LANGOSTAS DE COLORES Y CEREBROS: SOBRE LOS ESCRITOS PERDIDOS DE LA ÚLTIMA HORMIGA DEL MUNDO
“Estar vivo es un huracán cerebral, una vorágine velocísima de impresiones arrojadas a la consciencia, como un enjambre de langostas multicolores a un campo de trigo adolescente.
Y así se interpreten los hechos: hay 300 millones de insectos por cada persona arrojada a la vida. Se visualice un enjambre heterogéneo de 300 millones de especies y tamaños buscando la sangre, las cocinas y los cadáveres del mundo vorazmente: 300 millones de insectos en cada suspiro de desengaño por la vida contestando al pitido de un despertador. En cada uno de los minúsculos cosquilleos en una tarde de verano que no tienen palabra en nuestra lengua, 300 millones de insectos. 300 millones por cada vez que el olor del alcanfor trajo a alguien el recuerdo de su abuela, y en cada croqueta fría del mundo hay 300 millones. 300 millones, la mujer sombría en la esquina del metro; sus hijos y sus maridos, 300 millones. Es sol y nostalgia, cucharas calientes; espada y condones; riñones, vacuno y metástasis; 300 millones. Revolotean así en cada vida de esos que buscan vorazmente la forma más sencilla de ser felices.”
Así habló Asanasatsaarmaán, la última hormiga del mundo.
Primero estalló el tiempo y casualidades hicieron la tierra, allí los químicos se ordenaron en genes y genes se reprodujeron. La carne que rodeaba los genes tuvo miedo a la muerte y así se hizo la vida. Luego la vida se dispersó.
500 millones de años antes de la persona, fueron pseudo-anélidos marinos, gusanos simples, quienes evolucionaron su cuerpo anillado en un sistema de segmentos especiales. Entonces, el espíritu caprichoso y desapasionado del tiempo endureció su piel con armaduras y les dio dos mandíbulas para espantar y luego alas para huir. Fueron seis sus patas y grande su tamaño mientras colonizaban implacables cada panorama del mundo, era el año 300 millones antes de la persona y el insecto ya poblaba cada recoveco de la tierra. Pero no era todavía la hormiga.
Cristalizada en ámbar báltico, Nyladeria Pigmea es la primera especie registrada de la más brillante criatura del planeta azul, esto es, la hormiga. Fechada a 100 millones de años antes de la persona.
Algunos dividen su prehistoria en dos etapas diferenciadas: primero, insectos solitarios, después, "La organización": disparo sagrado del santísimo espíritu de la selección natural que optimizaría la sociedad hormiga hasta su apoteosis. Esta nueva forma de vida negra y redonda tomó colonia alrededor del globo, infalible.
Aquí la hormiga todavía no conocía la geometría ni tampoco el combustible fósil, su cerebro era pequeño, pero era una especie longeva, pulida. Su limitadísima masa cerebral las llevó a una paulatina organización de los cuerpos, en el ángulo muerto de la razón, pero en la diana del instinto. Encerradas en sus genes viciados, nacían y morían con un cuerpo para una causa, como células de un individuo mayor, y la abstracción era solo presente en los sueños más profundos de las reinas, como luces cambiantes y falsos temblores.
En cierto momento, dicha especialización tomó un camino inaudito. Por un trompo milagroso de los genes, algunos bendecidos empezaron a percibir en el mundo un matiz nuevo: sus consciencias seguían rígidas, pero eran más atentas que las demás, las causas y los efectos les eran más nítidos, casi como una sugerencia de curiosidad.
Así se consolidó una nueva hormiga, la sofista, es decir, la no-obrera, la no-soldado, la cerebro de las descerebradas, enzarzada en sus genes de pensadora. No pasaron muchos siglos hasta que una sofista descubriera el número, más tarde, el comercio y la ley engendrarían la escritura: se escarbaban inmensos pasillos para embutirlos con largos patrones de feromonas de acuerdo a una compleja sintaxis química, recorrerlos era leer.
La civilización hormiga fue colonialista y paranoica, una xenofobia radical dirigía sus políticas exteriores y en cada comunidad había un profundo sueño imperial heredado de sus ancestros.
Aunque hoy sabemos que las personas siempre desconocieron la existencia de este universo bajo sus pies, las sofistas mandaron muy pronto obreras a explorar la cultura humana, y con los siglos, sus libros pudieron leerse por al tacto diferente de la tinta y el papel.
Más arriba han podido leer un texto escrito por la última autora hormiga de la que tenemos constancia, su nombre es una difícil transcripción del sistema feromónico a nuestra lengua, la sofista Asanasatsaarmaán. En este caso, se trata de una reflexión acerca de la vida humana, que demuestra el gran conocimiento de esta cultura que la autora experta adquirió leyendo sus anécdotas y sus poemas, conocedora de su cotidianidad y vislumbrando sus angustias. Un puente entre un mundo insecto de millones de años y la única otra forma de vida sensible a la melancolía que haya habitado jamás la tierra.
Y así se interpreten los hechos: hay 300 millones de insectos por cada persona arrojada a la vida. Se visualice un enjambre heterogéneo de 300 millones de especies y tamaños buscando la sangre, las cocinas y los cadáveres del mundo vorazmente: 300 millones de insectos en cada suspiro de desengaño por la vida contestando al pitido de un despertador. En cada uno de los minúsculos cosquilleos en una tarde de verano que no tienen palabra en nuestra lengua, 300 millones de insectos. 300 millones por cada vez que el olor del alcanfor trajo a alguien el recuerdo de su abuela, y en cada croqueta fría del mundo hay 300 millones. 300 millones, la mujer sombría en la esquina del metro; sus hijos y sus maridos, 300 millones. Es sol y nostalgia, cucharas calientes; espada y condones; riñones, vacuno y metástasis; 300 millones. Revolotean así en cada vida de esos que buscan vorazmente la forma más sencilla de ser felices.”
Así habló Asanasatsaarmaán, la última hormiga del mundo.
Primero estalló el tiempo y casualidades hicieron la tierra, allí los químicos se ordenaron en genes y genes se reprodujeron. La carne que rodeaba los genes tuvo miedo a la muerte y así se hizo la vida. Luego la vida se dispersó.
500 millones de años antes de la persona, fueron pseudo-anélidos marinos, gusanos simples, quienes evolucionaron su cuerpo anillado en un sistema de segmentos especiales. Entonces, el espíritu caprichoso y desapasionado del tiempo endureció su piel con armaduras y les dio dos mandíbulas para espantar y luego alas para huir. Fueron seis sus patas y grande su tamaño mientras colonizaban implacables cada panorama del mundo, era el año 300 millones antes de la persona y el insecto ya poblaba cada recoveco de la tierra. Pero no era todavía la hormiga.
Cristalizada en ámbar báltico, Nyladeria Pigmea es la primera especie registrada de la más brillante criatura del planeta azul, esto es, la hormiga. Fechada a 100 millones de años antes de la persona.
Algunos dividen su prehistoria en dos etapas diferenciadas: primero, insectos solitarios, después, "La organización": disparo sagrado del santísimo espíritu de la selección natural que optimizaría la sociedad hormiga hasta su apoteosis. Esta nueva forma de vida negra y redonda tomó colonia alrededor del globo, infalible.
Aquí la hormiga todavía no conocía la geometría ni tampoco el combustible fósil, su cerebro era pequeño, pero era una especie longeva, pulida. Su limitadísima masa cerebral las llevó a una paulatina organización de los cuerpos, en el ángulo muerto de la razón, pero en la diana del instinto. Encerradas en sus genes viciados, nacían y morían con un cuerpo para una causa, como células de un individuo mayor, y la abstracción era solo presente en los sueños más profundos de las reinas, como luces cambiantes y falsos temblores.
En cierto momento, dicha especialización tomó un camino inaudito. Por un trompo milagroso de los genes, algunos bendecidos empezaron a percibir en el mundo un matiz nuevo: sus consciencias seguían rígidas, pero eran más atentas que las demás, las causas y los efectos les eran más nítidos, casi como una sugerencia de curiosidad.
Así se consolidó una nueva hormiga, la sofista, es decir, la no-obrera, la no-soldado, la cerebro de las descerebradas, enzarzada en sus genes de pensadora. No pasaron muchos siglos hasta que una sofista descubriera el número, más tarde, el comercio y la ley engendrarían la escritura: se escarbaban inmensos pasillos para embutirlos con largos patrones de feromonas de acuerdo a una compleja sintaxis química, recorrerlos era leer.
La civilización hormiga fue colonialista y paranoica, una xenofobia radical dirigía sus políticas exteriores y en cada comunidad había un profundo sueño imperial heredado de sus ancestros.
Aunque hoy sabemos que las personas siempre desconocieron la existencia de este universo bajo sus pies, las sofistas mandaron muy pronto obreras a explorar la cultura humana, y con los siglos, sus libros pudieron leerse por al tacto diferente de la tinta y el papel.
Más arriba han podido leer un texto escrito por la última autora hormiga de la que tenemos constancia, su nombre es una difícil transcripción del sistema feromónico a nuestra lengua, la sofista Asanasatsaarmaán. En este caso, se trata de una reflexión acerca de la vida humana, que demuestra el gran conocimiento de esta cultura que la autora experta adquirió leyendo sus anécdotas y sus poemas, conocedora de su cotidianidad y vislumbrando sus angustias. Un puente entre un mundo insecto de millones de años y la única otra forma de vida sensible a la melancolía que haya habitado jamás la tierra.
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