cápsula.
Habían pasado otros… ¡Solo habían pasado 10 años!
Comprobé varias veces el tablero para asegurarme de que no me equivocaba.
—¡Zeta! —grité— ¿Qué ocurre?
La cápsula se abrió, pero Z13 no estaba allí. Corrí hacia el puente de mando invadido por el miedo y la ira.
Zeta estaba acoplado al sillón de control. No se giró al escucharme.
—Capitán —dijo antes de que yo pudiera articular palabra—, acérquese, quiero que vea esto.
No estaba seguro de cómo afrontar una situación tan excepcional. Hasta donde sabía, nunca un modelo Zeta se había comportado de una forma tan insólita. Me tomé unos segundos antes de responder.
Tras meditarlo, decidí seguirle el juego.
—¿Qué ocurre? —pregunté con cautela.
Z13 apagó las luces.
Me quedé embobado. Allí afuera, frente a nosotros, flotaba una preciosa bola brillante.
—¿Qué es eso, Zeta? ¿Dónde estamos?
—En los confines del universo conocido, capitán. A 33 millones de años luz de nuestra galaxia.
Aquello tendría que haberme asustado. Pero no lo hizo.
—Es la fuente de la señal, capitán. Un planeta telúrico.
Me acerqué a la cristalera, hipnotizado.
—Llevo unos meses estudiándolo —continuó—. Alberga vida, capitán.
A medida que mi sistema de visión se fue acostumbrando a la oscuridad, pude distinguir más detalles de aquella esfera de tonos celestes.
Zeta bajó del sillón y se colocó a mi lado.
—Hablo de vida inteligente, capitán.
¡Robot loco e indisciplinado! Mi deber habría sido desactivarlo de inmediato, pero aquel hallazgo lo cambiaba todo.
—Zeta… —murmuré después de un buen rato—, tienes… Tienes que ponerle nombre. Tú lo has descubierto.
—En realidad ya posee uno, capitán. Aunque es muy modesto, me gustaría mantenerlo.
—Que así sea —dije.
Han pasado cuatro días desde entonces. Ya puedo distinguir a simple vista las nubes blancas de la atmósfera y las enormes masas de agua que parecen cubrir casi toda la superficie.
En pocas horas pisaremos el planeta Tierra.
Abrí los ojos. Z13 se acercó al cristal y negó con la cabeza. Bastó un parpadeo para que se retirara. Los dos conocíamos de sobra el ritual; lo habíamos practicado varios millones de veces.
Suponía que estaba a unos segundos de retomar mi plácido sueño cuando Z13 volvió a aparecer frente a la cápsula.
—¿Hay algún problema, Zeta? —pregunté a través del intercomunicador.
—En absoluto, capitán. Solo… Me gustaría plantearle algo.
Consulté el tablero de misión. Si la memoria no me fallaba, había estado allí metido los últimos 150 000 años.
—De acuerdo, Zeta. Abre. Daré un paseo.
El puente de mando estaba impoluto. Zeta había hecho un gran trabajo de mantenimiento. Me acoplé al sillón de control, apagué todas las luces y di un par de vueltas a mi alrededor para deleitarme con el espectáculo del universo abismal. Uno jamás se cansaba de aquella panorámica.
—¿De qué se trata, Zeta? —pregunté, sin apartar la vista de la preciosa galaxia espiral que teníamos en frente.
Z13 rodó junto a mí y se quedó en silencio.
—¿Y bien? —insistí.
—He estado pensando…
—Eso no me gusta.
Al menos una vez cada medio millón de años, a Z13 le daba por pensar. Ya había revisado a fondo su programación en busca del problema, pero no había dado con ninguna anomalía.
—Lo sé, capitán. Lo siento. ¿Quiere que aplique un autoborrado?
—Vamos, Zeta, suéltalo.
Z13 se giró hacia mí.
—Es sobre la señal, capitán.
Me mantuve en silencio. La cuestión ya había sido debatida y descartada.
—Creo —continuó— que he encontrado una forma de aproximarnos a la fuente sin retrasar demasiado nuestra misión. Según mis cálculos, no perderíamos más de 20 000 años.
La dichosa señal me intrigaba tanto como a él. Era mucho más interesante que nuestra aburrida misión, desde luego. Aquella señal albergaba la promesa de un gran hallazgo, quizá el más grande que hubiera hecho jamás nuestra especie.
—Sabes que no puedo hacer nada al respecto —dije con cierta pena.
—Claro, capitán. Lo siento. ¿Quiere que aplique…?
—Di lo que tengas que decir —concedí.
Z13 me explicó sus planes. Su propuesta incluía agujeros de gusano, uso de energía oscura y manipulación del espacio-tiempo mediante campos de torsión. Mientras hablaba comencé a sentir una creciente sensación de pánico. Mi vida estaba en manos de un robot enajenado.
—Zeta —le interrumpí al fin, procurando ocultar mi angustia—, supongo que no hablas en serio. Todo eso no son más que teorías. Y algunas de ellas están en el límite de la pseudociencia.
—Desde luego, capitán. Lo lamento.
Aquello me tranquilizó. Esperaba que Z13 respondiese a la defensiva, que tratara de convencerme de que sus locuras tenían sentido.
—Bien… No importa, Zeta. De todos modos, me alegra haber compartido este rato contigo. Y ahora…
—Por supuesto, capitán. Prepararé la cápsula.
Habían pasado otros… ¡Solo habían pasado 10 años!
Comprobé varias veces el tablero para asegurarme de que no me equivocaba.
—¡Zeta! —grité— ¿Qué ocurre?
La cápsula se abrió, pero Z13 no estaba allí. Corrí hacia el puente de mando invadido por el miedo y la ira.
Zeta estaba acoplado al sillón de control. No se giró al escucharme.
—Capitán —dijo antes de que yo pudiera articular palabra—, acérquese, quiero que vea esto.
No estaba seguro de cómo afrontar una situación tan excepcional. Hasta donde sabía, nunca un modelo Zeta se había comportado de una forma tan insólita. Me tomé unos segundos antes de responder.
Tras meditarlo, decidí seguirle el juego.
—¿Qué ocurre? —pregunté con cautela.
Z13 apagó las luces.
Me quedé embobado. Allí afuera, frente a nosotros, flotaba una preciosa bola brillante.
—¿Qué es eso, Zeta? ¿Dónde estamos?
—En los confines del universo conocido, capitán. A 33 millones de años luz de nuestra galaxia.
Aquello tendría que haberme asustado. Pero no lo hizo.
—Es la fuente de la señal, capitán. Un planeta telúrico.
Me acerqué a la cristalera, hipnotizado.
—Llevo unos meses estudiándolo —continuó—. Alberga vida, capitán.
A medida que mi sistema de visión se fue acostumbrando a la oscuridad, pude distinguir más detalles de aquella esfera de tonos celestes.
Zeta bajó del sillón y se colocó a mi lado.
—Hablo de vida inteligente, capitán.
¡Robot loco e indisciplinado! Mi deber habría sido desactivarlo de inmediato, pero aquel hallazgo lo cambiaba todo.
—Zeta… —murmuré después de un buen rato—, tienes… Tienes que ponerle nombre. Tú lo has descubierto.
—En realidad ya posee uno, capitán. Aunque es muy modesto, me gustaría mantenerlo.
—Que así sea —dije.
Han pasado cuatro días desde entonces. Ya puedo distinguir a simple vista las nubes blancas de la atmósfera y las enormes masas de agua que parecen cubrir casi toda la superficie.
En pocas horas pisaremos el planeta Tierra.
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