La clave
La organización de la cena-homenaje sudó tinta para convencer a Claudio Mantellis de que debía acudir a la gala con chaqué, con pajarita y con su mujer. Cuando el aclamado matemático llegó a la base de la escalera del Liceo, en cuyo salón se había habilitado una mesa para unos doscientos invitados, resultó diáfano que Mantellis odiaba los actos multitudinarios, que el chaqué le apretaba por todos lados y que la pajarita lo estrangulaba. Del brazo de su mujer, Clea, una señora menuda y vestida de colores apagados, subió las monumentales escaleras y entró en el hall del enorme edificio. Allí lo esperaba Gaspar Monroe, Presidente de la Academia de Ciencias. Gaspar era un tipo atlético de mediana edad que caminaba dando zancadas como de metro y medio y que hacía tronar una voz optimista y vital. Llegó casi al galope y se paró a dos cuartas escasas de la pareja de ancianos
—¡Doctor Mantellis! ¡Un verdadero honor! Señora Mantellis —tomó la mano de la anciana y depositó un beso en su dorso. Ella abrió los ojos como platos—, encantados de tenerla aquí.
—Sí, bueno —dijo Claudio, soltando el brazo de su mujer—. ¿Dónde me siento? No tengo costumbre de trasnochar mucho…
A paso felino, mucho más lento que el de su marido, llegó la esposa de Gaspar, una treintañera escultural, pelirroja y sonriente, que desprendía tanta energía como su marido y que lucía un traje dorado escotadísimo.
—¡Querido doctor! —le dedicó una sonrisa radiante al anciano—. Deje que le robemos a su mujer un ratito, y así pueden ustedes hablar de cosas importantes.
—Eh… claro, claro.
Sin decir palabra, pero sonriendo como una cría, Clea Mantellis se agarró del brazo de la esbelta pelirroja y se perdió entre la multitud de asistentes que se iban acercando con timidez para saludar al genial matemático que había resuelto, al fin, la transición de las ecuaciones entre el flujo laminar y el turbulento.
—Un gran avance, doctor —le comentó el Presidente de la Academia al anciano cuando al fin se sentaron y los camareros comenzaron a servir los entremeses.
—Gracias, doctor Monroe. Aunque en la práctica las incógnitas de Navier-Stokes se han solventado por aproximación a base de puro análisis numérico, mis ecuaciones aportan, al fin, una resolución analítica, como usted bien sabe…
—¿Cómo bien sé? Me sobrestima, Doctor Mantellis. Soy biólogo, yo no sé mucho de matemáticas tan avanzadas.
—¿Cómo que no sabe de matemáticas? ¿Y su monográfico sobre fractales? Se usa en todo el mundo y…
—Ah, no —rió Gaspar Monroe—. «Esa» Monroe es mi esposa, Greta. Y bueno, a veces pasa que nos confunden por la misma inicial, claro.
Mantellis se atragantó con el vino. Buscó con la mirada a Clea. Ella estaba casi en la otra punta de la mesa, rodeada de mujeres bellísimas que la escuchaban anonadadas. Parecía una vieja criada rodeada de princesas de cuento, pero todas la miraban boquiabiertas. En un momento, Clea se encogió de hombros, dijo algunas palabras más y bebió un sorbito de agua. Todas las eminentes científicas que estaban sentadas junto a ella volvieron la vista hacia Claudio Mantellis y entrecerraron los ojos con odio.
El viejo matemático se dio cuenta del error que había cometido al suponer que una mujer como Greta Monroe era demasiado guapa para tener idea de nada. Maldijo por lo bajo, se secó la comisura de los labios con la servilleta, que dejó caer luego al suelo, y retiró la silla precipitadamente, a la vez que se levantaba de la mesa.
—Señor Presidente, muchas gracias por esta cena de homenaje, pero mi mujer y yo tenemos que irnos. Ella está delicada, ¿sabe?, y cuando trasnocha puede decir muchas tonterías inconvenientes.
Al otro extremo de la mesa, Greta movió sus manos rápidamente. Desde su sitio le decía en lenguaje de sordos a su marido «que no se acerque el viejo». Gaspar lo entendió todo de golpe, disimuló un internacional «ok» hacia su esposa, se levantó y agarró al anciano matemático por el brazo.
—Pero si acaba usted de llegar, doctor Mantellis… —entonces alzó la voz—. Propongo un brindis por el descubridor del hallazgo matemático del siglo. Por favor, doctor, unas palabras.
En el otro extremo de la mesa, alguien le había dado papel y una pluma a Clea que sonriendo, ametrallaba el folio de ecuaciones sin perder la sonrisa. Un sudor frío corrió por la espalda de Claudio Mantellis.
—¡Doctor Mantellis! ¡Un verdadero honor! Señora Mantellis —tomó la mano de la anciana y depositó un beso en su dorso. Ella abrió los ojos como platos—, encantados de tenerla aquí.
—Sí, bueno —dijo Claudio, soltando el brazo de su mujer—. ¿Dónde me siento? No tengo costumbre de trasnochar mucho…
A paso felino, mucho más lento que el de su marido, llegó la esposa de Gaspar, una treintañera escultural, pelirroja y sonriente, que desprendía tanta energía como su marido y que lucía un traje dorado escotadísimo.
—¡Querido doctor! —le dedicó una sonrisa radiante al anciano—. Deje que le robemos a su mujer un ratito, y así pueden ustedes hablar de cosas importantes.
—Eh… claro, claro.
Sin decir palabra, pero sonriendo como una cría, Clea Mantellis se agarró del brazo de la esbelta pelirroja y se perdió entre la multitud de asistentes que se iban acercando con timidez para saludar al genial matemático que había resuelto, al fin, la transición de las ecuaciones entre el flujo laminar y el turbulento.
—Un gran avance, doctor —le comentó el Presidente de la Academia al anciano cuando al fin se sentaron y los camareros comenzaron a servir los entremeses.
—Gracias, doctor Monroe. Aunque en la práctica las incógnitas de Navier-Stokes se han solventado por aproximación a base de puro análisis numérico, mis ecuaciones aportan, al fin, una resolución analítica, como usted bien sabe…
—¿Cómo bien sé? Me sobrestima, Doctor Mantellis. Soy biólogo, yo no sé mucho de matemáticas tan avanzadas.
—¿Cómo que no sabe de matemáticas? ¿Y su monográfico sobre fractales? Se usa en todo el mundo y…
—Ah, no —rió Gaspar Monroe—. «Esa» Monroe es mi esposa, Greta. Y bueno, a veces pasa que nos confunden por la misma inicial, claro.
Mantellis se atragantó con el vino. Buscó con la mirada a Clea. Ella estaba casi en la otra punta de la mesa, rodeada de mujeres bellísimas que la escuchaban anonadadas. Parecía una vieja criada rodeada de princesas de cuento, pero todas la miraban boquiabiertas. En un momento, Clea se encogió de hombros, dijo algunas palabras más y bebió un sorbito de agua. Todas las eminentes científicas que estaban sentadas junto a ella volvieron la vista hacia Claudio Mantellis y entrecerraron los ojos con odio.
El viejo matemático se dio cuenta del error que había cometido al suponer que una mujer como Greta Monroe era demasiado guapa para tener idea de nada. Maldijo por lo bajo, se secó la comisura de los labios con la servilleta, que dejó caer luego al suelo, y retiró la silla precipitadamente, a la vez que se levantaba de la mesa.
—Señor Presidente, muchas gracias por esta cena de homenaje, pero mi mujer y yo tenemos que irnos. Ella está delicada, ¿sabe?, y cuando trasnocha puede decir muchas tonterías inconvenientes.
Al otro extremo de la mesa, Greta movió sus manos rápidamente. Desde su sitio le decía en lenguaje de sordos a su marido «que no se acerque el viejo». Gaspar lo entendió todo de golpe, disimuló un internacional «ok» hacia su esposa, se levantó y agarró al anciano matemático por el brazo.
—Pero si acaba usted de llegar, doctor Mantellis… —entonces alzó la voz—. Propongo un brindis por el descubridor del hallazgo matemático del siglo. Por favor, doctor, unas palabras.
En el otro extremo de la mesa, alguien le había dado papel y una pluma a Clea que sonriendo, ametrallaba el folio de ecuaciones sin perder la sonrisa. Un sudor frío corrió por la espalda de Claudio Mantellis.
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