Yo, función
Empecé siendo función de reales. Función polinómica, trigonométrica, logarítmica. Da igual. Función que aconseja reales para transformarlos en otros reales. Función que agarra un dos y lo aprieta para que se transforme en un medio. Y como función, sólo tengo que escuchar los deseos -a veces hipócritas- de los números y ayudarlos a cumplir su sueño. Los hay angurrientos, que quieren tender a infinito, y depresivos, que quieren ser cero. Pero yo siempre hacía lo mismo: me transformaba en la función ideal para darles la mejor imagen.
Sin embargo, incluso con una realidad con más irracionalidad que razón, me topé con un problema que no pude solucionar. Ante la petición de un número natural que quería ser un número imaginario se me complejizó toneladas mi trabajo. El pequeño tenía mucha ilusión y me terminó convenciendo de dar mi mayor esfuerzo. Le dije que tenía que estudiar primero en el colegio de números negativos: una carrera fácil cuya tesis final consistía en multiplicarse por menos uno. El número lo hizo en menos de un año y, luego, le regalé una raíz cuadrada. Nadie sabía qué iba a pasar, pero el número fue valiente y se la puso. Inmediatamente dejó de ser real, y se fue de mi mundo. Lo intenté alcanzar pero se desvaneció entre mis iguales y cotas.
Empecé a estudiar y a estudiar. A fabricar colegios, fábricas y nuevas formas de escribir números. Todo parecía inútil hasta que se me ocurrió someterme a una función a mí mismo. El proceso dolió y fue un poco largo, pero conseguí transformarme en función de complejos en complejos. Fue casi magia. Casi…
Los siguientes días me amigué con los imaginarios y hasta encontré a mi pequeño número ex-natural, que me pidió que lo derivara. Pero yo no estaba bien mentalmente. Hay algo que no me cerraba y hacía eco en mi cabeza al dormir: "casi magia". Lo repetía una y otra vez. "Casi magia". Magia... ¿Qué tan mágica puede ser la matemática?
Una noche soñé con un límite. Un límite con tendencia a magia. Fue una pesadilla de las mejores que tuve. Me desperté y lo hice. Me tendí a mi misma a magia para ver qué tan lejos podía llegar, qué tan complejo podía ser mi dominio. Y mi resultado fue todo. Todo lo podía pasar por mis funciones. Todo era transformable por mis cuadráticas y exponenciales.
Empecé a explorar mi nuevo dominio de tamaño infinito. Un infinito más grande que los reales y que los complejos. Un infinito que incluía todo lo que yo quisiera. ¿Todo?
Así fue como decidí acercarme a un niño. Un niño pequeño, que apenas sabía qué era una función. Se asustó al verme y me dijo que por mi culpa tenía un cuatro. Lo miré disgustado y le ofrecí cambiarle esa imagen que tenía. Desafiante, me pidió un diez. Le repetí que no hacía falta que eligiera un número, que podía elegir todo -todo- todo. Como le costaba pensar la matemática más allá de los números, le sugerí que me dijera su sueño y sin dudarlo contestó que quería ser pintor. Entonces, empecé mi trabajo: me transformé en una función especialmente para él. Lo potencié, lo derivé un poco a algunos profesionales del arte y lo integré con otros artistas. En unos pocos años el niño -mi primer niño- logró ser un gran pintor. Me sentí tan mágico y me gustó. Enseguida le tomé un increíble gusto a mi nuevo dominio. Derivé perros, multipliqué las lluvias y distribuí raíces. Pero también, había logrado cumplir mi propio sueño al aplicarme aquella función límite a mí mismo. Mi sueño de tener un dominio subjetivo e imágenes oníricas. Mi sueño de alcanzar los sueños de todo aquel que se me acercara. Mi sueño casi mágico. Casi, casi mágico, pero matemático al fin.
Sin embargo, incluso con una realidad con más irracionalidad que razón, me topé con un problema que no pude solucionar. Ante la petición de un número natural que quería ser un número imaginario se me complejizó toneladas mi trabajo. El pequeño tenía mucha ilusión y me terminó convenciendo de dar mi mayor esfuerzo. Le dije que tenía que estudiar primero en el colegio de números negativos: una carrera fácil cuya tesis final consistía en multiplicarse por menos uno. El número lo hizo en menos de un año y, luego, le regalé una raíz cuadrada. Nadie sabía qué iba a pasar, pero el número fue valiente y se la puso. Inmediatamente dejó de ser real, y se fue de mi mundo. Lo intenté alcanzar pero se desvaneció entre mis iguales y cotas.
Empecé a estudiar y a estudiar. A fabricar colegios, fábricas y nuevas formas de escribir números. Todo parecía inútil hasta que se me ocurrió someterme a una función a mí mismo. El proceso dolió y fue un poco largo, pero conseguí transformarme en función de complejos en complejos. Fue casi magia. Casi…
Los siguientes días me amigué con los imaginarios y hasta encontré a mi pequeño número ex-natural, que me pidió que lo derivara. Pero yo no estaba bien mentalmente. Hay algo que no me cerraba y hacía eco en mi cabeza al dormir: "casi magia". Lo repetía una y otra vez. "Casi magia". Magia... ¿Qué tan mágica puede ser la matemática?
Una noche soñé con un límite. Un límite con tendencia a magia. Fue una pesadilla de las mejores que tuve. Me desperté y lo hice. Me tendí a mi misma a magia para ver qué tan lejos podía llegar, qué tan complejo podía ser mi dominio. Y mi resultado fue todo. Todo lo podía pasar por mis funciones. Todo era transformable por mis cuadráticas y exponenciales.
Empecé a explorar mi nuevo dominio de tamaño infinito. Un infinito más grande que los reales y que los complejos. Un infinito que incluía todo lo que yo quisiera. ¿Todo?
Así fue como decidí acercarme a un niño. Un niño pequeño, que apenas sabía qué era una función. Se asustó al verme y me dijo que por mi culpa tenía un cuatro. Lo miré disgustado y le ofrecí cambiarle esa imagen que tenía. Desafiante, me pidió un diez. Le repetí que no hacía falta que eligiera un número, que podía elegir todo -todo- todo. Como le costaba pensar la matemática más allá de los números, le sugerí que me dijera su sueño y sin dudarlo contestó que quería ser pintor. Entonces, empecé mi trabajo: me transformé en una función especialmente para él. Lo potencié, lo derivé un poco a algunos profesionales del arte y lo integré con otros artistas. En unos pocos años el niño -mi primer niño- logró ser un gran pintor. Me sentí tan mágico y me gustó. Enseguida le tomé un increíble gusto a mi nuevo dominio. Derivé perros, multipliqué las lluvias y distribuí raíces. Pero también, había logrado cumplir mi propio sueño al aplicarme aquella función límite a mí mismo. Mi sueño de tener un dominio subjetivo e imágenes oníricas. Mi sueño de alcanzar los sueños de todo aquel que se me acercara. Mi sueño casi mágico. Casi, casi mágico, pero matemático al fin.
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