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De vocación, arqueóloga

Dicen que las vocaciones nacen en nosotros cuando somos pequeños. Descubrirlas puede convertirse en un desafío, pero también en algo maravilloso.

Esta es la historia de una niña que quería ser arqueóloga. No como las de las películas, sino de las que recorren kilómetros buscando nuevos yacimientos GPS en mano, de las que visten botas y pantalones de trabajo cuando salen a campo. De las que llevan bata blanca en el laboratorio y pasan horas lavando y dibujando cerámica. Quería ser una de esas mujeres que investigan el pasado, una científica.

Todo empezó en la escuela. Triana tenía 8 años cuando dos jóvenes arqueólogas aparecieron un día en clase y les contaron cómo a través de los restos que dejaron nuestros antepasados podemos saber cómo vivían, cómo vestían, qué comían, e incluso, a qué jugaban. Por sus manos pasaron durante esas horas fragmentos y reproducciones arqueológicas de Terra Sigillata, un tipo de cerámica que utilizaban los romanos.
— Esto se parece al bol donde tomo mis cereales, pero mucho más bonito — le dijo a una de las arqueólogas.
Ella sonrió. Y le contestó: — Sí, a través de la cerámica, aunque esté fragmentada, podemos conocer datos sobre la alimentación, la vida cotidiana, el comercio y tener mucha información de las gentes que vivieron, en este caso, hace casi 2000 años.
Triana la miró entusiasmada y siguió completando esas fichas que permitían registrar todos los datos de los materiales arqueológicos.
— Tengo que apuntar todo bien, porque sino los arqueólogos del futuro no podrán comprender bien esta información. La arqueóloga me ha explicado que el registro es fundamental en arqueología — se dijo a sí misma.
Ese día, cuando su madre la recogió después de clase, solo podía hablar de todo lo que había aprendido con las arqueólogas: había excavado, había descubierto objetos que tenían cientos de años, había aprendido que a través de un pequeño fragmento de cerámica se pueden conocer muchos datos de una sociedad pasada.
— Mamá, yo quiero ser arqueóloga, quiero investigar el pasado, como esas chicas que vinieron hoy a la escuela — le dijo.
— No te preocupes, hija, cuando seas mayor, podrás hacerlo. Tendrás que estudiar mucho, porque tienes que aprender muchas cosas para ser una buena arqueóloga, pero lo conseguirás — le contestó su madre.
Los años pasaron y Triana seguía con esa idea en la cabeza. Libros y más libros fueron llegando a sus manos como regalo de Navidad. Excursiones a visitar yacimientos con sus padres, la visita al Museo Arqueológico Nacional. Cada vez amaba más la arqueología. Sin duda, uno de los días que quedó grabado en su memoria para siempre fue la visita a un yacimiento arqueológico en un pueblecito de Burgos. Un joven arqueólogo contaba apasionadamente todos los hallazgos que habían hecho durante las campañas de excavación de una fortificación medieval. Triana escuchaba al muchacho sin pestañear, tratando de retener toda la información posible. Cuando terminó de hablar, se acercó a él y le dijo:
— Hola, soy Triana, tengo 12 años. En unos años vendré a excavar contigo.
El chico sonrió y le dijo: — Claro, serás bienvenida. Toma esta camiseta del proyecto de recuerdo.
— Oh, ¡Gracias! — respondió entusiasmada.
Esa camiseta se convirtió en su favorita durante todo el curso siguiente, hasta que, un par de años después, cuando se le quedó pequeña, decidió guardarla en un cajón como recuerdo de ese día especial.
Ya en bachiller, sus compañeros de clase le decían que cómo iba a trabajar de eso, si no es una profesión y, además, es algo de Letras. Pero ella no desistió. El 8 de septiembre empezó el grado de arqueología. Diez años después, esa niña ya no es tan niña, pero descubrir el pasado sigue siendo su pasión.
El día que por fin pudo ir a su primera campaña de excavación, dentro de las prácticas de la universidad, eligió aquel yacimiento en Burgos que visitó de niña. Y llegó su primer día en la excavación. Su mente se trasladó casi una década atrás en el tiempo. Los nervios se acumulaban en ella. Volvía al lugar que le inspiró. Y allí estaba, ese arqueólogo que conoció cuando era solo una niña, un poco más mayor.
— Tu cara me suena — le dijo. — ¿Nos conocemos?
— Soy Triana, esa niña que vino hace años con sus padres y a la que regalaste una camiseta del proyecto después de la visita.
— ¡Madre mía! Al final lo conseguiste, estás luchando por tus sueños.
— Sí — le respondió ella. — Estoy estudiando el grado de arqueología. Todavía me falta mucho por aprender, pero algún día espero convertirme en un referente para otras niñas que quieran estudiar el pasado, como tú y las investigadoras que vinieron a mi colegio lo fuisteis para mí.
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