El mayor descubrimiento de la historia.
La enfermera recorrió la galería que separaba el dispensario del aula de Arqueología Evolutiva donde el profesor Rojas impartía su cátedra. El techo abovedado devolvía sus pasos con reverberación eclesial. Una vez alcanzó la puerta, tomó resuello, se ajustó la cofia, alisó el delantal con las manos y, de puntillas, asomó su cabeza por el ojo de buey delator. Dentro, el profesor Rojas disertaba entre las bancadas de alumnos cuando ya no le quedó más remedio que atender a los aspavientos con los que la enfermera le indicaba que lo necesitaba fuera, y con urgencia.
—¿Qué ocurre, hermana Úrsula? ¿No ve que estoy en medio de una clase? —dijo irritado el profesor cerrando tras de sí.
—Se ha golpeado la cabeza —balbuceó la monja.
—¡Demonios, hermana! Tranquilícese y dígame qué ha ocurrido.
Esta se santiguó antes de continuar.
—El profesor Buendía —Se llevó un alboroto de pañuelo a la boca y tomó aire—. Ha sufrido un desmayo y se ha golpeado la cabeza.
Rojas entreabrió la puerta del aula.
—Señor Cubillas. —El profesor buscó con la mirada al tal Cubillas.
Uno de los alumnos se puso en pie adoptando una pose marcial.
—Hágase cargo de la clase —ordenó el catedrático que cerró sin esperar una respuesta de Cubillas que, como un soldado de guardia, mantenía su inmutable postura.
La conversación continuó de camino al dispensario. La enfermera, más calmada, puso en antecedentes al profesor Rojas. Le relató que el profesor Buendía había sufrido un desvanecimiento al abrir una de las cajas recibidas esa mañana. Eso era, al menos, todo lo que le había contado el ayudante del profesor Buendía antes de mandarla a buscarlo «a usted», dijo la monja justo cuando cruzaron el umbral del botiquín.
Dentro, Rojas pudo observar que Buendía descansaba sobre una camilla y con un aparatoso vendaje en la cabeza. Semisentado en uno de los bordes, estaba el ayudante de Buendía. Sobre el piso había un revoltijo de gasas, tijeras, esparadrapos y alguna ampolla quebrada. Rojas lanzó una mirada de reprobación a la monja.
—Es que… —musitó la hermana Úrsula sin llegar a cazar una excusa sólida para aquel desastre.
Rojas posó una mano sobre el hombro del accidentado.
—¿Cómo se encuentra, Buendía? ¿Qué ha ocurrido?
El ayudante abrió la boca para hablar. Los ojos de Rojas fulminaron sus ganas de hacerlo.
—Que, ¿qué ha ocurrido? —el anciano parecía eufórico—. ¡Ha ocurrido lo inesperado! —dijo abriendo sus ojos bajo dos tejas de pelo cano como ramajos de una cuneta.
Rojas hizo una mueca de no entender de qué estaba hablando y sondeó con un vistazo a enfermera y ayudante. Ella negó. El joven apartó la mirada. Rojas se llevó los pulgares a las axilas, dentro de las mangas del chalequillo.
—Vamos a ver, ¿me podría explicar, alguien, qué demonios ha sucedido aquí? —impelió a sus tres interlocutores.
Ayudado por su alumno, Buendía se incorporó.
—¡He conseguido la prueba que demuestra mi teoría! —dijo Buendía que, al no percibir reacción alguna por parte de su compañero, continuó hablando—. El resorte heurístico de la episteme darwiniana ha saltado por los aires. —Gesticuló como si una bomba hubiera explotado entre sus manos.
—Quiere decir que… —Tras quitarse los anteojos, Rojas se pasó la mano por la cara—. ¡Pero es imposible! Debe tratarse de alguna alteración humana en el yacimiento.
—Lo sería si no fuera porque los objetos encontrados compartían la misma capa dentro del mismo depósito sedimentario. —Buendía sonrió de tal forma que su calva se llenó de arrugas.
Rojas abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. El veterano continuó.
—¿No me cree? Acompáñenme.
El octogenario, insuflado de un nuevo brío vital, abandonó la enfermería y los tres lo siguieron. Al llegar al gabinete, señaló una caja de madera abierta sobre el escritorio.
—Adelante. Están ante el mayor descubrimiento de la historia de la humanidad.
Rojas tentó el interior apartando parte del forraje que mullía su contenido. El tiempo se pasmó en los rostros del trío cuando extrajo el puño. Ya incorporado, escrutó al anciano que, con un guiño retador, lo animó a revelar lo que su mano ocultaba. El profesor apartó los dedos y separó los pedazos de lino resinado que envolvían aquel misterio. Rojas miró a Buendía para luego comprobar la inscripción de la caja: Atapuerca.
—Pe… Pero…
—Así es, amigo Rojas. La momia de un escarabajo egipcio de cuatro mil años hallada junto a restos prehistóricos de un millón de años —dijo exultante.
Rojas se desmayó y el escarabajo rodó por el piso hasta acabar junto a los pies de la hermana Úrsula. La monja echó un vistazo para comprobar qué era aquello que había chocado con su zueco.
—¡Un bicho! —gritó la hermana que, tras un esguince de asco en sus labios, pisoteó el escarabajo egipcio sin compasión arqueológica hasta convertirlo en polvo.
—¿Qué ocurre, hermana Úrsula? ¿No ve que estoy en medio de una clase? —dijo irritado el profesor cerrando tras de sí.
—Se ha golpeado la cabeza —balbuceó la monja.
—¡Demonios, hermana! Tranquilícese y dígame qué ha ocurrido.
Esta se santiguó antes de continuar.
—El profesor Buendía —Se llevó un alboroto de pañuelo a la boca y tomó aire—. Ha sufrido un desmayo y se ha golpeado la cabeza.
Rojas entreabrió la puerta del aula.
—Señor Cubillas. —El profesor buscó con la mirada al tal Cubillas.
Uno de los alumnos se puso en pie adoptando una pose marcial.
—Hágase cargo de la clase —ordenó el catedrático que cerró sin esperar una respuesta de Cubillas que, como un soldado de guardia, mantenía su inmutable postura.
La conversación continuó de camino al dispensario. La enfermera, más calmada, puso en antecedentes al profesor Rojas. Le relató que el profesor Buendía había sufrido un desvanecimiento al abrir una de las cajas recibidas esa mañana. Eso era, al menos, todo lo que le había contado el ayudante del profesor Buendía antes de mandarla a buscarlo «a usted», dijo la monja justo cuando cruzaron el umbral del botiquín.
Dentro, Rojas pudo observar que Buendía descansaba sobre una camilla y con un aparatoso vendaje en la cabeza. Semisentado en uno de los bordes, estaba el ayudante de Buendía. Sobre el piso había un revoltijo de gasas, tijeras, esparadrapos y alguna ampolla quebrada. Rojas lanzó una mirada de reprobación a la monja.
—Es que… —musitó la hermana Úrsula sin llegar a cazar una excusa sólida para aquel desastre.
Rojas posó una mano sobre el hombro del accidentado.
—¿Cómo se encuentra, Buendía? ¿Qué ha ocurrido?
El ayudante abrió la boca para hablar. Los ojos de Rojas fulminaron sus ganas de hacerlo.
—Que, ¿qué ha ocurrido? —el anciano parecía eufórico—. ¡Ha ocurrido lo inesperado! —dijo abriendo sus ojos bajo dos tejas de pelo cano como ramajos de una cuneta.
Rojas hizo una mueca de no entender de qué estaba hablando y sondeó con un vistazo a enfermera y ayudante. Ella negó. El joven apartó la mirada. Rojas se llevó los pulgares a las axilas, dentro de las mangas del chalequillo.
—Vamos a ver, ¿me podría explicar, alguien, qué demonios ha sucedido aquí? —impelió a sus tres interlocutores.
Ayudado por su alumno, Buendía se incorporó.
—¡He conseguido la prueba que demuestra mi teoría! —dijo Buendía que, al no percibir reacción alguna por parte de su compañero, continuó hablando—. El resorte heurístico de la episteme darwiniana ha saltado por los aires. —Gesticuló como si una bomba hubiera explotado entre sus manos.
—Quiere decir que… —Tras quitarse los anteojos, Rojas se pasó la mano por la cara—. ¡Pero es imposible! Debe tratarse de alguna alteración humana en el yacimiento.
—Lo sería si no fuera porque los objetos encontrados compartían la misma capa dentro del mismo depósito sedimentario. —Buendía sonrió de tal forma que su calva se llenó de arrugas.
Rojas abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. El veterano continuó.
—¿No me cree? Acompáñenme.
El octogenario, insuflado de un nuevo brío vital, abandonó la enfermería y los tres lo siguieron. Al llegar al gabinete, señaló una caja de madera abierta sobre el escritorio.
—Adelante. Están ante el mayor descubrimiento de la historia de la humanidad.
Rojas tentó el interior apartando parte del forraje que mullía su contenido. El tiempo se pasmó en los rostros del trío cuando extrajo el puño. Ya incorporado, escrutó al anciano que, con un guiño retador, lo animó a revelar lo que su mano ocultaba. El profesor apartó los dedos y separó los pedazos de lino resinado que envolvían aquel misterio. Rojas miró a Buendía para luego comprobar la inscripción de la caja: Atapuerca.
—Pe… Pero…
—Así es, amigo Rojas. La momia de un escarabajo egipcio de cuatro mil años hallada junto a restos prehistóricos de un millón de años —dijo exultante.
Rojas se desmayó y el escarabajo rodó por el piso hasta acabar junto a los pies de la hermana Úrsula. La monja echó un vistazo para comprobar qué era aquello que había chocado con su zueco.
—¡Un bicho! —gritó la hermana que, tras un esguince de asco en sus labios, pisoteó el escarabajo egipcio sin compasión arqueológica hasta convertirlo en polvo.
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