Los grandes descubrimientos perdidos: La teleportación

No cabe duda alguna de que el trabajo de Richard Feynman se halla entre los más prodigiosos del siglo veinte, con inmensas contribuciones a la teoría cuántica. Sin sus aportaciones, nuestro conocimiento de las partículas elementales se hubiera visto retrasado en varias décadas. Sin embargo esos descubrimientos no suponían nada comparados con lo que Feynman aspiraba a conseguir y, de hecho, consiguió: la teleportación.
Desde que Feynman escuchó hablar de la paradoja EPR, postulada en 1935, su fascinación por llevarla a buen término llegó a convertirse en una obsesión. En términos poco formales, la paradoja establece que se pueden asociar dos partículas (entrelazar sería la palabra exacta) de tal modo que, una vez separadas entre sí una distancia arbitrariamente grande, actuar sobre una produce modificaciones instantáneas en la otra. Tal principio no viola que nada pueda viajar más rápido que la luz, pues para conseguirlo es necesario un ligero intercambio de información, una llamada telefónica, por decirlo de alguna manera. Pero Feynman no tardó en comprender que, a pesar de las supuestas limitaciones, se podía conseguir algo fascinante: copiar una partícula para que replicara las propiedades de la otra.
Probó primero el experimento con un átomo de oxígeno y otro de hidrógeno que entrelazó y separó diez centímetros. La idea del experimento era que el átomo de hidrógeno se convertiría en una réplica exacta del de oxígeno. Técnicamente hablando, el átomo de oxígeno no viajaría, sino que sería duplicado usando como modelo el átomo de hidrógeno.
El experimento fue un éxito pero, como una consecuencia inesperada, el átomo de oxígeno se convirtió en un montón de partículas dispersas. Feynman había topado con una ley básica de la mecánica cuántica: un átomo no puede ser clonado, es decir, si se copian sus propiedades el original pierde su forma y se transforma en una materia aleatoria distinta.
Feynman no tardó en copiar las propiedades de objetos de mayor tamaño, empleando materiales de desecho de un almacén de la Facultad de Princeton y algunas piezas de alta tecnología facilitadas por compañeros de la universidad. De este modo, empleando unas tijeras y un ejemplar en miniatura de los Elementos de Euclides, consiguió un resultado parcial: el libro se transformó en unas tijeras algo deformes pero reconocibles como tales, mientras que las tijeras se convirtieron en una amalgama de aspecto tan horrible que Feynman no tuvo estómago para conservarla para su estudio y la destruyó de manera clandestina en un horno de fundición.
Feynman comprendió que transmitir las propiedades de la materia resultaba más difícil cuanto más diferentes fueran los objetos, y por temor a crear aberraciones innombrables mantuvo los estudios en secreto hasta obtener resultados concluyentes. En eso se anticipó varios lustros a George Langelaan, quien con su relato La mosca ya intuía el peligro de la teleportación para producir mutaciones irreversibles.
Feynman se esmeró en copiar, y por tanto teleportar, objetos de similar naturaleza, como una barra de metal de una cierta longitud en otra de longitud diferente, e incluso un reloj de bolsillo usando como modelo otro defectuoso de la misma marca. Pero la prueba de fuego llegó cuando quiso probar el experimento con seres vivos, y no tardó en comprender un hecho que nadie podría aceptar: para teleportar a una criatura, el modelo ideal sería otra de su misma especie. Un experimento con dos gatos callejeros, uno vivo como viajero y otro muerto como modelo, así lo resaltó.
Comprendió que los problemas morales, sin embargo, eran enormes. Desde un punto de vista molecular, los átomos que componían el gato vivo se transformaron en un amasijo horripilante de carne y pelo y el gato muerto se transformó en una copia idéntica, al menos en apariencia, del gato original. Nada malo le sucedió en toda su vida, convirtiéndose en la mascota del científico.
Decidido a otorgar validez a su teoría, Feynman se teleportó a sí mismo en 1939 empleando como modelo un cadáver no reclamado, encontrado en las cercanías del campus, que le facilitó un amigo forense. ¿Pasaría también su alma al otro cuerpo? Feynman era judío y esas cuestiones le preocupaban.
El experimento resultó un éxito, y Feynman no notó cambio alguno. Sin embargo, sí los hubo. No fue consciente pero los hubo.
Porque él no podía saber que, del mismo modo que el gato teleportado adoptó costumbres del gato muerto, Feynman adoptó maneras de pensar del hombre fallecido, que se trataba de un espía nazi del gobierno del Tercer Reich. Por ese motivo y otros, Feynman dejó de lado la teleportación y se centró en otros campos de estudio que en su opinión ayudarían mejor al futuro de la especie humana.
Uno de ellos, en el que colaboró algunos años después, fue el llamado Proyecto Manhattan, que acabó desembocando, a la larga, en la creación de la primera bomba atómica.
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