“El Planeta Prohibido”
La nave espacial Explorer 3 se encontró a medio camino de su destino en el Sistema Solar cuando una señal de emergencia los interrumpió. El mensaje provenía de un planeta desconocido, ubicado en un sistema estelar lejano.
El equipo de la nave, compuesto por el capitán John, el piloto David y la científica Elena, decidieron investigar el origen de la señal. Al acercarse al planeta, los escáneres detectaron una densa jungla, enormes montañas y un inusual número de estructuras de piedra.
Decidieron aterrizar en una llanura cercana y salieron a explorar. Encontraron un camino que les condujo a una ciudad antigua, completamente desierta y en ruinas.
A medida que se adentraban en la ciudad, se acercaban a un laboratorio abandonado. Allí, encontraron una grabación del antiguo líder de la ciudad, quien les explicó que hace mucho tiempo, habían creado una tecnología capaz de controlar las fuerzas del universo. Pero, como el poder era demasiado peligroso, decidió enterrarlo para siempre en un lugar secreto.
Los exploradores decidieron seguir la pista de esta tecnología y explorar las profundidades de la ciudad. Allí, se encontraron con una entrada secreta que les llevó a un laboratorio subterráneo.
Dentro del laboratorio, encontraron una esfera gigante rodeada de estructuras complejas.
Tras examinarla, descubrieron que esta esfera era la fuente de energía del planeta y que, al igual que el líder de la ciudad había dicho, era capaz de controlar las fuerzas del universo.
De repente, apareció un grupo de extraterrestres, quienes les dijeron que la esfera estaba prohibida y que nadie debía usarla jamás. Pero uno de ellos, llamado Zoltar, les dijo que si necesitaban ayuda, él estaría allí para ayudar.
Los exploradores decidieron regresar a la nave con la esfera en su poder, pero descubrieron que la nave había sido robada. Desesperados, decidieron buscar a Zoltar, quien les ayudó a rastrear la nave hasta una base alienígena.
Allí, se enfrentaron a los alienígenas que habían robado su nave y lucharon por recuperarla. Con la ayuda de Zoltar y la tecnología de la esfera, lograron recuperar su nave y escapar del planeta.
De regreso en la Tierra, entregaron la esfera a la Federación Galáctica, quienes la sellaron en una cámara segura para siempre. Los exploradores recibieron una medalla por su valentía y contribuyeron a la exploración espacial.
Con esta aventura, aprendieron la importancia de la responsabilidad y la ética en la exploración espacial. Y, que a veces los aliados más valiosos puedan venir de los lugares más inesperados.
Abigail ,la cientifica
Abigail se habia graduado con honores de la mejor Universidad de Mexivo . Ahora era Tecnica de laboratorio y ya contaba con nada menos que 3 empresas que la querian contratar.
Ahora bien, todo el mundo pensaba que era un trabajo de lo mas aburrido , para nada . De chica ella se divertia juntando diferentes tipos de plantas e insectos y jugaba con aquel microscopio que su madre le habia regalado para su cumpleanos numero 6 , observaba cada especie que se le cruzase.
Desde muy chica se propuso fuera lo que fuera, llegar a ser una reconocida professional y vaya si lo logro!. Habia terminado su Carrera en 4 anos exactos con el major pro edio y el dia que se graduo fue una fiesta total, con sus padres y todos sus conocidos. Eran alrededor de 80 personas , con un asado estupendo , casi diria para chuparse los dedos, estuvieron desde temprano hasta casi la madrugada festejando , riendose.
Ella tendria una ardua tarea el dia Lunes de elegir la empresa que se adaptara a sus ideales y que obviamente le dejara un buen sueldo, aquellas empresas le ofrecian distintos beneficios provechosos y se la estaban haciendo dificil. El dia anterior se sento con su madre ,charlaron largo tiempo ya que ella queria estar Segura de su decision .Al final llego a la decision que le parecio correcta , llamo a sus padres y todos se sentaron en el comodo comedor que tenian.
Padres , he decidio ir por la compania Montain , creo que es la que mas se ajusta a mi nivel y aparte que me benificiara con el sueldo que es realmente muy bueno . Asi Tambien podre aportar a la economia del hogar .
Hija, por eso no te preocupes, tu madre y yo ganamos lo suficientemente bien – dijo el padre mirandola fijamente
Abigail acepto y se dispuso el resto de lo que quedaba del dia a comunicarse con la empresa , diciendoles que se presentaria en sus oficinas al dia siguiente, asi dio por finalizado su Domingo
Bien temprano se levanto el Lunes, se dispuso a arreglarse, a ponerse la ropa que habia elegido cuidadosamente el dia anterior y a desayunar religiosamente con su madre el café con leche tan delicioso que ella hacia. Su padre ya habia salido al trabajar ( el era un reconocido empresario de la industria tecnologica y satelital de la Ciudad de Mexico, habia trabajado desde casi su adolescencia y todos lo respetaban por su eficacia e inteligencia que cargaba para resolver los problemas que se le presentasen). Abigail habia heredado esa bendita capacidad para resolver rapidamente y ver el mas alla de los conflictos que surgieran.
Por eso habia llamado la Atencion de esas 3 grandes companias, ese dia llego 20 minutos antes, ya que una de las cosas que habia aprendido a su joven edad era la de dar una Buena impression en la primera vez. Las oficinas de Montain estaban a tan solo 40 minutos de su hogar, y era se podria decir de las mas grandes del pais, sus instalaciones eran impolutas. Blanco por todo el lugar, los empleados Tambien estaban de punta en blanco , sus uniformes Debian ser lo mas impecables posibles , ella eligio una camisa blanca y un pantalon beige de vestir.
Se anuncio en la recepcion y le indicaron que esperara en unas butacas forradas en terciopelo negro , muy elegantes. No habrian pasado ni 5 minutos cuando entro un hombre regordete con unos anteojos diminutos el cual le tendio una mano .
Hola Abigail , soy el director de esta compania , estuvimos hablando en estos dias. Mi nombre es Rafael, encantado de conocerte.
-Encantada yo señor- le correspondio el saludo y se paro del asiento
Vamos a mi oficina asi finalize de explicarte los ideales de esta empresa y te present a tus compañeros y tu espacio de trabajo.
Abigail asintio y lo siguio por un Amplio pasillo donde pudo ver distintos laboratorios impecables , separados por un vidrio . Habia personas que estaban trabajando sobre las mesas donde tenian diversos microscopios y papeles donde se observaba tomaban anotaciones con esmero. Dobalaron a la izquierda y llegaron a una puerta donde se podia ver un cartel con el nombre del director en letras doradas
Entraron y el director invito a sentarse , Abigail acepto y el comenzo a explicarle los grandes beneficios de la empresa , tambien que en ese momento estaban trabajando arduamente con su equipo una investigacion para la cura de el VIH . Luego de oirlo por casi hora y media , Abigail con gusto acepto formar parte de su empresa , Firmo contrato y se dirigio acompanada con Rafael a su puesto.
Realizo la debida presentacion con sus companeros y ellos la pusieron al corriente de esa investigacion la cual los estaban llevando meses y aun no habian dado con la solucion. Abigail se acomodo en su lugar, dejando sus pertenencias e inmediatamente comenzo a trabajar .Fueron meses de intense actividad , donde busco por todos los caminos posibles la cura .
Un Jueves con sus padres cenando , al notarla muy cansada su madre le dijo
Hija , veo que no descansas, Dia y Noche estas dandole Vuelta a ese problema
Si mama , lo se es que es mi primera investigacion con esta empresa y quiero comenzar con el pie correcto. Se que la voy a encontrar la solucion
Bueno hija, pero no sacrifiques horas de sueño ya que no rendiras- finalizo su mama , acariciandole un hombre
A la mañana siguiente Abigail al llegar al trabajo y luego de saludar a sus compañeros se enfoco pura y exclusivamente a esa bendita investigacion que tanto le preocupaba. A la media mañana teminando de hacer un calculo y probandolo con unas bacterias del laboratorio , no podia creer que no solo habia logrado la cura sino que Tambien habia encontrado la solucion para otra gran enfermedad que era la de la diabetes.
Tal fue su Felicidad y desconcierto que le comunico al director y luego de demostrarle el procedimiento y observer por segunda vez que era el correcto, Rafael se emociono y junto a todos los empleados de la compañia para dar a conocer semejante descubrimiento y todos la felicitaron y festejaron.
No era para menos ya que el encontrar dos curas para dos enfermedades , era solo proeza de Abigail , la genia cientifica mas joven.
Al final sí que soy de ciencias
¿Cómo pueden salirle a la planta esas raíces del tallo por el que la corté? Bueno, en realidad fue mi madre, que para complacer mi capricho de úlitmo minuto antes de coger el avión de “darle un toque verde a mi salón”, cogió unas tijeras de la cocina y cortó sin darle muchas vueltas esos tallos que ahora yo tenía en un jarrón que compré por Wallapop. Lo hizo mientras decía “¡pero si esto sigue creciendo sin parar! mira, ¡mira todas las ramas que hay!”, como quitándole toda la importancia. Yo sinceramente, no lo entendía. No entendía cómo una planta podía regenerar raíces a partir de un par de tallos mal cortados, como para plantarla en un sitio distinto y que siguiera creciendo y sacando hojas que cayeran por mi estantería KALLAX.
Llevaba semanas preguntándome cómo funcionaba eso. Cada vez que se me cruzaba la mirada por ese rincón del salón, me paraba unos segundos, mirando la planta, me lo preguntaba y me decía “lo tengo que buscar en Google”. Y entonces pestañeaba y cambiaba de plano, de pensamiento, de actividad y de todo. Borrón total. Ni el amago de ir a por el ordenador a buscarlo.
Como era viernes, a las 18.00 clavadas cerré las cosas del curro rápido y resumí en un espaninglish dirigido a mí misma lo que faltaba por hacer en las que dejaba a medias. Ya llegaba tarde. Siempre llego tarde. Soy una de esas personas que tanto se critican en grupo pero a la que tantas veces se le permite sin consecuencias cismáticas el hecho de que lleguen sistemáticamente tarde. Me da mucha rabia serlo. No considero que mi tiempo valga más, ni que no tenga importancia. Simplemente, no puedo evitarlo. Intento llegar a tiempo y pasan cosas, algunas ajenas a mí y otras derivadas de lo que, de haber nacido 20 años más tarde, hubiese sido diagnosticado como TDA. Me duché corriendo, mientras sonaba la lista the This is Karol G en Spotify. Me puse el mono azul y los pendientes de Costilla de Adán dorados. Sabía que esa planta se llamaba así porque un amigo siempre me lo dice cuando los llevo: “llevas los pendientes de las Costillas de Adán esas”. Pedí un Uber cabreada conmigo misma por volver a gastarme pasta en llegar tarde pero poco y 20 minutos después estaba sentada en una terraza con Marta y Helena. O, como dirían en Estirando el Chicle, con M-punto y H-punto.
Después de varias rondas de cerveza, vino y CocaCola Zero, se unió una amiga de H-punto y seguimos hablando, ahora un poco más de quiénes éramos y qué hacíamos, ya que no la conocíamos de nada. Resultó que una de ellas hacía un doctorado en Botánica, concretamente en algo relacionado con la germinación de un tipo de plantas, o algo así entendí. Me parecío fascinante que tuviera tantas anécdotas sobre una displina que para mí, en mi día a día, carecía de importancia. Entonces caí: “¡claro! tú tienes que saber por qué no se me muere la planta y se está regenerando”. Obviamente, flipó. Desarrollé mejor mi situación o, mejor dicho, la de mi planta, y entonces me explicó con el suficiente detalle como para creerla y la suficiente simpleza como para entenderla, todo lo de los esquejes, los nudos, los meristemos, las raíces adventicias, etc. No sé si era por lo ilusionada que hablaba de lo que, a fin de cuentas, era su trabajo, o por lo inteligente y guapa que me parecía, pero volví a casa queriendo ser como ella.
Me metí en Google y busqué “botánica”. Leí en varias entradas que se referían a ella como una ciencia. ¿Era una ciencia? Entonces busqué “tipos de ciencia” y encontré un listado que me hizo un click irreversible en la cabeza: biología, física, química, matemáticas...pero también astronomía, psicología, meteorología, sociología o economía. Todas consideradas ciencias. No “relacionado con”. Todo eso, el estudio de todo eso, era ciencia. Eso significaba que mis pendientes y la planta que cortó para mí mi madre, los imprevistos meteorológicos o el cálculo erróneo de las fracciones de hora que tardo en prepararme y que tantas veces me hacen llegar tarde, que los protocolos sociales de empezar por presentarnos cuando llega alguien nuevo o la rabia que me entraba al ver cómo mis gastos en Uber superaban a lo que destinaba mensualmente a la cuenta de ahorro, todo eso, venía derivado, en última instancia, de la Ciencia. Me entraron unas ganas tremendas de conocer a más gente como aquella chica, que dedicara sus carreras profesionales a explicar cosas que, para los que no estamos metidos en su disciplina, son magia y a veces ni dedicamos los dos minutos que tardaríamos en buscarlo en internet para saber, al menos, por dónde van los tiros.
Ame
Nina, es muy presumida. Le gusta ir siempre, bien peinada. Maquillar sus pestañas y sus ojos. Llevar los labios rosas. Siempre, ha sido muy coqueta.
Hoy, ha quedado con su amiga Nikki. Van a un concierto. Está muy contenta porque hace tiempo que no se ven, y van a ponerse al día. Compartir risas y disfrutar de la música. Pasar un día, agradable y divertido.
Nina, está lista. Coge su bolso y sale a la calle, a la espera de Nikki que baja rápido por la cuesta. Viene con prisas y tarde, como siempre. Casi no llega a tiempo. El taxi hace rato que llegó, no hay tiempo para saludos. Los besos y abrazos, vendrán después.
Ahora, toca subir rápidas al coche. Están cerca de su destino, así que, en minutos, estarán en el centro para pasarlo bien.
La ciudad donde viven es preciosa. Tiene callejones secretos, edificios señoriales muy antiguos, calles empedradas y, a veces, casas con fantasma incluido. Es bonito pasear por sus callejuelas, repletas de turistas y tiendas con bonitos escaparates.
Como han llegado pronto, tienen tiempo para darse un paseo y mirar ropa, antes del concierto. Hace días que hablan de una falda de tul que quieren comprar. No saben cuanto cuesta, pero de hoy no pasa. Hoy, van a probársela, sí o sí. Así que, después de un rato paradas frente al comercio, decidiendo si azul o rojo, se deciden por fin a entrar.
Pero… tan distraídas estaban que ninguna era consciente del enorme problema que se les venía encima. Hasta que… ya fue demasiado tarde.
Impidiendo su entrada, surgió como de la nada, granítico, chulesco y feroz … un monstruoso escalón de cuatro dedos de alto que les bloqueó el paso. Entrar a la tienda, era ya, una pesadilla...
-¡¿Cuatro dedos de alto?! – alucinará un lector-
-¡Pero… si eso… no es nada!- responderá otro
-¡Yo, subo los escalones de dos en dos!- presumirá otro más.
Sí, pero… cuatro dedos, son una frontera para Nina. Son, imposibles de sortear con su silla.
Sí. Nina, se mueve con su silla de ruedas. Tiene AME. Atrofia Muscular Espinal.
Cuando tienes AME, las células encargadas de que tus músculos se muevan, no funcionan. Se llaman, neuronas motoras. Controlan el movimiento de los brazos, las piernas, la cara, el pecho y hasta la lengua. Son nuestras capitanas. Sin ellas, tus músculos no se mueven. Se van debilitando poco a poco, hasta que dejas de moverlos.
Es, como si a una marioneta, le cortas los hilos. Entones, deja de contonearse, porque su marionetista, ya no está conectado a ella. No puede dirigirla.
La AME, es una enfermedad genética, está escrita en las células de Nina desde que nació. Las células son como los ladrillitos que forman nuestro cuerpo. Dentro, tienen un código secreto, el ADN. Único para cada persona.
En él, está toda la información que nos permite crecer, vivir y estar sanos. Pero, el ADN de Nina está mal escrito. Así que, sus neuronas motoras, no pueden comunicarse con los músculos y por eso, ya no puede caminar.
Pero Nina, no siempre anduvo en silla de ruedas. Cuando era pequeña, corría y saltaba como los demás. Hasta que un día, empezó a darse cuenta, de que se caía demasiadas veces. Fue entonces, cuando sus papas le llevaron al hospital. Allí, al mirar sus células, descubrieron que tenía más ADN del necesario. Y entonces, empezó el lío.
De todas formas, Nina, está contenta. La ciencia avanza para frenar su enfermedad. Gracias a un nuevo medicamento, sus neuronas motoras duran más. Con él, ha conseguido mover los brazos, más alto que antes. Está llena de ilusión y de esperanza...
!Upps!
Mientras os cuento esto, Nina y Nikki, ajenas a nosotros, han llegado al concierto. Se han colocado en primera fila y disfrutan ahora de sus bebidas. Esta sala, sí tiene rampa de acceso para sillas, así que, no les ha sido difícil entrar.
Y…aunque las neuronas motoras de Nina están un poco pachuchas, no lo están, sus neuronas de la sensibilidad, las neuronas sensitivas. Nuestros altavoces del mundo exterior e interior. Ella, siente perfectamente cuando le pica una pierna, un pellizco, las caricias y los besos. Cuando el viento sopla y le enreda el pelo, y... ¿cómo no?
¡El vibrar de la música!
Puede sentir como las ondas de la música viajan por el suelo, suben por las ruedas de su silla, alcanzan sus pies, piernas y caderas y mueven su cuerpo. La música, entra por sus oídos, toca su piel y le dice: ¡baila!
Y Nina, baila. Nina, ama bailar.
Se mece en su silla al ritmo frenético de una banda de rock. Mueve los músculos que aun controla y los que ha recuperado.
Agarradas de la mano, Nina y Nikki bailan felices. Hoy, es día de fiesta
Ana no entiende la física cuántica
Ana no entiende qué es la física cuántica. Se ha puesto de moda en el colegio gracias a su maestro, un hombre ya canoso que sigue ganando el premio anual al profe más guay de la escuela, pero que a ella no termina de caerle bien. No siempre fue maestro. Dice haber sido científico para no sé qué experimento enorme que hay muy lejos, enterrado en la frontera de Francia con Suiza, pero por lo visto se aburrió de chocar cosas pequeñas entre sí, cosas que él llama partículas elementales.
Todo empezó porque un niño de su clase, Carlos —por supuesto, ¡quién si no!—, había preguntado sobre los últimos avances en computación cuántica e inteligencia artificial. El maestro le dijo que esos temas eran dos cosas distintas —¡ja!—, y luego les habló de la física cuántica.
Carlos y sus amigos aseguraron que lo habían entendido, pero cuando Ana preguntó al maestro si lo podía explicar de nuevo, él mencionó a muchos hombres ilustres y le dijo que no pasaba nada, que seguro que a ella se le daría mejor la biología. Así que Ana siguió sin entender qué es la física cuántica.
Ese día, Ana estuvo muy enfadada con su maestro, pero sobre todo con Carlos por hacer preguntas difíciles. Al acostarse, como no se le había pasado el enojo, deseó con todas sus fuerzas comprender lo que el maestro había dicho en clase. Era algo sobre funciones de ondas, lo que quiera que sea eso, y Ana pensó en lo injusto que era haber nacido niña y que solo se le pudiera dar bien la biología. Se imaginó a todos esos hombres ilustres y los odió sin saber el motivo; aún así, deseó que pudieran explicarle qué era la física cuántica.
En algún momento se quedó dormida, y entonces, durante esos segundos mágicos en los que los bordes del sueño todavía se están separando de la realidad, la física cuántica se apoderó de su mundo. Sus sensaciones se difuminaron y el hilo de sus pensamientos se dobló sobre sí mismo, como una onda, hasta que Ana no supo qué era sueño y qué era realidad. Una parte de ella siguió enganchada al presente, cabalgando los valles y las colinas de lo real, mientras que otra viajó más allá de su tiempo y de su espacio a un lugar donde las ondulaciones del universo resonaron con sus deseos más profundos.
Una voz de mujer muy parecida a la de su maestro surgió de los entresijos de su mente:
—Una función de onda consiste en un conjunto de estados que son y no son al mismo tiempo, porque todos ellos son posibles, pero ninguno tiene por qué existir sin la presencia de los otros. Mientras la función de onda no colapse, sus estados representan realidades diferentes que evolucionan de forma paralela, hasta que un agente externo, por ejemplo la observación experimental de un científico, obliga a la función de onda a mostrarse con solo uno de esos estados. Pero este estado habrá evolucionado de forma diferente a como lo hubiera hecho por sí mismo, sin la presencia de los otros, aunque se muestre en solitario cuando la función de onda colapsa.
Al mismo tiempo que la lección de la mujer reverberaba en los recovecos de su mente, Ana revivió la escena con el maestro de una forma muy peculiar. El maestro era a la vez mujer y hombre, y Carlos había dejado de ser Carlos y se había convertido en una mezcla de Carlos y su amiga Sara. A veces destacaba uno de ellos, y parecía que el otro se había escondido para siempre, y otras veces sus rasgos se confundían como si fueran de plastilina. En el momento en el que el maestro —espera, ¡ahora la maestra!— respondía a la pregunta de Ana con nombres ilustres, los Max Planck y Erwin Schrödinger se barajaban con Lise Meitner y Emmy Noether.
Pese al alboroto de sexos y la mezcolanza de rasgos y nombres, Ana sintió, por primera vez en el día, que había encontrado su sitio y que podía entender lo que era la física cuántica.
Pero esa noche se había formado una tormenta, y el primer rayo no tardó en caer, cerca de su casa, seguido del fuerte rugido del trueno.
La función de onda en la que se había convertido el sueño de Ana colapsó de repente, asustada por el estruendo, y Ana se despertó en la misma realidad en la que se había dormido. No recordaba los detalles de lo que había soñado, pero sí que seguía enfadada con el maestro, con esos hombres ilustres y, sobre todo, con Carlos.
Después de todo, Ana no entiende qué es la física cuántica.
Antes de que suenen las campanas
Dedicado a Andrés y José Luis Bartolomé
Valladolid, 26 jun. 1904
Ilmo. Sr. Marqués de Pedro Miguel
Querido: Disculpa la brevedad de mi respuesta, pero estos días apenas he podido tomar aliento y el estallido de las campanas amenaza indiscretamente con sobresaltarme mientras te escribo.
Para compensarte me arranco con una pincelada del viejo arte poético.
Canta, oh ángel, la cólera del Dr. Marido; cólera funesta del científico que abrió en canal las arcas del laboratorio y derramó después sobre su esposa una catarata de insultos – cumpliéndose así la voluntad del Señor – para desquitarse del último fracaso en la búsqueda de la radiación N.
Por un momento, pensé que sería gracioso dárselo a leer. Mejor no.
Durante las últimas semanas nos ha llegado una batería de intentos frustrados de medir fuentes de esta radiación, según los franceses, como los mecheros Nernst, ranas y conejos.
Pensar duele.
Duele pensar sobre una radiación que sigue sin existir fuera de la Galia, por supuesto que no en nuestro laboratorio, al tiempo que lleva a mi marido a una esquizofrenia de la cual yo soy el daño colateral.
Hablar duele.
Duele hablar de ilusiones experimentales, de espectros jamás reproducidos, de rumores sobre sabotajes, de motivaciones políticas, de hombres cruzando el Atlántico para desenmascarar una farsa, y no provocarle ningún comentario diferente a: este descubrimiento no es ninguna necedad.
Si hemos de ser necios, pienso que al menos todos deberíamos poder aceptar unas necedades comunes.
Ahora me pregunto: ¿sobre quién caerá la espada? A los franceses les salvarán sus monumentos; a mi marido, a su desdichada carrera profesional, ¿quién lo sacará del descrédito después de que intentara ganarse la admiración de los colegas anunciando unos resultados que jamás tuvo?
Una vez más, la maldad corre más deprisa que la muerte, como dijo aquél.
¿Y a mí? ¿Quién me salvará de no parir ningún hijo suyo y de ser la mujer más torpe del mundo, magister dixit?
Creo que sólo puedo salvarme leyendo, o al menos eso quiero.
Me parece que los científicos poseen un optimismo como el del protagonista del libro. Así, todos los fenómenos están conectados necesariamente por una cadena que se remonta hasta el comienzo de todo, dibujando un orden divino que se puede desvelar felizmente como si de una novela de ese detective inglés tan de moda se tratase.
Nὴ τὸν κύνα, ¿no será que el orden lo ponemos nosotros sobre las impresiones sensibles que tenemos del mundo, que al entrar en nuestro imaginario se vuelven humanas y por tanto asimilables, pero que ya no son las cosas de las que hablamos?
¿Y no es ingenuo pensar que cualquier persona fuera de uno mismo puede entender un texto escrito por otra, como esta carta?
Quizás ni uno mismo.
Pero seguimos intentándolo porque no somos capaces de librarnos de la falibilidad de nuestros sentidos, porque tal vez la incomprensión sea un mal necesario, porque tal vez la añoranza de un sistema de comunicación perfecto sea tan optimista como suponer un orden natural de las cosas.
Yo, en cambio, prefiero el orden humano de las cosas.
En primer lugar, tirar al suelo ese estúpido bombín que vuelve los cráneos de los hombres bolinches chamuscados. Luego, quitarte rápidamente la chaqueta del traje para levantarte el cuello de la camisa y abalanzarme con mis colmillos a esa vena palpitante tan sabrosa. Una vez a mi merced, te pediré que me desabroches el infame corsé para que mis pechos puedan respirar libres. Porque la libertad, como he aprendido, no existe en forma de sustantivo; liberarse es un predicado que podemos ejecutar en nuestras precarias circunstancias. Así, el tacto de tu lengua por mi espalda me saca del matrimonio concertado con un viejo desgraciado que se creyó llamado a ocupar un lugar en la historia de la ciencia, ignoraba en qué bando; las caricias de tus yemas sobre mi vientre me libran de ser la palangana donde el infeliz trata de volcar su merecida miseria; la ternura de nuestros besos borra de mi cabeza este infierno de mentiras, sátrapas y decepciones.
Y mientras espero, me libero escribiendo esta carta, que quizás ni yo entienda, pero que sí sé para quién es, y por eso, aunque tampoco la comprenderás del todo, anhelo que los signos aquí escritos marquen en tu conciencia la necesidad de vernos a la mayor brevedad posible.
Eso es suficiente.
Toda esta libertad me ha hecho mojar la silla como si hubiera brindado hasta el amanecer en la fiesta de Agatón. Me consuela saber que fue por la mejor de las causas.
Ahora he de encontrar un trapo antes de que suenen las campanas.
Contigo libre,
Aretí
PD: te mando de vuelta el Cándido (ansiosa por comentarlo en persona).
Anthropos
Un púlsar le dice a un cuásar:
–¿Quién de los dos crees que llegará primero al centro del Universo?
–Mmm... –Cavila el cuásar–. ¿Hablando antrópicamente?
–Vaya, pues no lo sé. Hasta donde yo entiendo, ni tú ni yo somos seres vivos, y descartando eso ya en un principio, evidentemente no somos humanos.
–Claro, claro... entonces, ¿qué sentido tiene la pregunta?
–¿Sentido?
–Sí. ¿A quién le importa quién llega primero? Simplificándolo mucho, ambos somos fuerzas emisoras de radiación electromagnética, ¿no? Llegaremos cuando lleguemos. Sin más.
–No... bueno... ya... pues responde antrópicamente.
–Vale. Antrópicamente, tú llegarías antes.
–¿Por qué?
–Porque desde el punto de vista humano, los cuásares están más distantes que los púlsares.
–¿Pero qué tiene que ver el punto de vista humano con el centro del Universo?
–Nada. El Universo existe para que existan los humanos. Y viceversa.
–Eso es absurdo.
–Antrópicamente hablando, no. Si existimos, es porque ellos nos observan. Si ellos no nos observasen, no existiríamos. ¿Lo entiendes?
–Eso es filosofía.
–No realmente. Si no hay vida ni consciencia, sólo hay fenómenos. ¿Y qué más da que los haya si no afectan a ningún ser? El caos entrópico no es nada si no concierne a nadie.
–Entonces, ¿no existimos?
–Existimos porque ellos nos observan.
–¡Dios mío!
–Dios no existe per se. Es lo que los hombres aún no observan. Lo que aún no conocen. Nosotros ya no somos dioses.
Arqueología en Perú
Arqueología en Perú.
La arqueóloga Ana López siempre había sentido una fascinación por las antiguas civilizaciones y su cultura. Desde niña, había soñado con explorar templos y ciudades perdidas, y dedicó su vida a estudiar y descubrir los secretos que se ocultaban bajo la superficie terrestre.
Un día, mientras trabajaba en una excavación en una remota región de Perú, Ana descubrió algo que cambiaría su vida para siempre. Al excavar en una colina cerca de un río, encontró una entrada a una cueva. A medida que avanzaba hacia el interior, comenzó a notar que las paredes estaban cubiertas de extraños dibujos y símbolos.
Con la emoción creciendo dentro de ella, Ana siguió avanzando hasta que finalmente llegó a una gran sala en el centro de la cueva. En el centro de la habitación había un altar, y en el altar había una caja de madera tallada con extrañas inscripciones. Con cuidado, Ana abrió la caja y encontró un conjunto de pergaminos antiguos y otros objetos rituales.
Se apresuró a sacar las reliquias de la cueva y se dirigió de vuelta a su campamento, donde comenzó a estudiar los pergaminos. A medida que descifraba los antiguos textos, se dio cuenta de que había descubierto algo asombroso. Los pergaminos eran una especie de diario escrito por un antiguo sacerdote inca, y hablaban de un tesoro escondido en algún lugar del valle.
Ana se embarcó en una emocionante búsqueda del tesoro, explorando templos antiguos, cuevas, y tumbas. Con cada nuevo descubrimiento, se acercaba más a su objetivo. Pero no fue hasta que llegó a la cima de una montaña que finalmente encontró lo que buscaba. Allí, en una pequeña cueva escondida, encontró un tesoro enterrado: una colección de artefactos antiguos y joyas de oro y plata.
Ana regresó a casa con sus tesoros, y su descubrimiento fue aclamado como uno de los más importantes de la historia de la arqueología peruana. Los objetos que había descubierto permitieron a los arqueólogos aprender más sobre la cultura inca y su tecnología, y se convirtieron en piezas clave en la historia del arte y la cultura.
Pero para Ana, el verdadero tesoro había sido la emoción de la búsqueda y la satisfacción de haber descubierto algo asombroso. Y aunque la emoción de la aventura la había llevado a través de peligrosas tumbas y cuevas oscuras, sabía que seguiría explorando el mundo en busca de la próxima gran aventura arqueológica.
Azul sobre fondo rojo
El círculo blanquecino fue tornándose cada vez más azul, hasta que algunas formas comenzaron a enfocarse y mostrarse visibles. Lo que antes era todo blanco, ahora era una pintura con manchas azules.
Las manos del científico giraban con mimo las ruedas del micrómetro. Ya eran claramente reconocibles algunas estructuras familiares, como una especie de pared exterior, unos flagelos largos que salían hacia todas direcciones, e incluso una segunda pared interior protegiendo lo que debía ser el núcleo celular. Además de todo eso, la “cosa” se movía. Estaba vivo. O viva.
- Está vivo…
- Eso parece… Vivo. No me lo puedo creer. Lo hemos logrado, Thomas.
- Por fin, hemos encontrado vida… Y esta vez gracias a ti, Celia. Tú la encontraste bajo el suelo. Puedes bautizar a este pequeñín como te apetezca.
Era cierto, la doctora Celia Ochoa había abierto aquel agujero, con precisión quirúrgica, en el subsuelo de Marte, que es precisamente donde estaban. Tras el agujero, habían extraído unos mililitros de agua líquida marciana, y ahí encontraron ese minúsculo “ser”.
Tras cuatro largos meses de viaje, la capacidad de concentración y resiliencia de los astronautas de aquella misión había sido duramente puesta a prueba. El equipo lo formaban siete científicos: cuatro ingenieros, un médico y dos astrobiólogos, la doctora Ochoa y el doctor Gallagher.
Después del amartizaje, los ingenieros habían acabado de ensamblar los módulos habitacionales, incluyendo el laboratorio. El año anterior, otra misión no tripulada había tenido éxito al descender hasta ese punto de la Utopia Planitia marciana, muy cerca de los rover Perseverance y Zuhrong, cuya misión había concluido dos décadas atrás. Ambos robots habían proporcionado múltiples imágenes y datos útiles durante meses. El antiguo Perseverance había extraído muestras geológicas que, en otra misión de retorno a la Tierra, habían aportado los datos necesarios para que, ahora, la doctora Ochoa realizara la toma de muestras con tal precisión.
- Parece que esa gruesa pared celular le protege de la radiación y las bajas temperaturas. Y ese “núcleo”, también protegido por una segunda pared… Es algo único en la biología. Nunca habíamos visto una célula con una pared protegiendo su núcleo.
- Tiene lógica… En este entorno tan hostil, proteger el material genético parece prioritario.
De repente, el doctor Gallagher se puso serio, frunciendo el ceño con gesto de preocupación.
- Espera, aquí hay algo más… Estos flagelos, o lo que sean, se están empezando a mover de una forma extraña.
- Define “extraña”.
- No parece que los utilice sólo para moverse. Creo que salen de ellos unos gránulos transparentes… Muy raro.
- Cambia el condensador, modifica el filtro de luz ultravioleta, a ver qué ocurre.
- Estoy en ello, doctora, pero no creo que… ¡Espera!
Ahora, la doctora Ochoa también parecía preocupada. Por el monitor conectado al microscopio podía ver lo mismo que veía su compañero. Se hizo un silencio gélido en el laboratorio. Sólo se oía el ligero zumbido del purificador de aire y el pequeño motor de los frigoríficos. Pero había un sonido más. En un primer momento, tanto Celia como Thomas pensaron que se trataba del viento marciano, al otro lado de la pared prefabricada del módulo. Sólo diez centímetros les separaban de una muerte segura, con una temperatura exterior de menos cincuenta grados centígrados y una exposición radiactiva de unos 4,6 milisieverts, 700 veces mayor que en la Tierra.
Pero no. El sonido no provenía de las paredes del módulo, sino de la mesa, del microscopio. De la muestra con aquel extraño y, aparentemente, inofensivo ser.
Celia fue la primera en reaccionar:
- Activa el Nivel 4. Rápido.
- No nos precipitemos…
- ¡Actívalo ya, Thomas! Esto es serio. Creo que …
- ¡Aaargh..! -comenzó a gritar de dolor el doctor Gallagher, mientras se desplomaba en el suelo.
- ¡Thomas, no!
Segundos antes de desvanecerse, Thomas Gallagher comenzó a sentir como si millones de agujas se le clavaran en los ojos. Provenía de una especie de ácido exudado por aquel extraño ser marciano desde el porta objetos del microscopio.
Horrorizada, la doctora Ochoa observaba cómo, con su caída, el doctor había arrastrado tras de sí el microscopio. La muestra se había hecho añicos contra el suelo. Thomas, ya en silencio, no tenía ojos. Dos cuencas vacías “miraban” hacia el techo del laboratorio. Y eso no era todo. Unos filamentos casi transparentes comenzaban a arrastrarse y a crecer alrededor de los cristales del suelo.
- El oxígeno… -comenzó a balbucear Celia- El oxígeno ha acelerado su metabolismo…
No pudo continuar. Lo último que se le pasó por la cabeza antes de perder el conocimiento fue qué pasaría con la misión. Pronto quedarían congelados y radiados en cuanto se abriera una brecha en el módulo. Los otros astronautas, en el módulo contiguo, sufrirían la misma suerte. Aquel inofensivo punto azul les había vencido, y había teñido de rojo todo el suelo, el suelo de Marte.
Billete a Svalbard
“14 de mayo de 2023, 8:47 am, comenzamos descongelación” esas fueron las primeras palabras que Cicer pudo escuchar después de haber estado congelado casi 35 años dentro de una lata. Cicer era una semilla de garbanzo guardada con mimo en un banco de germoplasma, tenía en sus genes secretos de épocas pasadas que la hacían única y había sido preseleccionada para viajar al banco mundial de semillas de Svalbard.
Todas las semillas sabían que aquel era un viaje muy importante, no todas tenían la posibilidad de realizar las pruebas de selección y eran muy pocas las que conseguían pasar los duros criterios para viajar hasta la isla de Spitsbergen en Noruega.
Otras habían marchado antes que ella y por fortuna ninguna había tenido que regresar, eso era algo bueno, significaba que el país del que procedían no había sufrido ninguna catástrofe natural, ni conflictos bélicos o actos terroristas por los cuales hubiesen perdido sus semillas, no había que preocuparse por nada pero Cicer estaba nervioso, deseaba cumplir con todos los requisitos para volar hasta el ártico, pero , abandonar aquellas instalaciones en las que había pasado tanto tiempo le generaba cierto temor, se había acostumbrado a su sitio en aquella estantería de la inmensa cámara a -18 °C en el Centro de Recursos Fitogenéticos de Alcalá de Henares, echaría de menos a Zea mays a Triticum aestivum y a Secale cereale , las semillas que ocupaban las latas a su alrededor y que la habían acompañado durante aquellos años de frio y oscuridad.
Svalbard debía ser un lugar idílico para el reposo de las semillas, era el mayor deposito del mundo, más de mil metros cuadrados de fríos almacenes para salvaguardar la biodiversidad de los cultivos de todo el planeta. Capaz de resistir bombas, terremotos, erupciones volcánicas y hasta cortes de suministro eléctrico ya que gracias al permafrost tenían garantizada la temperatura entre -3 y -6 °C.
Una vez que Cicer y sus compañeros de lata se aclimataron a las condiciones ambientales del exterior de la cámara llego el momento de la prueba que podía otorgar a Cicer el billete para su ansiado viaje, el ensayo de germinación. Tenían que saber cuántas semillas eran capaces de afrontar los procesos metabólicos y morfogenéticos que las convertirían en plántulas con el poder de transformarse en plantas adultas.
En el laboratorio de germinación todo estaba dispuesto, Cicer pudo ver como el técnico elegía 400 garbanzos al azar, los separaba en grupos de 50 y los colocaba con cuidado entre hojas de papel absorbente según las normas ISTA, los humedecieron con agua y los transportaron hasta las cámaras de germinación, allí estarían como máximo 8 días, y según había escuchado Cicer, aquello debía parecerse al Caribe, disfrutarían de 8 horas de luz a
30 °C y 16 de oscuridad a 20 °C. En ese tiempo sus compañeros tenían la gran responsabilidad de convertirse en plántulas, si al menos el 85% de ellos lo conseguían el pasaje estaba asegurado, Cicer confió en ellos.
Al cabo de cinco días Cicer esperaba impaciente el resultado del primer conteo de la germinación pero no hubo suerte, tan solo pudo ver como contaban y separaban algunas plántulas mientras que las semillas restantes eran llevadas de nuevo a la germinadora.
Y llego el octavo día, el conteo definitivo, la expectación era máxima y el técnico no tardó en anunciar el dato, 92% de germinación.
Si!!! Lo habían logrado, Cicer ya podía prepararse para el viaje.
Fue todo muy rápido, los técnicos metieron las semillas en unos sobres hechos a medida con tres capas de aluminio, hasta 500 semillas podían viajar en cada uno de ellos según las normas del banco mundial de Svalbard, los sellaron, los colocaron en las cajas de transporte e iniciaron el viaje. En unas pocas horas Cicer estaba en el aeropuerto de Svalbard, donde después de pasar un control de seguridad, para comprobar que solo había semillas en el interior de los sobres, pusieron rumbo hacia el banco.
Cuando por fin llegaron, unos operarios llevaron las cajas al interior, a la Sala del Portal, allí esperaron a que todas las cajas fuesen descargadas y a que la puerta que conectaba con el exterior se cerrase, desde ese punto Cicer fue llevado por el largo túnel bajo la montaña “Platåberget” hasta la cámara de la Aurora Boreal, lugar donde el túnel se ensanchaba para poder entrar en la enorme sala de La Catedral desde la que se accedía a las tres grandes cámaras diseñadas para albergar millones de semillas de todo el mundo que, como Cicer, habían ganado su billete.
Desde ese maravilloso día, Cicer, el garbanzo que vio su deseo cumplido, descansa con sus compañeros en la sala 2 de Svalbard con la esperanza de no volver a ver la luz del sol.
Cosmología familiar
En el centro, hay una madre.
En ocasiones se trata de un sistema doble con dos estrellas centrales, es decir, con el padre; aunque este puede estar flotando en el espacio exterior en algún punto incierto (son habituales los agujeros negros trabajo o bar).
A veces de improviso, otras con cálculos meticulosos, aparece un nuevo cuerpo celeste tras acciones combinadas de fusión y de fisión. Acostumbra a permanecer junto a la madre por un tiempo bastante prolongado; la primera parte, de hecho, bien pegado a ella como atraído por un poderoso campo gravitacional.
La recién creada entidad del sistema familiar irá creciendo y tomando forma propia. Habrá besos, risas y juegos con los astros originadores y con otros elementos del entorno.
Luego será golpeada por el meteorito de la adolescencia, que la separará de ellos de manera brusca.
Superadas las turbulencias, de duración variable, los hijos acaban orbitando a su alrededor cual cometas, y regresan muchos domingos para comer con sus universos ancestrales y llevarse tápers.
El proceso de apagado de una estrella central pasa por diferentes etapas. En una de ellas, cual enana blanca se enfría y se vuelve invisible para propios y extraños a pesar del amor en emisión continua durante tantas décadas. Llegado el fin, las lágrimas y los lamentos por los intervalos cada vez mayores entre los perihelios ya no sirven de nada.
Cría cuervos y no siempre te sacarán los ojos
El viento transporta los graznidos de los cuervos por la dehesa. Hombres vestidos con pieles y cabras huyen, mientras otros hombres con hierro, cruces y espadas vociferan. Más tarde, hombres y mujeres encadenados, buscadores de agua y víveres, barcos surcando el océano o esperando vientos propicios para partir. No sé, si son recuerdos o sueños, tanto da. Soy vieja, muy vieja o como se dice ahora “vintage”. En todo este tiempo el sol, la noche, la lluvia y la nieve han horadado mi piel. He sentido moverse la tierra bajo mis pies y he sufrido el azote constante del viento del norte, hasta deformar mi cuerpo. Mi existencia, según algunos, es fruto de la suerte. Azar que aquel cuervo picoteara el fruto adecuado, eligiera la semilla mejor, la estimulara con sus jugos digestivos y luego la defecara en la herida perfecta de la tierra. Otros creen que perseverancia o tenacidad para afianzarme al terreno con mis raíces interminables y conseguir lo que acebuches, granadillos o almácigos querían igual que yo, el agua, ese bien escaso. Pero gané, como el amanecer vence a la noche. Luego mis hojas verdes y pequeñas como escamas empezaron a absorber los rayos del sol y se plegaron mecidas por el viento. Un buen día, sin pensarlo, ni proponérmelo, empecé a producir flores. No os imaginéis esas cosas horteras, de colores chillones y olores perfumados, pensadas para los molestos insectos. Las mías son pequeñitas, las masculinas amarillentas las produzco en los extremos de las ramas y fabrican grandes cantidades de polen, ese mismo viento que me atormenta, me ayuda a su dispersión. Y las femeninas verdosas y redondeadas que se transformarán en frutos. Primero, verdes y luego marrones. Dentro encontraréis mis semillas con una esencia resinosa que atrae no solo a cuervos, sino también a grajas y a mirlos. Ruidosos, sí, pero efectivos. No creas que mi vida es aburrida, contemplo a los pinzones, a los gorriones, a los herrerillos volando y posándose en mis ramas. Antaño los pausados lagartos gigantes merodeaban cerca de mí, hace mucho que no veo ninguno. Esos humanos que vinieron del continente y sus gatos casi los exterminan. La vida en la dehesa transcurre tranquila, de vez en cuando llueve, el sol brilla sin piedad y el viento sopla sin tregua. Veo los arbustos como el ajinajo, el guaidil o el jazmín silvestre, nacer y morir. Mientras, las ovejas y las cabras merodean por la gran llanura. Han ido pasando los años y mi piel, mejor dicho mi corteza se ha ido agrisando, agrietando y curtiendo para resistir a los insoportables insectos. Eso sí, con los líquenes no he podido. No me gustan, pero los tolero como a esos hijos que no quieren independizarse. Aunque sé, que un día me destruirán. “Donde habita el olvido” como dice la canción de aquel cantante que copió mi nombre, estuve durante siglos. Los habitantes del pueblo cercano venían y se llevaban a mis hermanas, más gráciles y esbeltas. Nunca sé qué hicieron con ellas… Gracias a mi cuerpo retorcido y atormentado, me salvé de la muerte. Aunque no me libré de algún hachazo, mis ramas lo testimonian. A vista de pájaro, mi copa elíptica se pliega hacia el suelo y me sustenta como aquel héroe mitológico que rodilla en tierra, sostiene el mundo. No soy la única, pero quizás la más conocida. No buscaba la fama, ni el éxito, pero recientemente muchos humanos vienen a verme. Soy la Sabina de El Hierro.
Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas...
La Dra. Alicia Torres era una renombrada científica que había dedicado su vida a la investigación del cerebro humano. Con años de estudio, había descubierto muchas cosas sobre la forma en que funciona la mente, y estaba convencida de que entendía cómo se conectan los circuitos neuronales. Pero un día, todo cambió. Un equipo de jóvenes científicos presentó una teoría radical que desafiaba todo lo que la Dra. Torres había creído. Según ellos, la conexión entre los circuitos neuronales no era tan simple como se pensaba, y su investigación sugería que los cerebros de los seres humanos funcionaban de una manera completamente diferente a lo que se pensaba. Inicialmente, la Dra. Torres se negó a aceptar la nueva teoría. Pero a medida que comenzó a estudiar más a fondo el trabajo de los jóvenes científicos, se dio cuenta de que tenían razón. Había pasado años trabajando con un enfoque equivocado, y su propia investigación había sido sesgada por sus suposiciones erróneas. Con humildad, la Dra. Torres reconoció su error y comenzó a trabajar con los jóvenes científicos para comprender la nueva teoría. Juntos, desarrollaron nuevas técnicas y tecnologías para explorar los circuitos neuronales de manera más profunda, y descubrieron cosas que nunca habían imaginado. La Dra. Torres se dio cuenta de que, aunque había dedicado su vida al estudio de la mente, aún quedaba mucho por aprender. Aprendió que la ciencia es un proceso constante de aprendizaje y evolución, y que siempre hay más preguntas que respuestas. Pero lo más importante, aprendió que es importante mantener una mente abierta y estar dispuesto a cambiar de opinión cuando se presentan nuevas pruebas y teorías.
Cuéntame como pasó
- ¡Ya ha llegado! ¡Ya ha llegado! - gritaron algunos linfocitos.
Una célula dendrítica, inflada como un globo, se aproximaba a un ganglio linfático donde muchos linfocitos T esperaban ansiosos.
La célula estaba exhausta después de realizar el viaje más importante de su vida: desde el intestino al ganglio mesentérico. Atiborrada de componentes que formaban parte del microorganismo invasor, no dudó ni un solo momento en buscar al linfocito T destinado a ayudarla.
Todos se pusieron en fila, cada uno especialista en actuar contra una proteína concreta. Uno por uno, iban mirando si el componente que tenía la dendrítica era el que ellas conocían.
- ¡Es la mía! - dijo uno de los linfocitos mientras saltaba excitado.
La célula dendrítica no respondió. No podía perder un minuto. Entonces le dijo al linfocito toda la información que traía sobre la bacteria intrusa. Este, que era una célula muy pequeña y redondita, creció de tamaño. De él comenzaron a salir clones idénticos hasta formar un ejército de células, pero con diferentes trajes. Los que llevaban uniforme de camuflaje y metralletas eran los que tenían que volver hacia la región donde se había encontrado por primera vez la bacteria. Eran la primera línea de defensa encargada de destruirla.
- Que todas las quimioquinas se coloquen en los vasos sanguíneos y guíen a estos linfocitos hasta la amenaza - ordenó la célula dendrítica.
Por otro lado, aparecieron otros linfocitos con apariencia de intelectuales. Parecían capaces de recordar cómo era la bacteria durante muchísimo tiempo. Eran los linfocitos de memoria, que se fueron distribuyendo por todos los rincones del organismo.
Y finalmente, allí estaban los linfocitos T foliculares. Los únicos que conocían el idioma que hablaban las células B, las encargadas de producir anticuerpos. Estos solo tenían una misión: encontrar a la célula B específica y contarle todo lo que conocían del microorganismo.
Las células B se pusieron en fila. Todas fueron hablando con los linfocitos T, pero ninguna sabía nada sobre el patógeno. Iba pasando el tiempo y los linfocitos T foliculares parecían estar desesperados. La célula B específica no aparecía por ningún lado.
- Buscadla por todos lados, ¡que aparezca! - dijo la célula dendrítica - Queda poco tiempo. Necesitamos anticuerpos que bloqueen la infección. Las células que se encuentran luchando se están agotando".
En ese momento, todas las células que por allí andaban se fueron en búsqueda de la célula B. La dendrítica no fue menos y fue órgano por órgano para ver dónde se había metido.
Ni rastro en los ganglios del cuello, ni en los de la axila. En el bazo, donde también vivían muchas células B, nadie parecía conocerla.
- Como se haya metido al cerebro… Sabe que por ahí no nos dejan pasar - pensó la célula dendrítica.
Pero de repente, se puso a pensar.
- ¿Dónde puede estar escondida? ¿Cuál es el único lugar donde va una célula B al principio y al final de su vida?... ¡Lo tengo!
Y sin pensarlo dos veces, se puso a correr. El lugar en el que estaba pensando era inhóspito. De hecho, ella llevaba sin estar allí desde su nacimiento.
Cuando llegó, se encontró un montón de células a las que no había visto nunca. Había muchas de color blanco formando el hueso, y dentro un montón de células que acababan de nacer. No le hizo falta avanzar mucho más para verla. Allí estaba, rodeada por dos células que formaban un vaso sanguíneo.
La célula B estaba intentando liberarse. Había querido salir de la médula ósea por una zona muy estrecha y se había quedado atascada.
- Que todas las quimioquinas que se encuentren por la sangre empiecen a tirar de la célula B - ordenó rápidamente la dendrítica.
Todas las quimioquinas cogieron a la célula B y tiraron varias veces de ella al unísono. Cada vez eran más las moléculas que intentaban ayudar a la célula atascada, pero no conseguía salir del atolladero. Todas las células estaban desesperadas. Ya no quedaban más líneas de defensa contra la bacteria.
Y de pronto, la célula dendrítica, como último recurso, empezó a estirar sus tentáculos lo máximo que pudo. Se estiró y estiró hasta ocupar la máxima superficie posible. ¡Y zas! Le metió un empujón tan grande a la célula B que salió disparada por la sangre.
Una vez liberada, le fue pan comido hablar con el linfocito T folicular. Cuando supo todos los conocimientos que tenían sobre la bacteria, se cambió de ropa y se marchó hacia el lugar donde se estaba jugando la batalla. Ahora sí que era capaz de producir anticuerpos.
Hoy en día, solo las células de memoria, las que tenían pinta de intelectuales, son las únicas que recuerdan esta historia. Sin embargo, siguen contándosela al resto del sistema inmune para que no haya ni una sola lucha perdida contra las bacterias.
De cómo la humanidad declaró la guerra a Marte
Ahora sabemos que el motivo por el que la Tierra declaró la guerra a Marte es simple: el incumplimiento de los protocolos de seguridad. Hacía ya tiempo que la Tierra había construido módulos de habitabilidad en Marte mediante el envío de drones obreros. Solamente faltaba poblar la colonia de humanos. Era relativamente fácil llegar, pero cuando enviaron la primera misión tripulada a Marte aún no se había resuelto el problema del regreso. Por eso se mandó a un único astronauta, Rick Batty, con el fin de que sobreviviera allá arriba hasta que se desarrollara la tecnología que permitiera el retorno. Podrían pasar dos años, cinco, veinte, o no pasar nunca. Por eso a Rick le pareció adecuado colar a un perro en la nave para que le hiciera compañía en sus años de exilio.
Ray era un perro mediano, negro, de pelo corto por cuestiones prácticas, de mil razas distintas como suelen ser los perros abandonados a su suerte en las perreras. Le puso de nombre Ray en honor al autor de las “Crónicas marcianas”. Como es tradición, a un astronauta le dejaban llevar a bordo de la nave un cajón con objetos personales para los momentos de nostalgia. Sólo que Rick metió a Ray convenientemente dormido en el cajón, junto con otros objetos que previó que podría necesitar para su cuidado.
A nadie se le ocurrió revisar su equipaje personal. Rick había sido seleccionado cuidadosamente entre cientos de aspirantes. Era el mejor entre los mejores y nadie pensó que pudiera cometer semejante imprudencia. Por otra parte, Rick no era un inconsciente. Había hecho miles de cálculos y previsto todas las situaciones posibles. La nave espacial contaba con raciones de comida, oxígeno, espacio, mecanismos de evacuación de residuos y otras tantas cosas como para transportar a más de diez pasajeros, en previsión de posibles contingencias y con el fin de poder reutilizar la nave en futuras expediciones. Estaba todo calculado para que humano y cánido pudieran coexistir plácidamente durante los nueve meses de travesía espacial. Y una vez en el destino no habría mayores problemas, ya que Rick conocía como la palma de su mano los módulos de habitabilidad instalados en Marte, y estos eran un pequeño complejo hotelero unipersonal bastante cómodo. Y no se equivocó Rick en sus cálculos y previsiones, ya que el viaje fue como la seda y Ray fue un magnífico consuelo en los momentos más duros del aislamiento.
Y así, tras el aterrizaje, llegó el momento de dar el primer paso en suelo marciano. Rick ató a Ray a un asidero del módulo espacial justo antes de entrar en la cámara de descompresión. Vestido con traje y casco realizó los procedimientos adecuados y se plantó frente a la compuerta que lo separaba de la superficie. Activó la cámara de su casco para grabar el momento más solemne de la historia de la humanidad, respiró hondo y abrió la escotilla.
Nadie sabrá nunca cómo, pero Ray, inadvertidamente, se había librado de su atadura y colado en la cámara de descompresión. Al abrirse la puerta y ver por fin una salida al exterior tras meses de cautiverio, salió disparado con un ansia salvaje entre las piernas de Rick, convirtiéndose en el primer ser vivo conocido en pisar suelo marciano. Debido al sobresalto, Rick perdió el equilibrio y cayó al exterior, rompiéndose el casco al golpear contra un peldaño de la escalera metálica de descenso. Ray, sin ningún tipo de protección contra la exigua atmósfera marciana, a los pocos pasos de su carrera se dio cuenta instintivamente de que algo no iba bien. No podía respirar. Giró bruscamente de vuelta a la nave y se abalanzó sobre su amigo en busca de socorro, pero éste boqueaba en el suelo tratando de llenar los pulmones.
Las únicas imágenes que recibió el control de la Tierra fueron las de la puerta del módulo espacial abriéndose, el astronauta cayendo de bruces contra la escalerilla de descenso y luego una imagen fija del extraño cielo marciano. Tras unos segundos, una criatura horripilante, oscura, babeante, con los ojos inyectados en sangre y la mandíbula desencajada aparecía por un extremo de la imagen, se acercaba rápidamente y todo quedaba en negro.
Se tardó muchos años en enviar una segunda misión al planeta rojo, pero esta vez no se mandó a un hombre, sino a un escuadrón armado hasta los dientes con el fin de tomar por la fuerza ese planeta hostil.
De vocación, arqueóloga
Dicen que las vocaciones nacen en nosotros cuando somos pequeños. Descubrirlas puede convertirse en un desafío, pero también en algo maravilloso.
Esta es la historia de una niña que quería ser arqueóloga. No como las de las películas, sino de las que recorren kilómetros buscando nuevos yacimientos GPS en mano, de las que visten botas y pantalones de trabajo cuando salen a campo. De las que llevan bata blanca en el laboratorio y pasan horas lavando y dibujando cerámica. Quería ser una de esas mujeres que investigan el pasado, una científica.
Todo empezó en la escuela. Triana tenía 8 años cuando dos jóvenes arqueólogas aparecieron un día en clase y les contaron cómo a través de los restos que dejaron nuestros antepasados podemos saber cómo vivían, cómo vestían, qué comían, e incluso, a qué jugaban. Por sus manos pasaron durante esas horas fragmentos y reproducciones arqueológicas de Terra Sigillata, un tipo de cerámica que utilizaban los romanos.
— Esto se parece al bol donde tomo mis cereales, pero mucho más bonito — le dijo a una de las arqueólogas.
Ella sonrió. Y le contestó: — Sí, a través de la cerámica, aunque esté fragmentada, podemos conocer datos sobre la alimentación, la vida cotidiana, el comercio y tener mucha información de las gentes que vivieron, en este caso, hace casi 2000 años.
Triana la miró entusiasmada y siguió completando esas fichas que permitían registrar todos los datos de los materiales arqueológicos.
— Tengo que apuntar todo bien, porque sino los arqueólogos del futuro no podrán comprender bien esta información. La arqueóloga me ha explicado que el registro es fundamental en arqueología — se dijo a sí misma.
Ese día, cuando su madre la recogió después de clase, solo podía hablar de todo lo que había aprendido con las arqueólogas: había excavado, había descubierto objetos que tenían cientos de años, había aprendido que a través de un pequeño fragmento de cerámica se pueden conocer muchos datos de una sociedad pasada.
— Mamá, yo quiero ser arqueóloga, quiero investigar el pasado, como esas chicas que vinieron hoy a la escuela — le dijo.
— No te preocupes, hija, cuando seas mayor, podrás hacerlo. Tendrás que estudiar mucho, porque tienes que aprender muchas cosas para ser una buena arqueóloga, pero lo conseguirás — le contestó su madre.
Los años pasaron y Triana seguía con esa idea en la cabeza. Libros y más libros fueron llegando a sus manos como regalo de Navidad. Excursiones a visitar yacimientos con sus padres, la visita al Museo Arqueológico Nacional. Cada vez amaba más la arqueología. Sin duda, uno de los días que quedó grabado en su memoria para siempre fue la visita a un yacimiento arqueológico en un pueblecito de Burgos. Un joven arqueólogo contaba apasionadamente todos los hallazgos que habían hecho durante las campañas de excavación de una fortificación medieval. Triana escuchaba al muchacho sin pestañear, tratando de retener toda la información posible. Cuando terminó de hablar, se acercó a él y le dijo:
— Hola, soy Triana, tengo 12 años. En unos años vendré a excavar contigo.
El chico sonrió y le dijo: — Claro, serás bienvenida. Toma esta camiseta del proyecto de recuerdo.
— Oh, ¡Gracias! — respondió entusiasmada.
Esa camiseta se convirtió en su favorita durante todo el curso siguiente, hasta que, un par de años después, cuando se le quedó pequeña, decidió guardarla en un cajón como recuerdo de ese día especial.
Ya en bachiller, sus compañeros de clase le decían que cómo iba a trabajar de eso, si no es una profesión y, además, es algo de Letras. Pero ella no desistió. El 8 de septiembre empezó el grado de arqueología. Diez años después, esa niña ya no es tan niña, pero descubrir el pasado sigue siendo su pasión.
El día que por fin pudo ir a su primera campaña de excavación, dentro de las prácticas de la universidad, eligió aquel yacimiento en Burgos que visitó de niña. Y llegó su primer día en la excavación. Su mente se trasladó casi una década atrás en el tiempo. Los nervios se acumulaban en ella. Volvía al lugar que le inspiró. Y allí estaba, ese arqueólogo que conoció cuando era solo una niña, un poco más mayor.
— Tu cara me suena — le dijo. — ¿Nos conocemos?
— Soy Triana, esa niña que vino hace años con sus padres y a la que regalaste una camiseta del proyecto después de la visita.
— ¡Madre mía! Al final lo conseguiste, estás luchando por tus sueños.
— Sí — le respondió ella. — Estoy estudiando el grado de arqueología. Todavía me falta mucho por aprender, pero algún día espero convertirme en un referente para otras niñas que quieran estudiar el pasado, como tú y las investigadoras que vinieron a mi colegio lo fuisteis para mí.
Descongelando un cadáver
Sí, lo sé. Primera regla de seguridad: no se debe trabajar nunca sola en el laboratorio y menos tan tarde. Pero, entre tirar a la basura, literalmente, el trabajo de los últimos meses y hacer unas horas extras… ¿Qué elegirías? Yo lo segundo, sin lugar a dudas.
Y así fue como se me hizo pasada la medianoche cuando acabé al fin mis extracciones de lípidos. Sonreí, cerré la botella de cloroformo y apagué la campana extractora. Desenchufé la radio que me hacía compañía a aquellas horas, y que alertaría de mi presencia al vigilante en caso de perder el conocimiento por inhalación accidental dicho disolvente. Guardé las muestras en el congelador, me quité los guantes de nitrilo y me desabroché la bata. Regresé a la oficina a por mis cosas. Estaba oscuro, pero las luces se iban encendiendo automáticamente a mi paso. Aquellos pasillos silenciosos eran el escenario perfecto para una peli de terror. Una de las lámparas comenzó a parpadear. Tragué saliva. Esa era la parte en la que solía morir la víctima, degollada por algún psicópata que había logrado colarse en las instalaciones de alta seguridad, para robar los resultados de una investigación en curso de altísimo valor. ¿Estaría yo también en el lugar equivocado en el momento más inoportuno? No sería la primera vez…
Deseché aquellos pensamientos de mi mente. No veía la hora de llegar a casa y tumbarme en la cama cual nutria río abajo, al menos unas horas. Sí, al día siguiente me tocaba madrugar de nuevo. Estaba en mitad del proyecto que cambiaría mi vida y no podía bajar el ritmo. Mi estudio consistía en evaluar los efectos de determinados contaminantes emergentes, como fármacos o pesticidas, en cultivos de células que simulaban órganos reales, a las concentraciones a las que se encuentran estos compuestos habitualmente en los ríos. Los modelos in vitro para los ensayos toxicológicos están ganando mucho auge en los últimos años, y yo estaba desarrollando un método que permitiría reducir las experimentaciones con animales a la vez que desentrañar las incógnitas sobre los efectos que dichos contaminantes causan en nuestro organismo y en el medioambiente.
Que me pagaran las horas extra era impensable, pero si al menos tuviera un sueldo decente… La vida como doctoranda era bastante sacrificada. Se trataba de una profesión que requería una dedicación plena, como un bebé. Y lo peor de todo, es que era adictivo. Cuanto más investigabas, más cerca parecías estar de encontrar respuestas, y más querías seguir investigando, sacrificando tiempo personal. Tampoco ayudaban ni el sistema académico ni la presión por publicar. Publica o perece, ese era el lema, uno con el que no estaba nada conforme. Yo aún no tenía ningún artículo publicado, aunque estaba trabajando en varios experimentos a la vez; era una desconocida en el mundillo, pero no dejaba de repetirme que aquella era una carrera de fondo.
Revisé que lo tenía todo en mi bolso: móvil, cartera, bono de metro… Mientras caminaba hacia la salida, me di cuenta de que el fluorescente oscilante se había fundido por completo. Lo que faltaba. Con la respiración entrecortada, aceleré el paso. De pronto, un olor nauseabundo llegó hasta mi nariz. Provenía del piso de abajo, de la sala de los congeladores de -80°C. Vale, aquella era otra coincidencia sin importancia, me repetí. Sí, ciertamente olía a cadáver, pero también podría ser parte de algún experimento en marcha que emitiera algún gas maloliente. No sería la primera vez que olores desagradables se colaban por los conductos de ventilación.
No obstante, la curiosidad, la misma que mató al gato, me impulsó a echar un vistazo.
Bajé las escaleras con sigilo. Estaba a punto de asomarme al laboratorio con olor putrefacto, respirando a través de la manga de mi jersey, cuando sentí una presencia a mi lado. No había oído pasos acercarse. Me dije a mí misma que era fruto de la paranoia. Traté de tranquilizarme. Miré con el rabillo del ojo a mi alrededor. No había nadie. Suspiré aliviada. Di un paso hacia el interior del laboratorio. El corazón me latía muy fuerte. Paralizada, ahogué un grito…
Cuando el jefe del laboratorio de la tercera planta llegó aquella mañana al alba, subió corriendo a la sala de congeladores para evaluar los daños. Al llegar a la escena del crimen, el hombre se llevó las manos a la cabeza y masculló una ristra de palabrotas. Un dolor penetrante le atravesó el pecho. Por un instante, temió sufrir un infarto.
Observó el congelador en vías de descongelarse con angustia. Meses, si no años, de trabajo pudriéndose… Trató de recomponerse y comenzó a observar los desperfectos. Las muestras de vísceras de ratón tenían mala pinta, pero quizás todavía estaba a tiempo de salvar los cerebros… Se arrodilló y se puso manos a la obra.
Despedida
Año 2130. Metrópolis de Hispania.
Faltaban tan sólo treinta minutos para que la nave saliera. Tomás estaba bastante
impaciente ya que había estado entrenando para este momento durante cerca de siete largos
años. Era un adolescente de 18 años, gozaba de muy buena salud y muy avezado.
Como consecuencia de la emisión de gases contaminantes a la atmósfera, sobre-explotación de los recursos naturales y la toxicidad del suelo debido a la última guerra entre varios estados, el planeta Tierra había sufrido una funesta degradación que no permitía mucho margen de maniobra a los gobernantes.
De las cinco grandes metrópolis que componían la Tierra, cada una mandaría cinco
chicos y cinco chicas jóvenes al nuevo planeta descubierto recientemente por la
Agencia Espacial Deltoides llamado Acchotis 95F. Planeta con un tamaño
inferior a la mitad de la Tierra pero, con buenas condiciones de habitabilidad. La
idea era crear una colonia humana que permitiera la perpetuación del ser humano.
En los últimos 10 años se habían probado multitud de técnicas para la limpieza del
planeta. Uso de materiales biodegradables, drones que absorbieran los gases de
efecto invernadero y los transformaran en vapor de agua, androides muy resistentes
para la extracción de residuos nucleares. Todo ello resultó insuficiente. El colapso medioambiental era tan elevado que no había opción posible en volver atrás. El envío de embajadores espaciales a nuevos planetas era la única esperanza.
- ¡Tomás! ¡Alexia! ¡Mefisto! ¡Bea! y ¡Jana! Seréis los primeros- comentó el capitán
Ramírez con voz queda. Era un tipo con apariencia apuesta, ojos penetrantes y
nariz prominente. A su lado se encontraba un androide dándole actualizándole la información.
Tomás debía despedirse de su maravilloso planeta así como de sus
padres. Nunca más volvería a verlos. Le entristecía mucho. Le habían dado todo
lo que unos padres podrían darle a un hijo y tenía que dejarlos. Se aproximó a ellos para fundirse en un cálido abrazo, las lágrimas estallaron en sus ojos, seguidos de unos profundos y desgarradores sollozos.
El capitán Ramírez no paraba de instar a los grumetes espaciales a embarcarse en
la nave:
-¡Embarcad! ¡Embarcad ya! Es hora de partir, no podemos demorarnos o
perderemos la ventana de lanzamiento- pronunció imperativamente.
Tomás y sus compañeros se despegaron de sus familias con pesadumbre y se
dirigieron a la pasarela de acceso al majestuoso aparato. En su parte exterior se
componía de paneles metálicos de color plateado; cuatro hileras verticales de luces
LED, de arriba a abajo, las cuales cambiaban de intensidad y color
permanentemente. Le conferían un aire atractivo a la vista.
Cuando se encontraban los cinco muy próximos a la puerta de acceso, se oyeron
gritos de ánimo entre los asistentes -¡Ánimo compañeros! ¡Os merecéis la gloria
eterna!- se oía decir. En ese instante, Tomás miró hacia su madre y cruzaron sus
miradas, no pudieron mantenerlas, era demasiado doloroso. Seguidamente, la
gente estalló en un estrepitoso aplauso que acompañó a los jóvenes hasta el
interior.
Una vez dentro, se colocaron en sus puestos, en una hilera de cinco asientos
(mirando al cielo) para el despegue. Una voz proveniente de uno de los droides
dijo:
- ¡Agente 4RJK9 informa de que faltan diez minutos para lanzamiento!- Tomás y
sus compañeros comenzaron a repasar los procedimientos y el plan de vuelo en
voz alta. La nave alcanzaría 5000 km/h en los primeros 20 s, gracias a sus trajes
espaciales podrían soportar esa aceleración.
Nuevamente, el droide se aproximó y dijo – ¡Agente 4RJK9 informa de 2
minutos para despegue!- Su voz metálica sonó como si de un eco se tratara en la
cabeza de Tomás. Ya sólo le quedaba concentrarse en su titánica misión de poblar
un planeta virgen con su equipo. No obstante, aún faltaba, se encontraban a cinco años
terrestres para su llegada.
Divergencia
“Tiene forma de T. La puerta tiene una gran forma de T. Y no quiero pasar por ella. ¿Quién haría una puerta con forma de T? La T podía cambiarse tan rápidamente por una C. La C tiene forma de boca y te puede comer, pero es peor la G. Sólo tiene un diente. ¿Cómo comes con un solo diente?. Royendo, desgarrando poco a poco contra la otra encía los tejidos más blandos primero. Epidermis, dermis… Luego el dulce y jugoso músculo aunque el tendón es demasiado duro. Tarda. No quiero que la puerta tarde en comerme.“
Su mente bullía haciendo los cálculos de la probabilidad en la que una Timina podía sufrir una mutación por una Citosina; y a su vez la probabilidad de la mutación de la Citosina en una Guanina.
En general, la tasa de mutación es muy pequeña. A veces, los biólogos la toman por poquita cosa y dan por hecho una tasa más o menos común. Eso es lo fácil, en el ser humano. Pero Ernesto, no podía desestimarla. Tenía muchos análisis que hacer. Tenía que calcular el tiempo que había pasado desde que dos poblaciones de langostas se separaron. O divergieron cómo malamente explica conocidos y amigos. Cómo cuando salían a tomar algo, en los pocos momentos que el doctorado le dejaba libre, él de verdad que lo intentaba. Realmente, él se esforzaba. Al menos, al principio. Pues sólo obtenía preguntas a cambio. “¿Cómo tardas tanto tiempo?”. “¿Eso para qué sirve?”. “¿Pero tú cobras por esto?”. Preguntas y silencios. A veces él también se hacía esas preguntas. Y le entraban prisas por poder darle un todo a su tesis, conseguir concretar el trabajo de todo ese tiempo no sólo para sus conocidos si no también para él mismo. Pasar de muchos datos a la pieza de conocimiento. Y por ello siempre tenía las prisas detrás de su nuca haciéndole avanzar más rápido, apresurado, intenso.
Esas emociones seguían en su cuerpo, en el estado latente que la pesadez mental que las pantallas de ordenador otorgan, cuando encontró un programa. Un script, un pequeño código, que le permitiría continuar su trabajo. Se había preparado su café esa mañana, para quitar ese velo insoportable e improductivo de encima y se había dedicado a navegar. Por la red claro. Ernesto lo había recuperado de foros de la web, sorteando todas las trampas que las antiguas construcciones dejaban a los Indiana Jones cómo él. Antiguos hilos de emails que habían pasado de moda mientras él ni había entrado en la carrera, enlaces rotos o que llevaban a callejones húmedos, sin salida, claustrofóbicos. Allí estaba el script, escrito por un anónimo en una respuesta a una petición en un foro de bioinformáticos de finales de los 90; dos horas después de comer. Estaba en un lenguaje de programación muy antiguo, Kobold. El café llevaba varias horas frío, y tocaría volver a calentarlo para trabajar en esto. Apenas entendía lo que estaba escrito. Pero le entró curiosidad. Y decidió probar con sus datos. Era tarde cuando terminó de cambiar el formato de sus datos y lanzó el programa. Parecía funcionar. Las letras se iban sucediendo. Por alguna razón quien lo programó no quitó las funciones para imprimir en pantalla, funciones que usas para ver cómo se ejecuta el programa, para ver sus entrañas funcionando. Todas las posiciones de sus muestras de ADN se estaban imprimiendo en pantalla. Oleadas de A, C, T y G; cambiantes, serpenteando en una cascada infinita. Su café se había helado, otra vez. La oficina era un cementerio de monitores con la luz de la tecla de encendido a medio gas. Seguían ejecutándose esas malditas letras bajo la mirada de Ernesto. Algo no iba bien, sus archivos no eran tan grandes y probablemente sólo estaba viendo un bucle infinito. Trató de matar al comando, pararlo con otro comando. Y lo consiguió. Por un momento de respiro. Las constantes letras continuaban corriendo por la terminal formando patrones imposibles que desafiaban a toda lógica que una pantalla bidimensional podía ofrecer. Formaban vida bajo sus ojos, vida libre. Vida que rompía con la dimensión de unos y ceros, que se desbordaba por la pantalla expulsando el fétido hedor del coltán quemando el chip del ordenador.
Ernesto tenía 27 años cuando sus compañeros de doctorado descubrieron a su colega desmayado sobre el monitor por un colapso nervioso. Ernesto tenía 27 años cuando pasó por la puerta con forma de T del psiquiatra de la seguridad social. Ernesto tenía 27 años cuando descubrió lo que no debía en un viejo programa compartido por un anónimo de internet.
EL ALFARERO DE MUNDOS
Todavía siento sus manos acariciándome.
Él me hizo de arcilla roja, saturada de óxido de hierro, moldeó mi superficie con sus arrugas y así soy yo: tosco, abrupto, rojo, terroso… Pero hoy admiro con mis siete hermanos el milagro del nacimiento de nuestra hermana.
Ellos, dicen, que serás la más hermosa. Han visto al viejo preparando barnices con blanco de titanio, azul de cobalto y verde de cromo… antes no lo había hecho. Para el más pequeño de nuestros hermanos había mezclado azul de vanadio con la arcilla, pero su superficie se quedó mate…
Ahora prepara el barro con sumo cuidado, lo amasa y lo mezcla con cenizas y agua. Acaricia la pasta, y cuando llega al punto óptimo de maleabilidad te coloca encima del disco y comienza a mover el torno impulsando la rueda con su tosco pie descalzo.
Te miramos embobados dejando que nuestros sueños te imaginen al tiempo de cada giro de rueda.
Vas tomando forma en cada acaricia de sus manos, redonda como nosotros, aunque, quizás, un poco achatada. Eres más pequeña que yo, eso sí, por ahora tu piel es rojiza como la mía.
El viejo te coloca dentro del horno casi sin rozarte para evitar que tu superficie se lastime y te tapa con cascotes y tierra. Cierra la puerta de la cámara de horneado con más barro para no dejar ningún resquicio que pueda estropear la cocción. Nos deja mirar por la mirilla y vemos cómo la potente llama que produce la leña te empieza transformar.
El fuego nos hechiza.
El alfarero decide que ya estás. Te saca del horno y observa si tienes grietas, alguna ha quedado, pero te acaricia y sonríe. Te coloca sobre su mesa de trabajo y empieza con suma delicadeza a barnizarte con su mejor pincel: azul para el mar, verde para los bosques, blanco para la nieve y las nubes…
Sí, mis hermanos tenían razón, realmente eres hermosa hermana TIERRA.
El artificio de la inteligencia.
A mi padre, mi mayor fuente de inspiración pasada, presente y futura.
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—Mariquilla, hija, un día me tienes que explicar bien la teoría de cuerdas.
Otra noche más, con la cena a punto, sentados en el jardín de casa y el olor de los naranjos en flor recordándonos que de nuevo es primavera en Córdoba.
—¡Qué pena no saber nada de ciencia para poder entender la teoría de la atracción en la que tanto creo! Pero antes eran otros tiempos…Mi padre, tu abuelo Kiko, siempre me dijo que debía ser maestro, hacer una oposición y tener una vida mejor que la que él llevaba, trabajando de día como carpintero ebanista y de noche en Renfe.
Mi querido abuelo se une a la velada. Trae un hoyo de pan con aceite y ya se relame antes de catarlo. —Mari, chiquita, parece que va a llover, ¿te traigo un saquito?
Su voz me suena lejana.
—Papá, te lo he dicho mil veces: lo que lees en ese libro de “El Secreto”, sobre el pensamiento positivo y cómo eso influye en los resultados deseados en nuestra vida, nada tiene que ver con la teoría de cuerdas que, para empezar, a diferencia de la ley de la atracción, es una teoría con base científica, que pretende unificar las leyes de la física cuántica del mundo subatómico, con las leyes de la física clásica (ley de la gravedad). ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra?
—Ay Mariquilla, ¡cuánto tienes que aprender todavía! En este mundo todo y todos estamos conectados. Sé que soy profano en la materia pero he leído que desde que se desarrolla la física cuántica, lo que se pensaba separado, desconectado, se demuestra estar relacionado. Somos materia y energía, y según somos y nos comportamos impactamos en nosotros mismos, en los demás y en el resto del mundo.
De repente el olor a azahar se confunde con el dulce y afrutado olor a jazmín, y como tantas otras veces me parece estar viviendo un déjà vu. Me abstraigo por momentos de la conversación y vuelvo a mi infancia en Posadas. ¡Curioso el poder de la conexión olfato-hipocampo para relacionar olores y vivencias y transportarnos a otros lugares, a otros momentos!
—¡Tienes que confiar más en tu padre!— me interpela con voz firme a la vez que cálida. —Leo a tus maestros: Wolfgang Pauli y David Bohm, "el del orden implicado", defendían la sincronicidad como la unión de los acontecimientos interiores y exteriores de un modo que no se puede explicar pero tiene cierto sentido para la persona que los observa.
—Pero papá, que la ley de la atracción no tiene ningún fundamento científico, que te lo digo yo que he estudiado física.
—A ver lis-ti-lla, Newton y otros contemporáneos suyos ya hablaban de un mundo interior y un mundo exterior aunque aún no sabían que estaban conectados. Si no, ¿cómo explicas tú que los días que te levantas con actitud positiva te pasan cosas buenas y los días que te levantas con el pie izquierdo todo te sale mal? Einstein, Böhr, y otros físicos de renombre lo decían bien claro: “el observador influye en lo observado”. Lo que hay en tu interior tiene un impacto directo en lo que ocurre a tu alrededor. Mira Mariquilla, tengo la certeza de que todo ocurre por algo, hay que estar atentos, con ojos curiosos y mentes despiertas para darnos cuenta que lo que creemos casualidades son realmente causalidades. Somos energía, frecuencia, vibraciones, ya lo decía Tesla. Si entendemos esto llegaremos a una comprensión más profunda del Universo y de nosotros mismos. Somos energía y materia, materia y energía. Cuando ya no esté físicamente en este mundo, mi energía fluirá y seguiré teniendo un impacto en ti, en tus hermanas, en todas las personas que quiero y en el resto del mundo.
—¡Ay papá, no hables así!, nos quedan aún muchos años por delante y muchas conversaciones de física, de metafísica, de lo humano y lo divino, compartiendo un buen salmorejo y un valgas fresquito.
Un destello, un estruendo, cambia el viento de repente, caen las primeras gotas, se va la luz.
Oscuridad absoluta.
—¿Papá?, ¿Kiko?, ¿papá?, ¿papáaaaaa?— Y es entonces cuando caigo de nuevo en la cuenta, vuelvo a la realidad y resuenan en mí las palabras de todos los que ya me avisaban entonces: “no es buena idea; el metaverso, la inteligencia artificial, no te los van a devolver”...
Ya no huele a jazmín, ni a azahar, ya no es primavera.
Seco de nuevo mis lágrimas ya secas mientras vuelvo de otro viaje virtual, y me repito como un mantra: somos materia y energía, energía y materia, todos estamos conectados, nada pasa por casualidad…
¡Cuánto te echo de menos papá!
By Mariquilla
1/6/2023
El efecto Hidroxi: cómo el neurotransmisor del amor cambia nuestro cerebro
La molécula de la felicidad, cuyo nombre científico es 5-hidroxitriptamina, pero es conocida comúnmente como "Hidroxi", era un neurotransmisor que siempre estaba presente en el cerebro humano, regulando el estado de ánimo y la felicidad. Un día, mientras estaba en su rutina diaria, Hidroxi sintió una emoción intensa que nunca había experimentado antes. Su cuerpo empezó a temblar y sus impulsos nerviosos se aceleraron. Sabía que algo estaba sucediendo, pero no podía entenderlo.
Hidroxi se movió rápidamente por el cerebro, pasando por diferentes áreas que comenzaron a activarse. La corteza prefrontal, la amígdala y el núcleo accumbens eran algunas de las áreas que se estaban iluminando con una intensidad especial. Era como si una tormenta eléctrica hubiera golpeado el cerebro humano. Finalmente, Hidroxi llegó al área central de la emoción y la felicidad, conocida como el "centro de recompensa cerebral". Allí, encontró una gran cantidad de dopamina, otro neurotransmisor que también estaba relacionado con el placer y la felicidad.
- ¡Vaya, vaya! Parece que alguien ha encontrado el amor de su vida -dijo la dopamina con una sonrisa irónica.
- No lo sé, nunca había sentido esto antes -respondió Hidroxi, todavía temblando por la emoción.
- Bienvenido al club -respondió la dopamina-. Es lo que llamamos el "efecto de enamoramiento". Cuando te encuentras con alguien que te atrae, el cerebro libera dopamina, norepinefrina y otros neurotransmisores que te hacen sentir bien.
- Lo entiendo ahora -dijo Hidroxi-. Pero, ¿qué puedo hacer para mantener esta sensación de felicidad?
- No hay garantía de que esto dure para siempre -respondió la dopamina-. Pero si quieres mantener la conexión con esa persona, debes seguir activando estas áreas cerebrales. Esto se puede hacer de diferentes maneras, como la conversación, la cercanía física o la intimidad emocional.
- Entiendo -dijo Hidroxi, decidida a hacer lo que fuera necesario para mantener la sensación de felicidad.
Desde ese día, Hidroxi se convirtió en un neurotransmisor más consciente de su papel en la felicidad humana. Siempre estaba buscando maneras de activar las áreas cerebrales que le habían dado la sensación de amor y felicidad por primera vez.
- ¿Cómo puedo ayudarte hoy? -preguntó Hidroxi a la dopamina un día normal en el cerebro.
- Hoy, tenemos una tarea especial -respondió la dopamina-. El cuerpo humano va a encontrarse con esa persona especial de nuevo, y necesitamos asegurarnos de que todo salga bien.
- Entendido -dijo Hidroxi, moviéndose rápidamente a través del cerebro, activando las áreas cerebrales que se asociaban con la felicidad, el placer y la emoción.
Cuando el cuerpo humano finalmente vio a esa persona especial, Hidroxi sintió una oleada de emoción abrumadora. Las áreas cerebrales se encendieron, la dopamina aumentó, e Hidroxi sintió que estaba volando. Era una experiencia tan poderosa que ni siquiera podía expresarse con palabras.
- ¿Ves lo que hiciste allí? -preguntó la dopamina con una risita-. Esa persona nunca va a dejar de pensar en ti.
- Realmente no puedo expresar lo que siento -respondió Hidroxi con asombro-. ¿Cómo puedo mantener esta sensación?
- La clave es la conexión -respondió la dopamina-. Necesitas seguir activando estas áreas cerebrales a través de la interacción. Hablar, tocar, sentir la cercanía, mantener una buena relación emocional, todas estas cosas son importantes para mantener la sensación de felicidad.
- Lo entiendo -dijo Hidroxi, decidida a hacer lo que fuera necesario para mantener la sensación de felicidad.
Con el tiempo, Hidroxi se dio cuenta de que la conexión emocional era lo que realmente importaba en el amor. Ya no se trataba sólo de activar áreas cerebrales para sentir el placer, sino de mantener una relación fuerte y saludable con la persona amada.
- ¿Estás feliz ahora? -preguntó la dopamina después de un tiempo.
- Sí, estoy feliz -respondió Hidroxi con una sonrisa-. Pero es diferente ahora. Ya no es sólo por la emoción del enamoramiento, sino por la conexión emocional real que hemos construido.
- Eso es lo que llamamos amor -respondió la dopamina con una sonrisa-. Y es una de las sensaciones más poderosas que puede experimentar el cerebro humano.
Hidroxi se sintió agradecida de haber encontrado su camino hacia la verdadera felicidad. Ahora sabía que el amor no era sólo una emoción, sino un camino hacia la conexión emocional y la felicidad duradera. Y estaba lista para seguir guiando al cuerpo humano hacia esa felicidad cada vez que fuera necesario.
El fútbol o la Ciencia
V andaba realmente preocupado porque su equipo de toda la vida, uno de los considerados grandes (o quizás no tanto, pero para él sí lo era), estaba luchando por no descender de categoría, algo que en otra época habría considerado una tragedia, y que ahora, pese a ser mucho más maduro y maleable, todavía le resultaba de una incomodidad manifiesta.
No obstante, V decidió mantener la calma y aprovechar su conocimiento de otra de sus grandes pasiones, la Ciencia y concretamente la Estadística y las predicciones. Por tanto, la semana “de reflexión” previa al último y decisivo partido, la dedicó a revisar los pronósticos realizados con las más sofisticadas técnicas conocidas.
Debemos realizar un inciso en este punto para aclarar que V no es el típico aficionado que se deja influir por los supuestos expertos que fundamentan sus vaticinios en pura subjetividad o, en el mejor de los casos, en burdos modelos probabilísticos frecuentistas o en simples tendencias lineales sustentadas en el pasado más reciente, con todos sus sesgos y limitaciones a flor de piel.
Por tanto, V enfocó sus análisis a técnicas algo más sofisticadas y cuya fiabilidad había sido ampliamente probada en casos previos. En primer lugar, echó mano de la teoría de la “sabiduría de las masas” para, consultando algunos de los más prestigiosos foros de versados pronosticadores, concluir que la probabilidad de descenso de su equipo estaba en torno al 5%, por supuesto teniendo en cuenta un cierto margen de error, nunca desdeñable. Este resultado tranquilizó en cierta medida a V, pero no lo suficiente: “Es una probabilidad baja, pero ni mucho menos insignificante”.
En segundo lugar, confió en un modelo heurístico de simulación con múltiples parámetros (probabilísticos, por supuesto, y basados en variadas distribuciones aleatorias, ya hemos aclarado que V no es simplista) que tenían en cuenta el desempeño probable de los diversos equipos implicados en el descenso, los correspondientes árbitros designados para los partidos, y un nada despreciable componente azaroso. Es fútbol, al fin y al cabo. Las probabilidades que ofrecían estos escenarios fluctuaban en un entorno ligeramente superior al 5%.
Por último, acudió a un complejo modelo de aprendizaje profundo, tan de moda en los tiempos recientes, para tratar de desentrañar la gran pregunta. Tardó unos días en entrenarlo y conseguir los primeros resultados con sus consiguientes validaciones, pues no quería incurrir en sesgos innecesarios. De nuevo las probabilidades andaban cercanas al 5%, aunque ligeramente más bajas, lo cual contribuyó a calmar su inquietud.
El día del partido, V acudió pertrechado con su camiseta y su bufanda a presenciar el decisivo encuentro donde su equipo y el contrincante de turno dirimirían la rivalidad oportuna, con cierta intranquilidad atenuada por sus sesudos análisis previos, y sin duda con un nivel de ansiedad bastante menor que el del resto de aficionados de su equipo, que al fin y al cabo seguían en su ignorancia al respecto. Cuántas ganas tenía de aleccionar a los pobres fans que asistían compungidos al devenir de los minutos sin el ansiado gol de la victoria y la salvación, con un “Tranquilos, al fin y al cabo, la probabilidad está por debajo del 5%”).
Pero los minutos seguían consumiéndose inclementes, y el suspense iba mudando en drama por momentos, aumentando la inquietud de la gente y socavando la confianza de V de tal forma que, inconscientemente, sus pensamientos migraron hacia una revisión mental del proceso seguido en el análisis de las probabilidades, buscando algún posible error o sesgo imprevisto, que hubiera alterado de forma sensible los resultados.
Tal fue la inmersión en sus devaneos mentales que, obviamente, dejó de prestar atención al juego y pasados unos minutos le sorprendió un “¡Gooooooool!” abrumador, y los improvisados abrazos de sus eufóricos compañeros de asiento, dado que, ya en el tiempo de prolongación, una jugada confusa y accidentada había acabado con el balón en el fondo de las mallas, lo cual suponía la hasta entonces esquiva salvación.
En su camino de vuelta a casa, entre espontáneos abrazos y miradas cómplices con el resto de fervientes y exultantes aficionados, aliviado pero aún algo turbado, V pensaba en hasta qué punto seguía creyendo más en la Estadística o en la gloriosa incertidumbre del deporte, en la tan recurrente disyuntiva entre razón y pasión, en los grandes interrogantes de la vida que tan pronto se encierran o quedan al descubierto en una ecuación o en estadio de fútbol.
El gato negro
"Cuando el profesor Erwin Schrödinger acudió al refugio de animales TierQuarTier, jamás hubiéramos podido presagiar sus perversas intenciones. De lo contrario, no habríamos aceptado con tanta facilidad la adopción de Tinker, un precioso macho europeo de pelaje negro azabache, seis meses sin suerte en adopción.
Pensamos que era una gran oportunidad ¿Cómo vaticinar tal aberración de un distinguido profesor de Física y Filosofía, tan admirado entre los vieneses?
Dentro de esta caja -según testimonio del propio Schrödinger-, se encuentra el cuerpo de Tinker. En una ampolla de vidrio, colocó a su vez una sustancia volátil venenosa, sobre la cual suspendió un martillo de un hilo, capaz de romperla y liberar tal veneno. A su vez, el martillo está conectado a un detector de “partículas alfa”, situado junto a un átomo radioactivo con probabilidad del 50% de emitir dicha partícula cada hora. Es por tanto evidente que, tras encerrar al pobre animal, sus restos mortales yacen en el interior de esta caja.
Pedimos mil disculpas por este incidente, y prometemos analizar de ahora en adelante minuciosamente el perfil de nuestros adoptantes. Descanse En Paz, Tinker."
No pude evitar estremecerme tras leer estas palabras del sepulcro de piedra, mientras acariciaba el pelaje erizado de un gato negro, que ronroneaba tranquilamente a mis pies.
El macho de la Mantis
Título: El macho de la Mantis
Seudónimo: Benito Ortega Alcalde
Uff
Uff era un macho de Mantis pequeño y solitario. Se sentía un ser único, diferente y, a la vez, semejante a tantos otros insectos de la pradera. Uff no conocía a nadie que fuese como él, aunque tampoco conocía a nadie que fuese realmente diferente de él. Uff creía que el sentido de su vida consistía en encontrar al ser plenamente diferente y complementario, a quien denominaba Ag, la receptora. Necesitaba unirse a Ag para completar su existencia y convertirse en un ser pleno. Uff y Ag tendrían que ser las dos partes necesarias para poder formar un ser completo y, así, ambos realizarían su proyecto de vida en la fusión. No obstante, esa unión de dos seres para formar uno solo implicaba el fin de cada uno de los dos seres singulares; de modo que, para llegar a esa vida completa, tenía que asumir la muerte de la vida parcial que ahora tenía.
Ag
Ag era una hembra de Mantis grande y solitaria. Se sentía el ser mayor de todos los que conocía en la pradera. Ag era tan grande que no veía a nadie que fuera como ella, pero se sentía vacía porque no había nadie dentro de ella. Aunque Ag tenía más tamaño que los demás, su ambición estaba insatisfecha y esperaba algo que diese plenitud a su vida; un ser diferente a quien denominaba Uff, el esforzado. Para sentirse plena, necesitaba a un ser más pequeño que pudiese entrar en ella; a Uff que, por muy pequeño que fuese, aportaría algo que no poseía Ag. Ag ansiaba absorber a Uff, incorporarlo a su ser pleno, completarse. La absorción de Uff no podría hacer más grande a Ag, por lo que debería dar lugar a algo nuevo y diferente, a pesar de que no pudiese concebir a ese nuevo ser. La nueva forma de ser implicaría el final de la existencia actual.
El encuentro
Uff encontró a Ag al final de su viaje, en un lugar que se convirtió en el centro de su existencia. ¡Allí estaba! Grande y terrible. Ag tenía un aspecto poderoso, con sus enormes patas delanteras elevadas hacia el cielo, las coxas ancladas en su pronoto, los potentes fémures vellosos blandiendo las tibias y los tarsos amenazadores que podían diseccionar a cualquier presa. Las antenas se elevaban al aire escudriñando la presencia de cualquier posible alimento o amenaza, las térmigas y las alas le conferían un aspecto majestuoso. En el centro, la poderosa cabeza, con protuberantes ojos separados por el escudo facial, el clípeo y el labro flanqueado por las fuertes mandíbulas.
Uff hubiese salido huyendo ante tan imponente visión; pero no lo hizo. Allí estaba su destino; en efecto, justo al final de la magnífica Ag, estaba su oviscapto, bajo la placa subgenital, flanqueado por los cercos, que eran similares a los de Uff.
Uff sintió una poderosa atracción y un profundo miedo, así que se dispuso a aplacar a Ag. Uff comenzó a dar vueltas en torno a Ag, lentamente, con su mirada tierna y sumisa, mientras Ag se mostraba hierática y poderosa en el centro del escenario. Uff y Ag, los dos mantodeos, se dispusieron a hacer su parada sexual. Ag levantó sus alas brillantemente coloreadas para atraer a Uff; la luz atravesó las magníficas membranas de Ag y se dirigieron hacia los ojos de Uff. Tras rondarla durante un tiempo que se le hizo infinito, cuando consideró que ya tenía ganado su amor maternal, Uff saltó bruscamente sobre el dorso de Ag, agarrándose al protórax y contactando entre sí las antenas. Sin darle tiempo a reaccionar, Uff torció y dobló su abdomen hacia la izquierda para juntar las estructuras genitales de ambos. Uff se acopló a Ag durante dos horas magníficas, sensuales y plácidas, y depositó una cápsula con su pequeño espermatóforo en la base del oviscapto. Ag no pareció sorprendida por la hazaña; de hecho, Uff tuvo la sensación de que ya había varios espermatóforos en la ooteca de Ag. Uff se sintió triunfante y decepcionado a la vez ¿Y si sus espermatozoides no fuesen los elegidos para fecundar a Ag?
En esta confusión se hallaba Uff cuando Ag se contorsionó y, en un rápido movimiento, arrancó la cabeza de Uff y lo devoró. Finalmente se consumó la ansiada unión y la vida de Uff alcanzó su plenitud en Ag.
El mayor descubrimiento de la historia.
La enfermera recorrió la galería que separaba el dispensario del aula de Arqueología Evolutiva donde el profesor Rojas impartía su cátedra. El techo abovedado devolvía sus pasos con reverberación eclesial. Una vez alcanzó la puerta, tomó resuello, se ajustó la cofia, alisó el delantal con las manos y, de puntillas, asomó su cabeza por el ojo de buey delator. Dentro, el profesor Rojas disertaba entre las bancadas de alumnos cuando ya no le quedó más remedio que atender a los aspavientos con los que la enfermera le indicaba que lo necesitaba fuera, y con urgencia.
—¿Qué ocurre, hermana Úrsula? ¿No ve que estoy en medio de una clase? —dijo irritado el profesor cerrando tras de sí.
—Se ha golpeado la cabeza —balbuceó la monja.
—¡Demonios, hermana! Tranquilícese y dígame qué ha ocurrido.
Esta se santiguó antes de continuar.
—El profesor Buendía —Se llevó un alboroto de pañuelo a la boca y tomó aire—. Ha sufrido un desmayo y se ha golpeado la cabeza.
Rojas entreabrió la puerta del aula.
—Señor Cubillas. —El profesor buscó con la mirada al tal Cubillas.
Uno de los alumnos se puso en pie adoptando una pose marcial.
—Hágase cargo de la clase —ordenó el catedrático que cerró sin esperar una respuesta de Cubillas que, como un soldado de guardia, mantenía su inmutable postura.
La conversación continuó de camino al dispensario. La enfermera, más calmada, puso en antecedentes al profesor Rojas. Le relató que el profesor Buendía había sufrido un desvanecimiento al abrir una de las cajas recibidas esa mañana. Eso era, al menos, todo lo que le había contado el ayudante del profesor Buendía antes de mandarla a buscarlo «a usted», dijo la monja justo cuando cruzaron el umbral del botiquín.
Dentro, Rojas pudo observar que Buendía descansaba sobre una camilla y con un aparatoso vendaje en la cabeza. Semisentado en uno de los bordes, estaba el ayudante de Buendía. Sobre el piso había un revoltijo de gasas, tijeras, esparadrapos y alguna ampolla quebrada. Rojas lanzó una mirada de reprobación a la monja.
—Es que… —musitó la hermana Úrsula sin llegar a cazar una excusa sólida para aquel desastre.
Rojas posó una mano sobre el hombro del accidentado.
—¿Cómo se encuentra, Buendía? ¿Qué ha ocurrido?
El ayudante abrió la boca para hablar. Los ojos de Rojas fulminaron sus ganas de hacerlo.
—Que, ¿qué ha ocurrido? —el anciano parecía eufórico—. ¡Ha ocurrido lo inesperado! —dijo abriendo sus ojos bajo dos tejas de pelo cano como ramajos de una cuneta.
Rojas hizo una mueca de no entender de qué estaba hablando y sondeó con un vistazo a enfermera y ayudante. Ella negó. El joven apartó la mirada. Rojas se llevó los pulgares a las axilas, dentro de las mangas del chalequillo.
—Vamos a ver, ¿me podría explicar, alguien, qué demonios ha sucedido aquí? —impelió a sus tres interlocutores.
Ayudado por su alumno, Buendía se incorporó.
—¡He conseguido la prueba que demuestra mi teoría! —dijo Buendía que, al no percibir reacción alguna por parte de su compañero, continuó hablando—. El resorte heurístico de la episteme darwiniana ha saltado por los aires. —Gesticuló como si una bomba hubiera explotado entre sus manos.
—Quiere decir que… —Tras quitarse los anteojos, Rojas se pasó la mano por la cara—. ¡Pero es imposible! Debe tratarse de alguna alteración humana en el yacimiento.
—Lo sería si no fuera porque los objetos encontrados compartían la misma capa dentro del mismo depósito sedimentario. —Buendía sonrió de tal forma que su calva se llenó de arrugas.
Rojas abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. El veterano continuó.
—¿No me cree? Acompáñenme.
El octogenario, insuflado de un nuevo brío vital, abandonó la enfermería y los tres lo siguieron. Al llegar al gabinete, señaló una caja de madera abierta sobre el escritorio.
—Adelante. Están ante el mayor descubrimiento de la historia de la humanidad.
Rojas tentó el interior apartando parte del forraje que mullía su contenido. El tiempo se pasmó en los rostros del trío cuando extrajo el puño. Ya incorporado, escrutó al anciano que, con un guiño retador, lo animó a revelar lo que su mano ocultaba. El profesor apartó los dedos y separó los pedazos de lino resinado que envolvían aquel misterio. Rojas miró a Buendía para luego comprobar la inscripción de la caja: Atapuerca.
—Pe… Pero…
—Así es, amigo Rojas. La momia de un escarabajo egipcio de cuatro mil años hallada junto a restos prehistóricos de un millón de años —dijo exultante.
Rojas se desmayó y el escarabajo rodó por el piso hasta acabar junto a los pies de la hermana Úrsula. La monja echó un vistazo para comprobar qué era aquello que había chocado con su zueco.
—¡Un bicho! —gritó la hermana que, tras un esguince de asco en sus labios, pisoteó el escarabajo egipcio sin compasión arqueológica hasta convertirlo en polvo.
EL MITO DE TARSIS
Érase una vez un pueblo habitado por dioses. Sus tierras eran fértiles y sus ciudades grandes y magníficas. Tenían fuertes bestias con las que cabalgar desde la arcillosa dehesa a la blanca costa y sus hijos eran hermosos niños con ojos de luna. Los dioses y las diosas vivían felices y llenos de riqueza, cubrían sus cuerpos con joyas de bronce y oro y tomaban todo aquello que la tierra les daba, generosa. Así pasaron muchos años, creciendo y creciendo en su gloria.
Pero, un buen día, llegó un viejo sucio y harapiento, decía que venía del otro lado del mundo, que había cruzado desiertos y océanos para encontrar a aquel pueblo tan rico y fastuoso del que todos hablaban en uno y otro confín del mundo. Que tenía un importante mensaje que dar:
—Aunque no me conocéis, yo os he visto mucho antes que ahora. En las claras noches de luna llena, cuando mi cuerpo duerme, contemplo vuestra desgracia y la del mundo. Sueño con negras aguas, lluvias torrenciales y también tierras quebradas por el sol. Grandes incendios y muchísimo calor. Animales agonizando en extrañas redes de pesca, malditas semillas de colores que envenenan el planeta y todo lo que en el habita. Sueño con el pájaro tricéfalo de la enfermedad, la muerte y el hambre—así dijo, con la mirada turbia del que sufre por saber.
Los dioses y las diosas no le creyeron. ¿Por qué había de pasar tal cosa? ¿Qué habían hecho ellos para merecer un futuro tan negro? La vida les sonreía y el cielo no proyectaba tormenta alguna, ni terremoto letal.
—No puedo deciros más que lo que estos pobres ojos han visto, los sueños no son pulidas estelas de piedra donde el futuro se dibuja, solo sé, como una verdad que no puede ser explicada por el común pensamiento, que los culpables de estos terribles augurios son vuestros hermosos hijos. Y da igual lo que hagamos, pues se cumplirá—dijo, triste, el viajero.
Después de tamaña ofensa hacía sus vástagos, la sangre de su sangre, los dioses se echaron sobre la esquelética figura, golpeándole e insultándole hasta que no puedo más que correr por su vida y abandonar aquel verde paraíso. El tiempo pasó y todo siguió igual, hasta que un verano empezaron a ocurrir las desgracias anunciadas. El río, aquel fresco caudal junto al que vivían, se secó por completo. Las plantas se marchitaron y las vacas y cerdos morían de una extraña enfermedad desconocida. El fuego llegó, arrasando casas y corrales, y el granizo cayó como piedras sobre sus cabezas. Nada podían hacer, la naturaleza vengativa no paraba de darles infortunios igual que antes les proporcionaba dichas.
Así pues, se reunieron en preocupado círculo pensando qué hacer. Recordaban las palabras del viejo y miraban con tristeza los inocentes ojos de sus hijos. ¿Cómo ser culpables de tan mala suerte? ¿Cómo sacrificar aquello que más querían en el mundo? Entonces habló la reina, la más sabía y poderosa de entre todos ellos y así dijo: “El viejo tenía razón, ya no podemos ser felices aquí. Esta tierra está maldita y, quizás, también nuestros hijos, que nacieron en ella. Debemos marcharnos y encontrar otro lugar donde comenzar de nuevo.” Y, con la intención de aplacar la furia de aquel paisaje, sacrificaron sus valientes caballos, se desprendieron de sus queridas joyas, prendieron fuego a la ciudad y enterraron cualquier resto de su gloria, devolviendo a la naturaleza su agreste imagen. Por último, emprendieron silenciosos el camino hacia otros mundos.
Mucho, mucho tiempo después, los hijos de los hijos de sus hijos llegaron de nuevo a aquel lugar y, buscando respuestas, encontraron las antiguas piedras. Escarbando en el pasado, sacaron con sus manos cinco hermosos rostros de piedra que, pensaban, representaban los antiguos dioses de una civilización perdida. Hermosos y sonrientes, de ojos almendrados, bellos por naturaleza. Porque se crearon a imagen y semejanza de los hombres y las mujeres que los imaginaron.
El plan
Miércoles, 17 de julio. En esos días tan calurosos, Jorge siempre se replanteaba haberse dedicado a la arqueología. Pese al avance tecnológico que se había producido en distintos sectores, el trabajo de campo continuaba siendo el pilar fundamental de cualquier excavación arqueológica.
Armado con su inseparable paleta y su gorro estilo tuareg, Jorge contaba los minutos restantes para la pausa de la comida, que le diera un respiro en esa infructuosa y sofocante mañana de verano. Si al menos hubiera encontrado algo en la cuadrícula que tenía asignada… El caprichoso destino quiso que el hallazgo se produjera cuatro minutos antes de la hora de comer.
Una luz cegadora, amplificada por el fuerte sol, fue la señal inequívoca del descubrimiento. El destello provenía de la luz que reflejaba un objeto de cristal. Con sumo cuidado, mediante movimientos realizados armónicamente a través de una pequeña brocha, Jorge desenterró un fragmento de lo que, en su día, debió ser una botella de vidrio.
Al contemplar con detenimiento el hallazgo, observó que tenía una inscripción grabada. Se podían detectar con claridad 5 letras: E, P, L, A y N, en ese orden, con un pedazo de vidrio que faltaba entre la E y la P. Había una distancia suficiente entre esas últimas letras para que el fragmento faltante contuviera otra letra y un espacio de separación entre ellas. Como si fuera un participante en un concurso de televisión, pronto dedujo el mensaje incompleto: “EL PLAN”. Aunque pasó gran parte de la tarde buscando más trozos de la botella que le ayudaran a “resolver el panel”, no apareció el fragmento con la L grabada por ningún sitio.
En cualquier caso, el pedazo de vidrio encontrado aportaba información de gran interés. En primer lugar, el mensaje indicaba que provenía de una cultura hispanohablante. Asimismo, teniendo en cuenta que el tiempo medio de descomposición del vidrio es de unos 400 años, era posible realizar una datación preliminar de dicho objeto en un rango entre el siglo XX y el siglo XXIII.
Pero, más allá de dicha datación, su intuición y limitada experiencia le decían a Jorge que, con casi toda seguridad, debía de tratarse de un objeto del siglo XXI, ya que la mayoría de hallazgos obtenidos en las últimas décadas databan de dicho siglo. El siglo en el que el consumismo alcanzó su auge y que derivó en una crisis medioambiental sin precedentes en la historia de la Tierra, provocando la desaparición de gran parte de la superficie terrestre, así como de los seres humanos que habitaban dicha superficie. Este hecho supuso, inevitablemente, un cambio de paradigma en el estilo de vida de toda la humanidad: un estilo mucho más sostenible y alejado del consumismo y de la tecnología. Sin embargo, cumpliéndose el dicho de “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”, en el último siglo parecía que el ser humano había olvidado ya dicha catástrofe, retomando viejos hábitos nocivos.
Aquella noche a Jorge le costó conciliar el sueño. A la cabeza se le venía continuamente la imagen del tesoro hallado. El continente, de vidrio, le hacía pensar que “el plan” se referiría a algún tipo de bebida de dicho periodo pese a que, según su opinión, no resultaba un nombre demasiado comercial. Su último pensamiento antes de dormir fue solicitar ayuda a algún colega.
A la mañana siguiente acudió a hablar con Elena, una experta historiadora que colaboraba asiduamente con el centro de arqueología. Al ver el fragmento de vidrio, Elena llevó a Jorge a una sala en la que se encontraban decenas de objetos similares. La historiadora le explicó que dichos fragmentos correspondían a trozos de botellas de vidrio de una conocida marca de refrescos de la época.
- ¿Entonces la marca de refrescos se llamaba “El plan”? -preguntó Jorge-.
- No, que va. Nuestras investigaciones apuntan a que al final del primer cuarto del siglo XXI, con el objetivo de conectar con el público más joven, dicha compañía lanzó una agresiva campaña de “marketing” con expresiones utilizadas por la juventud en aquella época -contestó Elena-.
- ¡Qué curioso! ¡Y qué poco sostenible!
- Desde luego -ratificó Elena-.
Jorge se acercó a ver algunos de los fragmentos descubiertos. Los diferentes grabados parecían jeroglíficos de la época egipcia, por la dificultad de descifrar el significado: “shipeo”, “crush”, “periodt”... ¿Habría una “piedra de Rosetta” para ello?
Justo al lado del vidrio que llevaba grabado “to flama”, Jorge detectó un pequeño fragmento con una forma peculiar. Y cual príncipe al calzar a la Cenicienta, no pudo ocultar su entusiasmo al descubrir que acababa de encontrar la pieza que andaba buscando, aquella que encajaba en el fragmento de vidrio que descubrió el día anterior. Pero la pieza no tenía grabada una L. ¡Era una N! ¿Qué diablos significaría “en plan”?
El precio de la nieve
Todos los estudiantes regresaban a su casa durante las navidades y no volvían hasta febrero, cuando se descongelaban las carreteras y la universidad abría sus puertas de nuevo. Yo estaba terminando mi posdoctorado en el MIT y mi beca era muy ajustada, por lo que aproveché para escribir mi tesis en la residencia, mientras desde mi ventana contemplaba cómo Boston se convertía en una de esas esferas de cristal que venden el invierno perfecto cuando se agitan.
Me había ido de perlas, pues para mediados de enero ya había llegado a la descripción de una propuesta comercial. Toda la teoría, con sus interminables citas y referencias, así como los resultados y sus peliagudas gráficas, tan difíciles de encajar en el dichoso formato de las revistas, ya estaban plasmadas en lo que iba a ser mi primera aportación práctica a la ciencia. En esa parte había puesto yo verdaderamente mi empeño, en explicar lo necesario que era mi invento, creo que usé la palabra vital, para el restablecimiento de la costa mediterránea en mi ciudad natal, en España.
Gracias a la beca, yo había diseñado un espigón innovador para frenar el retroceso de la costa, pero ahora tocaba venderlo. El invento no tenía “un pero”: no solamente impedía que el oleaje retirase la arena de la costa, sino que además aprovechaba su energía hidráulica para convertirla en electricidad limpia. Pero todo eso ya lo había explicado a esas alturas y lo que me preocupaba era una inversión inicial muy elevada.
Estaba yo redactando las ventajas de invertir a tiempo en una medida a largo plazo, intentando convencer a ese señor, porque yo visualizaba a un señor, la figura más probable por estadística, y además fumaba un puro, que el puro estadísticamente tal vez no diera, mientras se leía mi tesis con expresión escéptica y yo, con mi apasionado escrito, iba a convencerlo de que esa inversión valía la pena, omitiendo en todo momento la palabra "rentable".
En términos ecológicos, insistía, desparramando círculos concéntricos de verborrea sobre la pantalla con ahínco, el coste del retroceso de la costa era mucho mayor que los costes de construcción de un espigón energético.
Algo llamó mi atención desde la calle. Un joven muy delgado empujaba, a paso agonizante, un enorme anciano en silla de ruedas. Las aceras estaban heladas y todo el mundo pasaba a gran velocidad por su lado, sin tocarles. Cuerpos enterrados en abrigos salían del supermercado y desaparecían por la boca del metro como una bocanada de humo. Debían conservar su calor al máximo mientras trajinaban sus activos a gran velocidad. Mi mirada cayó de nuevo sobre el penoso avance del joven hacia el supermercado y mi rodilla empezó a trastabillar bajo la mesa, como preparándose para algo.
La venta. Volví a adentrarme en esa sala con el señor del puro para apuntalar mi soliloquio. Mi tutor no pensaba que pudiera transferirse a una empresa, pero yo entonces aún creía en sus campañas por el planeta, así que defendí que un retorno económico de 80 años vista era un suspiro en comparación con lo que tardó la costa del mediterráneo en formarse y que, de otro modo, estaba condenada a desaparecer. Si a eso le sumabas la energía todo eran ventajas. Estaba ya convencido de que había ganado cuando un ruido atronador rebotó contra los cristales de mi ventana.
El anciano con sobrepeso había volcado a medio camino y ese joven raquítico, que parecía luchar contra la congelación incipiente, apenas podía enderezar la silla de ruedas vacía. Supongo que algún rincón de mi cerebro reptiliano lo esperaba, pero no por eso me había preparado mejor.
Cogí mi abrigo de 10 kilos al vuelo y corrí en zapatillas hasta la calle. Mi presencia pareció animar a la gente y entre cuatro viandantes logramos levantarlo. Los acompañé hasta el metro. “Si no llega a ser por el ruido que ha hecho, no lo habría visto.”, le dije, por amenizar el viaje e ignorar el frío. El viejo se giró sobre su traicionera trona, provocando un aspaviento en el joven, que debió temer que volviera a escapársele la silla. Me miró de reojo y con sus labios llenos de escarcha me regaló lo que en ese instante creí una obviedad: no ruido, no ayuda, sentenció gravemente, como si creyera que yo debía saberlo.
Siempre he odiado las obviedades, pero en cuanto el calor volvió a recircular mi sangre lo comprendí enseguida. Intentar vender mi proyecto era como querer poner un precio a esa nieve molesta que cerraba los negocios. Un retorno ecológico no conseguiría inversión, era obvio que necesitaba ayuda. Pedí el contacto del departamento de comunicación y empecé a desenmarañar la retahíla de sandeces técnicas que había tejido meticulosamente horas atrás. No ruido, no ayuda, me dije.
El reciclaje
Érase una vez una ciudad llamada GOTHAN. Era un lugar donde la gente no sabía qué hacer con su basura y la tiraba a la calle.
Pronto todo quedó cubierto de basura y los barrenderos/as no podían recoger tanta basura y mantenerlo todo limpio, ya no había espacio para jugar, todo olía mal y la gente empezaba a ponerse triste y enferma. Esta situación no gustaba Rafa, Iker, María.
Hablaron y hablaron y no encontraron una solución, de pronto algo extraño ocurrió, un pájaro lo escuchó y entonces les dijo “No os preocupéis, mirar que fácil lo tenéis, esperad un poco y ayuda tendréis”.
Se pusieron muy contentos al escuchar las sabias palabras del pajarito, de pronto se escuchaba una canción “si quieres ayudar, aprende a reciclar, clar, clar aprende a reciclar….”
Rafa, Fátima e Iker, se quedaron asombrados, se preguntaban “¿Quién canta?”
A lo lejos, vieron cómo se acercaba un señor con una túnica de color azul oscuro. Al llegar a ellos y les dijo “Buenos días, yo soy Domingo, soy el mago del reciclaje. Un pajarito me ha contado que tenéis un grave problema con la basura. Yo os voy a ayudar con el problema que tenéis con los residuos. Os voy a enseñar a reciclar.”
De pronto el mago Domingo alzo la varita y lanzo un conjuro, de pronto apareció un contenedor de color marrón para que depositaran los restos de alimentos de pescado, plantas, cáscaras de huevo, frutas o servilletas y papel de cocina usados.
Otra vez el mago Domingo realizó el mismo movimiento con la varita y surgió otro contenedor, pero esta vez de distinto color, ahora era de color azul, el mago exclamó en este contenedor solo podéis introducir papel y cartón, envases de alimentación, papel para envolver, papel de uso diario…
Y otra vez hizo el mismo movimiento con la varita y surgió otro contenedor, pero esta vez era de color verde, el mago gritó en este contenedor hay que pone las botellas vidrio (vino, cava…), frascos de vidrio (como perfumes o colonias) o tarros de alimentos (mermeladas, conservas, etc.)., los niños estaban impresionados pero el mago aún no había acabado.
Al lado de los tres contenedores el mago Domingo hizo aparece otro contenedor, pero ahora de color amarillo que servía para guardar botellas de plástico, latas de conserva y de bebidas, tapas y tapones de plástico, metal y chapas, bandejas de aluminio, papel film y papel de aluminio, aerosoles….
Al día siguiente llegó el mago Domingo y les enseñó un nuevo contenedor, ahora de color gris y exclamo aquí debéis tirar todos aquellos residuos que no se reciclan ni pueden usarse para hacer compost (un abono natural resultante de la acción de bacterias, hongos y gusanos sobre los residuos orgánicos) …
Toda la ciudad se quedó impresionada, con aquel hombre que había creado unos recipientes para poder separar los residuos de forma eficaz y efectiva.
Uno para los restos de comida(marrón), otro para el papel, cartón (azul), otro para el vidrio (verde), otro para plásticos (amarillos) y el ultimo es para residuos que no pueden reciclarse o usar para el compost (gris).
Pero lo que más sorprendió a los habitantes de Gothan fue el poderoso conjuro que lanzó a la ciudad entera diciendo “la magia del reciclaje aprenderéis. Mentalízate: ¡No lo tires, RECICLA!”
En poco tiempo, todos los habitantes de Gothan empezaron a dejar toda su basura en los contenedores, empezaron a reciclar. Se imaginaron que su ciudad era como un cristal. Que si no lo limpian se puede ensuciar.
Y así, en menos de una semana todas las calles quedaron impecables.
Recicla porque el planeta lo vale
Chinoso Emma
El rosal asesino
Un sombrío día de febrero de 1941 el policía Albert Alexander acudió a urgencias del Hospital Radcliffe de Oxford gravemente enfermo. Su rostro estaba desfigurado por una herida profunda e infectada, fruto del corte producido por un rosal de su jardín. La preocupación se reflejaba en sus ojos enfermos, al igual que en los del médico que examinó la herida, sabedor de que una infección de ese tipo podía ser una sentencia de muerte.
-Maldito rosal - murmuró Albert con voz débil mientras el médico revisaba su herida.
-Tranquilo Albert, estás en buenas manos - respondió el médico con fingida determinación.
A pesar de los esfuerzos del equipo médico del Radcliffe, no se observaba ninguna mejoría. La cara de Albert se fue desfigurando y llenando de abscesos, llegando incluso a tener que extirparle un ojo para aliviarle un dolor insoportable.
Ethel Florey oyó hablar del caso y pensó que era el apropiado para aplicar las investigaciones del equipo de su marido:
-Howard, debemos hacer algo por ese hombre. Creo que vuestro trabajo con la penicilina podría ser la clave para salvarlo - le dijo Ethel con urgencia.
- Tienes razón, Ethel. La penicilina podría salvar su vida. Tenemos que intentarlo – asintió el Dr. Florey, consciente de la gravedad de la situación.
Doce años atrás el Dr. Fleming había hecho un maravilloso descubrimiento en su investigación sobre compuestos antimicrobianos. Alexander se dio cuenta de que, en una de las placas de cultivo que había olvidado destruir antes de irse de vacaciones, había crecido un hongo. Para su sorpresa alrededor del hongo no habían crecido bacterias. En lugar de destruir la placa decidió investigar aquel fenómeno y tratar de identificar la sustancia responsable. Así fue como aisló el compuesto y lo bautizó como penicilina, en honor al hongo Penicillium que lo producía. Desde aquel momento Fleming se dedicó a probar con éxito sus propiedades antimicrobianas. Sin embargo, la penicilina perdía fácilmente su actividad, y además su producción en grandes cantidades era complicada.
No fue hasta 1939, que el bioquímico Ernst Chain se unió al laboratorio del Dr. Florey en la Universidad de Oxford, cuando se abordó de nuevo el desafío de producción de cantidades aplicables de penicilina. El Dr. Chain estaba interesado en los compuestos antimicrobianos de Fleming y, al igual que el Dr. Florey, querían implicarse en esa investigación. Tras superar numerosos obstáculos técnicos, en 1940 lograron sintetizar la penicilina en cantidades suficientes.
-Tenemos una oportunidad única de utilizar la penicilina para salvar la vida de Albert. Debemos intentarlo y administrárselo cuanto antes – dijo Howard a Ernst.
Con una mezcla de determinación y preocupación, el equipo médico preparó la primera dosis. Todos sabían que estaban ante un momento histórico, una oportunidad para presenciar un milagro médico. Albert, luchando por su vida contra la fiebre y el dolor, recibió la inyección de penicilina.
-Albert, esto podría cambiar tu vida. Ten esperanza - le susurró el médico a Albert, ya inconsciente mientras le administraban la inyección.
Cada día parecía una eternidad mientras esperaban que hiciera efecto, preguntándose si tendría el poder de derrotar a la infección y salvar a Albert. Día tras día, los médicos monitorearon de cerca a Albert. La ansiedad se apoderaba de ellos mientras esperaban los resultados. Y poco a poco, la magia de la penicilina comenzó a desplegarse ante sus ojos.
- ¿Está funcionando la penicilina? ¿Hay esperanza para Albert? - preguntó Ethel a Howard.
- Albert está mejorando. La penicilina está funcionando de maravilla. Está venciendo a la infección – dijo el Dr. Florey a su mujer, sonriendo con alivio.
La hinchazón en el rostro de Albert disminuyó, la herida comenzó a sanar y su condición general mejoró visiblemente. La penicilina estaba cumpliendo su promesa, y Albert era la prueba viva de su eficacia.
El hospital entero se llenó de entusiasmo. La historia de Albert se convirtió en una leyenda, un símbolo de esperanza y un testimonio del poder revolucionario de la penicilina.
Sin embargo, a pesar de que había conseguido sintetizar grandes cantidades de penicilina activa, el suministro seguía siendo limitado y no pudieron administrarla durante el tiempo suficiente. Tras dejar de inyectarle penicilina a Albert, la infección regresó con fuerza.
- No puede ser, lo estamos perdiendo – dijo Howard.
- Nos hemos quedado sin penicilina, y su producción es demasiado lenta para llegar a tiempo – dijo Ernst.
Los médicos lucharon por él, pero no se pudo hacer nada por la vida de Albert. La tristeza y la decepción llenaron el hospital mientras lamentaban la pérdida de una vida, después de haber tenido esperanzas de salvarla con el compuesto de Fleming.
- Es una trágica pérdida – dijo Howard- pero su historia dejará una huella imborrable en la historia de la medicina. ¡La penicilina funciona!, solo es necesario avanzar en su producción para obtener más cantidad y más rápidamente.
El sitio sin descanso
Ahí vienen de nuevo, estos intrusos, cargando sus herramientas como hojas en los dorsos de una colonia de hormigas, tratando de llevarse un pedazo de mí. Día tras día, estos bárbaros invaden mi santuario, excavando, removiendo la tierra y restregando mis restos. Porqué aquí yazgo, mecido en el abrazo de la tierra, mi existencia reducida a soledad y polvo, de repente expuesta para que estos saqueadores husmeen y escarben. Como reyes llegan, ansiosos por agrandar sus tronos.
Cuánto anhelo más que nunca los tiempos pasados, querida Livia, mi dulce leona, los tiempos en que los elefantes pisoteaban los campos de mis sueños, el tiempo en que cosechar trigo en Tarraco era la única preocupación que cumplir.
Han venido a hacer añicos la serenidad que he aprendido a preciar. Por qué, mater, deben perturbar mi sueño eterno, cuando descanso aquí junto a mis hermanos caídos. Por qué, mater, hay que pasar página. ¡Oh, compañeros legionarios, levántense de la tierra! ¡Rujamos en nombre del Sacramentum Militare! En nombre de Augusto, declaremos que aquí es donde quisimos permanecer.
Cuando el sol empieza a elevarse y los pájaros encuentran refugio entre los árboles, el ruido es cada vez más fuerte, susurros llenos de misterio y entusiasmo que se vuelven aburridos de sostener. Oh querida Livia, si tan solo pudiera ensordecer su curiosidad y emprender mi viaje a los campos. Sin embargo, día tras día, soy sacudido y revuelto como agua y especia. El campo de honor, marcado por cicatrices grabadas en la tierra, testimonio de vidas gastadas, ahora pisoteado por carroñeros del pasado.
De esa batalla que una vez reclamamos, qué queda hoy si no ser guardián de la llama para los que lucharon y perecieron sin nombre. Custodiar la memoria hasta que también me marchite. Qué queda de mi veni, vidi, vici cuando me llevan lejos, sellándome en una caja de cartón como si quisiese huir. La fortuna favorece a los audaces, salvo que uno sea lo suficientemente audaz para permanecer inmóvil siglo tras siglo, hasta ser raspado como comida en una bandeja, para formar parte de una narrativa que no es suya ni mía que contar.
No solo resguardo los remanentes físicos, pues nuestra carne y músculos hace tiempo que se han consumido, sino lo intangible, el espíritu de la unidad que forjamos al adentrarnos en esta vida de conflicto. Con todo, han venido para atesorarme. Supongo que tienen tiempo, en su mundo perfecto, para dedicar sus vidas a la mía. Así que deja que llueva para retrasar su llegada, que desplieguen sus frazadas y busquen refugio en su campamento hasta que el miedo se abata en sus corazones.
Al principio, pensé que habían venido a erigir un memorial a nuestro alrededor. Qué glorioso venir de tan lejos para respetar a los muertos. Quizá entre ellos se encontrase algún familiar lejano, oh, Livia, cuánto anhelo volver a verte. Pero a medida que se acercaban, mi curiosidad distante dio paso a la aprensión. Su fervor era palpable y, en cierto modo, podría decirse que su dedicación por desentrañar el misterio de la batalla era admirable. Sin embargo, a medida que avanzaban su trabajo, se hizo evidente que no se acercaban con reverencia. Con horror observé cómo quitaban meticulosamente las capas de tierra que me habían protegido durante siglos. Aunque casi cosquillosa en un primer momento, la exposición repentina fue abrumadora. A medida que continuaban su trabajo, mi malestar crecía. Hablaban de trasladarme, de llevarme lejos del santuario que había escogido para mi eterno descanso. Yo, reliquia de una era pasada, arrancado de mi cuna después de XV siglos. Este era mi hogar, y ahora querían arrebatármelo.
¿Por qué lijan mis dientes, rompen mis huesos o destrozan mis pertenencias? ¿Qué clase de sopa están preparando estos bárbaros conmigo? Tal vez sirva a un propósito mayor, pero al no haberme sido revelado, me pregunto para quién, querida Livia. Han pasado varios días y aquí estoy, atrapado en una pared, sellado en una jaula de cristal, adornado y eternamente amargado, obligado a presenciar a un desconocido sonriéndole a mi taparrabos.
El stand de Ötztal
El laboratorio tenía matraces de hasta un metro de diámetro, eran principalmente redondos, con disoluciones de varios colores: rosado, verde, azul. También había tubos de cristal que conectaban unos matraces con otros y unas placas calefactoras gigantes que los hacían burbujear.
Stella y Abi tenían clase de Ingeniería Química. Llevaban esperando este momento desde hacía semanas, querían ver si sus reacciones seguían teniendo el mismo rendimiento con cantidades elevadas de reactivos para luego vender sus medicamentos en la farmacia de su aldea.
Stella vive en el Bosque Ötztal, donde por las tardes trabaja por cuenta propia creando ungüentos y pastillas que mejoran la salud de las personas. Recoge materias primas de los árboles del bosque y los lagos, y extrae de ellos los principios activos que considera útiles para su posterior venta.
Un amigo de ella, Mario, trabaja en el invernadero de la escuela de Productos Naturales. Los fines de semana reparte frutas, verduras y plantas en el marcadillo de la zona. Muchas veces ayuda a Stella con su negocio. Él es escalador desde pequeño y conoce muchos lugares escondidos en lo alto de las montañas de la aldea que guardan flores y tallos con principios activos poco comunes.
Paralelamente, en otra aldea, una chica vive en una casa sobre el agua. Se llama Lis y tiene una enfermedad mental desde hace años. Antes era profesora, pero tuvo que dejar de trabajar por su enfermedad, así que ahora pasa los días en su casa preparando almuerzos y bizcochos para su familia y amigos. Ciertamente lo que más le gusta hacer es sumergirse en la trampilla de su cuarto, desde la que puede observar el fondo marino violáceo del lugar en el que vive. Un par de mantarrayas pasan todos los días a las 7 de la mañana por debajo de su habitación y juegan con ella. Para Lis no hay mejor manera de despertarse que esta.
Sin embargo, muchas mañanas no puede levantarse de la cama porque ha tenido un brote el día anterior. Los brotes le suceden cuando se pone muy nerviosa. Entonces su cerebro pierde el control de sus movimientos corporales y faciales. Solo su mejor amigo, Paolo, tiene su permiso para estar con ella esos días.
Paolo es terapeuta ocupacional y la cuida como nadie. Ha probado de todo para ayudarla, pero ninguna de las opciones la ha curado definitivamente de su enfermedad. Un día, de camino al ayuntamiento para el que trabaja, habla sobre Stella con un aldeano del Bosque Ötztal. Sin pensarlo dos veces decide emprender un viaje hasta donde vive la química para ver si lo puede ayudar a curar a su amiga.
Al llegar al bosque se encuentra una pequeña casita de madera justo donde el aldeano le había indicado. La casita de madera es un estand donde Stella vende los remedios que ha transformado en el laboratorio junto con su amiga Abi. El estand es precioso, tiene una pizarra con los precios escritos con tiza y unos dibujos de símbolos alquímicos antiguos. También hay banderines de colores y luces pequeñas que iluminan la entrada.
En el momento de su llegada, Stella, Abi y Mario el escalador, se encuentran abriendo el estand. De pronto Paolo tiene una sensación rara. Como si algo malo fuese a pasar.
Los pájaros de la zona comienzan a volar de sus nidos y un montón de animalillos pasan corriendo por delante de ellos. Un ruido muy desagradable se hace eco en el bosque.
Los cuatro chicos y chicas, asustados pero intrigados por lo que pudiera estar pasando, deciden acercarse a la zona del ruido. ¡Una forastera está cazando animales y talando los árboles del bosque!
Entre todos se ponen de acuerdo para crear sonidos de pinzones azules, una de las aves más preciadas por las farmacéuticas y en peligro de extinción. Al parecer una sustancia presente en el centro de su cerebelo detiene por completo el envejecimiento de las personas. La chica forastera quiere cazar todos los pinzones posibles.
Consiguieron alejarla del bosque imitando su trinar. Todos contentos se abrazaron por lo que habían conseguido.
De pronto los ojos de Stella se abren como platos. Saca un vial de su bolsillo y lo coloca justo debajo de una flor blanca con forma de campana. De lo que parece un badajo recoge una gota de elixir.
¡Es increíble, nunca había dado con una flor de convallaria majalis! – dice Stella - Estoy segura de que ha sido el espíritu del bosque, para agradecernos el que lo hayamos protegido.
Esa pequeña gota del vial fue la que curó a Lis para siempre de su enfermedad mental. Tal y como Stella había leído en un libro antiguo de Carlos Linneo, una única gota de esta flor era suficiente para requilibrar el funcionamiento cerebral de cualquier persona.
El Viajero
Todo comenzó un 19 de abril, cuando empezaron a registrarse extraños mensajes a través de la Voyager 11. Los datos recibidos en el centro espacial de la NASA en Pasadena se analizaron por los mejores científicos de La Tierra. Eran realmente extraños. La sonda en aquel momento se encontraba a más de 1.600 años luz de la tierra, más allá de Orión, por lo cual la comunidad científica no alcanzaba a comprender cómo habían llegado esas lecturas aleatorias a través del espacio interestelar en un entorno de alta radiación.
El primero en desentrañar parte del misterio fue el prestigioso Doctor honoris causa en física teórica del Trinity College, el profesor Bastián Lalarge. Según su hipótesis se trataba de un mensaje repetitivo que parecía indicar un camino que conectaba otro mundo con nuestro planeta, una especie de autopista en el cielo, y así lo bautizó en una conferencia en Dublín.
Al cabo de unos días, diferentes científicos fueron aportando más datos al misterioso puzle de los mensajes inter espaciales. El segundo gran hallazgo saltó a la luz en la Universidad de Bolonia. Según los profesores Sizilia y Tran, todos los mensajes provenían del mismo lugar o, dicho de otra manera, tenía la misma firma; y por increíble que pudiera parecer, el nombre de los firmantes podría traducirse como Los Primeros Humanos.
Todo el mundo estalló en júbilo. El último siglo había azotado a la humanidad con terribles pandemias, desastres naturales e inexplicables guerras; de tal modo que podría afirmarse, que la esencia del ser humano estaba en entredicho, que la misma existencia humana parecía pender de un hilo, en definitiva, que los humanos sentían que sus días estaban contados.
Las fiestas y el jolgorio se sucedieron por todas las ciudades al interpretarse que la salvación estaba cerca; que alguien o algo, quién sabe quién, quién sabe qué, iba a sacarles del sumidero de heces en el que se habían metido. Los creyentes interpretaron que era el mismísimo Dios, cada uno el suyo, el que había escuchado sus plegarias; los no creyentes agradecieron a la ciencia la salida de aquel atolladero vital, y el resto, se conformaban con no morir antes de tiempo.
Lo que pasó los días sucesivos marcó trágicamente la historia de la humanidad. Hoy no es el momento de contarlo, basta decir, que el profesor emérito de la Universidad de Medellín, Don Martín Machuca, se estremeció cuando descifró la última comunicación proveniente de la Voyager 11. El texto decía lo siguiente: ABANDONAD LA TIERRA.
Ha nacido una nueva superheroina: la superinsulina
Había una vez, una insulina que acababa de nacer. Cuando llegó al mundo, todo le parecio poco dulce. Era frío y húmedo, pero no encontraba nada que le gustara. No obstante, insulina tenía que aprender muchas cosas aún.
Como era muy pequeña, tuvo que ir a la escuela de insulinas. Allí le enseñaron a ser una superinsulina, y su misión u objetivo era ayudar a la glucosa. Ella era la clave, ya que debía ayudar a todas las glucosas a entrar en las células, allí estas tendrían cambios necesarios para convertirla en energia (ATP) para las células.
Con una misión tan importante y clara, nuestra querida amiga pensó que no habría problema alguno, iba a ser la mejor. En definitiva que ayudaría a cada glucosa que se encontrase rápidamente y sin problemas. Su único objetivo era ayudar a las células a obtener la energía de la glucosa, introduciendo todas las glucosas posibles en las células. Para ello, no obstante tenía que entrenar duro.
Sus conocimientos en enlaces covalentes, enlaces hídricos, fuerzas de Van der Waals, en los distintos átomos que componían las células (carbono (C), nitrógeno (N), oxígeno (O), etc), en los distintos procesos que tenía la glucosa. Cual investigador o detective, tenía que memorizar todos estos datos si quería ser la mejor superinsulina.
Por otro lado, necesitaba aprender las técnicas específicas de anclaje y apertura de las cerraduras de la célula. Asi, aprendió mas o menos bien a detectar glucosas con su buena vision. Después, aprendio la técnica de abrir puertas para las glucosas. Esta técnica a nuestra protagonista se le daba estupendamente. En realidad, su problema era que el tiempo para conseguir su misión era limitado. Esto le preocupaba pues sin ella, no se podía dar la obtención de energía a partir de la glucosa por las células.
Al fin llego su primer día. Llevaban ya casi 2 horas desde que había comenzado la digestión de la comida. Todo circulaba normal por el sistema circulatorio. Nuestra superheroina abría cada puerta que encontraba para las glucosas. Sin lugar a dudas, era la mejor superinsulina. Cuando estaba a punto de ver en su monitor que todas las glucosas tenian abiertas las puertas gracias a ella, comenzo a ver puertas cerradas. Si debía volverlas a abrir, pero la velocidad que tenía lo que fuese que cerraba las puertas era más poderoso que nuestra superinsulina. Ella iba rápida y veloz, pero no era suficiente. Debía encontrar quién estaba detrás de aquellos daños a su trabajo.
Tras mucho correr, encontró al causante, al fin. Los villanos que le comentaron que existía en su trabajo. Nuestra amiga pensaba que era un cuento, pero nada más lejos de la realidad. La superinsulina, acaba de ver a su primer glucagón. Los glucagones estaban recogiendo a todas las glucosas, las ataba y se las llevaba rápidamente. Nuestra superinsulina pensó detenerlos, pero después penso para qué se llevaban las glucosas. Por ello, decidió seguirlos.
Tras un rato, llegaron al lugar, y lo que vio la horrorizo. Muchísimas glucosas estaban retenidas en un lugar llamado hígado. Superinsulina se dispuso a atacar, pero muchos de los glucagones la frenaron. Ella intentaba luchar, pero se le acaba el tiempo y su energía. Fue entonces cuando uno de los glucagones le pregunto:
– Pero superinsulina, ¿qué haces aquí?
– Salvaré a las glucosas.- dijo muy fatigada y forcejeando.
– Están a salvo.- le contesto molesto un glucagón.- Tú no deberías estar aquí. Se agota tu tiempo.
– No sé, porque me siento así.- dijo mientras se caía al suelo con debilidad.
– Bueno es el ciclo de tu vida. Naces para aprender qué es la glucosa, cuáles son los
mecanismos para ayudarla, aprendes las técnicas y cuando has terminado, debes morir.
– ¿Y vosotros? ¿Qué hará la glucosa sin mí?- dijo con un hilo de voz.
– Nosotros estamos para ayudar a las glucosas a no entrar cuando ya la célula no necesita
más. Somos tu opuesto, pero necesario elemento para tener equilibrio.
– Entonces, ¿lo hice todo bien?.- preguntó superinsulina dudosa.
– Lo has hecho perfecto. Ahora, descansa.- dijo glucagón mientras cerraba sus ojos.
– Definitivamente, cada vez salen mas guerreras.- comento otro glucagón.
– Si, aunque no dejan de venir de un laboratorio, no son como nosotros.- dijo el primer glucagón.
– Cierto, pero hacen lo que necesitamos para sobrevivir, eso es lo que cuenta.- dijo el segundo glucagón.
Mientras todo esto pasaba en el mundo microscópico de las células del páncreas, del hígado y la sangre, María se tomaba su café con galletas en compañía de sus nietos y su diabetes tipo 1. Gracias a nuestra superinsulina su vida era casi tan normal, como la del resto.
Ammu
Hic sunt dracones
Desde que en el globo terráqueo de Hunt-Lenox apareció aquello de “hic sunt dracones” (aquí hay dragones) todo el mundo asociaba los dragones a problemas, a peligros, a lugares a los que nunca se debería acercar una.
Aunque mi llegada a este planeta ha sido mucho, mucho posterior, creo que esto de los dragones sí que ha marcado mi vida. De pequeña estos seres eran mi predilección. Adoraba las historias de valerosos dragones que surcaban los cielos para salvar a sus compañeros humanos.
Y a través de ellos me adentré en el maravilloso mundo de los exploradores. Esas personas que podrían considerarse cazadores de dragones, ya que como dirían los cartógrafos iban al nido de estos para poner luz sobre nuestro futuro descubriendo nuevas plantas o animales nunca vistos.
Tras mi etapa draconiana, que debí superar a los 6 u 8 años, lo de la exploración siguió atrapándome. Las peripecias de Alexander von Humboldt intentado llegar a la cima del Chimborazo o las arriesgadas travesías de Shackleton y su tripulación en la conquista de la Antártida hicieron que, aunque sonase raro, todas las personas de mi casa supiesen que quería ser exploradora. Devoraba todos los libros que llegaban a mis manos y que me descubrían nuevos mundos, me transportaban a largas travesías en barco, a interminables caminatas ascendiendo montañas, en definitiva, me transportaban a un mundo de libertad.
Tengo que decir que, en más de una, y por qué no decirlo, en más de un ciento de veces, trataron de persuadirme. En el colegio siempre tenía que aguantar la mítica pregunta de…
- Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?
Las caras que me ponían cuando decía que quería ser exploradora no tenían desperdicio, al final siempre acababan con esas frasecitas como: “a ver, pero me refiero a una profesión de verdad” o la que a mí más me gustaba “pero ¿cómo vas a ser exploradora, si hoy en día ya lo conocemos todo?”
Ya han pasado un par de décadas de estos comentarios. Ya no tengo relación con esas personas y si los veo por la calle seguro que no los conozco, pero la verdad es que en estos momentos me encantaría poder decirles que se equivocaban. Decirles frente a frente que aún nos queda mucho que explorar y que como en mis sueños, yo estoy poniendo mi granito de arena para descubrir esas tierras de dragones.
La verdad es que no entiendo por qué me han atropellado todos estos recuerdos de golpe en el instante más importante de mi vida. Esta misma mañana me ponía mi traje espacial hecho a medida y con la más alta tecnología y hacíamos el último repaso a nuestra misión. Todo tenía que encajar a la perfección para que nuestro viaje sea un éxito y mi papel es fundamental pues soy la responsable de nuestra nave.
Ahora mismo ya estoy en lo que entendemos como espacio exterior, ya hemos superado la línea de Kármán, hemos dejado atrás el territorio conocido por la aviación y nos aventuramos en el espacio.
Es cierto que hoy en día la tecnología nos permite saber con gran precisión todo lo que nos rodea, pero aún nos queda mucho por descubrir. Este es tan solo el inicio de mi gran viaje, aún quedan muchos meses para que pueda volver a pisar tierra, pero en este preciso instante solo puedo pensar en lo feliz que me hace poder gritar a cientos de kilómetros sobre el nivel del mar que soy exploradora.
Todos mis sueños de niña se han cumplido, y aunque no nos permitían llevarnos grandes cosas en nuestro viaje, he conseguido colar un minidragón. Lo llevo oculto en el bolsillo interior del traje. Espero que me ayude en esta aventura porque no sé si “hic sunt dracones”.
IAAA 2
Después de doce años de intensa investigación, en los cuales más de 100 científicos, ingenieros, matemáticos, informáticos y expertos de todas las áreas, se dejaron la piel y la vida, por fin el día “D” había llegado.
En la sala 20 de la agencia de defensa internacional se acomodaron, en sobrias sillas de carbono y metal, todas las personalidades, responsables de áreas y prohombres (y promujeres) de los más granado de la maquinaria bélica y la política mundial.
Allí, entre señores de la guerra, militares, esposas, putas (pero respetables), mandatarios, alcaldes, empresarios, inversores y algún que otro cura despistáo, se podía ver también al hombre más poderoso del mundo libre, al hombre más odiado del mundo menos libre y a ciertas personas cuyo aspecto no sería imaginable, desligado de sus gafas oscuras y sus doce protohombres ,rodeándolos como satélites de una imaginaria estrella de la muerte.
En el centro de la estancia, sobre una plataforma también de carbono y metal se asentaba un artefacto con un aspecto imponente y futurista. Un amasijo ordenado y perfectamente pulido y desprovisto de humanidad, con miles de piezas combinadas en una intrincada maraña de perfección que le confería una presencia inexpugnable y temible.
Un orbe rojo se intuía como centro de toda la atención y funciones de la máquina. Como si desde ese vítreo ojo pudiera observarlo todo, pensarlo todo, evaluarlo todo, aniquilarlo todo. Un tipo con aspecto de científico estereotipado, con dos o tres insignias de imposible traducción, se apostaba marcial frente a una estilizada consola. Todo allí era limpio y ordenado, excepto la gente que presenciaba la demostración.
—Distinguidos invitados, la Agencia de Defensa Internacional les agradece su presencia hoy en el complejo de Robótica Avanzada y Recursos de Inteligencia y Tecnologías Originales para la Seguridad— (algunos de los presentes se removieron inquietos al percatarse del incómoda acrónimo resultante).
—Agradecemos su apoyo durante el desarrollo del proyecto de Inteligencia Artificial Autónoma Avanzada Autosuficiente— De nuevo cueros inquietos se removieron en las sillas. Alguien debía de seguir interpretando siglas con evidente preocupación.
—El modelo, IAAA es la élite de la innovación; un poderoso y bien armado robot inteligente, cuya principal característica no es tan sólo su potencial, sino su capacidad de evaluar constantemente los pros y los contras de cada una de sus acciones, para asegurar la victoria con el menor número de bajas y de daños colaterales.
—En definitiva, señores, el IAAA!—un coronel de la segunda fila dio evidentes muestras de vergüenza ajena al oir la palabra— asegura que siempre se ejecutará la vía más rápida, limpia, efectiva, económica y rentable para erradicar cualquier amenaza.
—Este robot de combate, señores, está programado para ejecutar la SOLUCIÓN PERFECTA.
Una prefabricada ovación condicionó una decente respuesta en la mayoría de los bien educado invitados.
— Ahora, señores, activaré al IAAA!…
—Que verguenza por dios, que verguenza.—Se oyó una voz musitante en alguna parte del auditorio.
— …y le plantearé una escenario en el que asumo el papel de general de todos los efectivos, en lo que entenderemos como una Acción Preventiva— dijo grandilocuente mientras accionaba un pulsador.
En ese instante, una zumbido electrizante y poderoso, como un reactor nuclear arrancando, recorrió toda la sala y el imponente robot se irguió desplegando al menos media docena de pseudobrazos que dejaron ver multitud de ánimas de distintos calibres. Su ojo rojo vidrioso pareció rellenarse de un fluido espeso y comenzó a brillar como si tuviera vida.
La máquina observó el entorno. Comenzó a analizar las variables y a buscar la mejor solución para el conflicto que el científico le había planteado.
Parecía dudar. En su pecho se abrían y cerraban infinidad de compuertas que dejaban entrever distintas armas que luego volvían a esconderse.
El científico comenzó a inquietarse, miraba incómodo a aquel imponente artefacto, esperando poder demostrar a su audiencia todo su potencial.
Finalmente, todos los brazos (menos uno) del mecánico engendro se replegaron, se cerraron todas las compuertas, todas las armas se desactivaron y el orbe rojo tomó un aspecto brillante e intenso. Parecía que había llegado a una conclusión. La audiencia se inclinó, expectante, en sus asientos.
El IAAA! entonces se encaró ante el científico, fictício general de todas las tropas mundiales, elevó su único brazo activo, que ahora finalizaba en un cubo macizo no más grande que la cabeza de un martillo pilón y, en un movimiento seco y certero, lo dejó caer estrepitosamente sobre él.
Una voz sintetizada, de fuerte presencia y aterrador timbre salió entonces de aquel aparato quebrando el sobrecogedor silencio.
— MISIÓN CUMPLIDA. INFORME DE RESULTADOS:
DAÑOS ESTRUCTURALES: 0% - DAÑOS ECONÓMICOS: 0% - DAÑOS ECOLÓGICOS: 0% - BAJAS ENEMIGAS: 0 - BAJAS ALIADAS: 0 - DAÑOS COLATERALES: 0 - BAJAS PROPIAS ASUMIBLES: 1
FIN DEL INFORME
Y, acto seguido, se apagó.
—Vaya —dijo alguien en la sala— Nos ha salido listo el robot.
La Agrónoma, don Carlos y los insectos
Ocurrió alguna vez en el campo, en un pueblo de Oaxaca, que la mayoría de los cultivos en un fértil valle habían sido atacados y arrasados por una plaga, casi toda la cosecha se perdió, excepto una parcela que semejaba un oasis en el desierto. La gente intrigada, se preguntaba por qué, y asumían que, o se trataba de magia o era cosa del diablo, no podía ser cosa de Dios, porque si de él fuera no se hubiera perdido ningún cultivo.
Al pueblo llegó Rosa, una ingeniera agrónoma recién graduada de la universidad, quien fue enviada por el gobierno para investigar qué estaba pasando. Tras ir al campo y verificar la información que le habían enviado, se dedicó a investigar de quién era la parcela sobreviviente, así, se enteró que era de Don Carlos, uno de los habitantes de mayor edad, contaba con 81 años en ese entonces.
Queriendo saber qué ocurría, Rosa buscó a don Carlos al día siguiente, camino casi una hora pues el anciano vivía fuera del pueblo, pues, desde que enviudó decidió aislarse de la gente y solo vivía con gallinas, chivos, conejos y Sansón, su perro. Además de ser un anciano huraño y desconfiado, don Carlos no hablaba casi con nadie y cuando iba al pueblo, a la tienda, por ejemplo, se limitaba a decir lo indispensable “Quiero esto y aquello, también me da uno de esos, ¿Cuánto es?” Para hacerse entender y limitar sus palabras, gesticulaba y hacía tantos ademanes que parecía exagerar, pero, en realidad, solo quería asegurarse de que el tendero le entendiera.
A pesar de su agrio carácter, don Carlos accedió a hablar con Rosa, cuando se reunieron ella le pidió que le explicara qué había hecho para proteger sus cultivos, pues ella asumía que la parcela no podría haber sido ignorada por los insectos y limitarse a comer todo lo que pudieran en torno a los cultivos de don Carlos. Seriamente, ella le dijo que lo que había hecho, era muy importante para salvar las cosechas de los demás, que no era justo que hubieran perdido casi todo, pues eso les traería muchos problemas. Estando sentados frente a la casa de don Carlos, él se quedó mirando fijamente al horizonte, en dirección de un punto perdido, con los ojos entrecerrados, después de meditarlo por un tiempo que a Rosa le pareció infinito, ella empezó a resignarse y pensaba ya en otro modo de saber qué había ocurrido, el viejo rompió el silencio y contestó:
“Mire Rosita, lo que se debe hacer es tomar muchos insectos, todos los que pueda, echarlos en una bolsa de plástico y dejarlos toda la tarde al Sol. Los debemos regañar, decirles que lo que hacen está mal, que se vayan a otro lugar; después, hay que dejarlos al sereno toda la noche y en una cubeta también hay que poner agua a serenar. A las cinco de la mañana, hay que zarandear la bolsa para despertarlos. Ya que estén bien despiertitos hay que echarlos en el agua serenada y dejarlos al Sol toda la mañana; por la tarde, para que no queme el Sol, hay que llevar la cubeta a la parcela y rociar las plantas con el agua. Verá como lueguito los insectos se van solitos.”
A Rosa le sorprendió el ritual, porque, ciertamente, eso parecía cosa de magia. Sin embargo, ella sabía que no era así. Dando las gracias a don Carlos y tomándolo por sorpresa, lo abrazó y se despidió de él.
Rosa estaba decidida a saber qué es lo que ocurría en realidad. Así que tomó algunos insectos de las parcelas y se los llevó al laboratorio de la universidad para investigar y encontrar una explicación científica.
En el laboratorio, Rosa descubrió que cuando los insectos son sometidos a una situación de peligro o estrés, liberan una sustancia química cuya función es alertar a otros de su especie, es decir, una señal de alarma. Dicha sustancia química se dispersa en el agua, esa es la razón por la cual don Carlos ahoga a los insectos en una cubeta con agua, que, al rociarla en la parcela, hace llegar la señal química de alerta y por eso, los insectos abandonaron su parcela.
De este modo, Rosa encontró la explicación científica de algo que parecía mágico. Con esta técnica tradicional sería posible controlar plagas sin recurrir al uso de agroquímicos. Posteriormente, elaboró un reporte científico y publicó el resultado de su investigación, para dar a conocer esta técnica a la comunidad científica. Claro, dando siempre el crédito correspondiente a don Carlos, quien amablemente compartió el conocimiento que le heredaron sus ancestros. Desde entonces, regularmente Rosa visita a don Carlos de quien siguió aprendiendo muchas cosas.
La ciencia de las personas
Me llamo Paul, y tengo hambre.
Algún día, hace años, Nía sintió paz. Todavía puede recordar el cálido hilo de brisa cosiendo su piel. Una piel que por aquel entonces estaba tejida de heridas. Heridas que nacían no de golpes, sino del cúmulo de emociones que guardaba en su interior. Quizás fue el resplandor de Venus, o quizás la imponente cabellera de Leo. No lo sé. No lo sabe. Pero la sensación que sintió era comparable al calor de un abrazo en momentos de desesperanza.
Cuando conocí a Nía, era bióloga, y artista, y persona. Los biólogos también son personas, igual que los artistas. En realidad, cuando conocí a Nía no sabía lo que era una bióloga, o una artista. Lo único que sabía es que era una persona. Nía apareció sin pedirlo. Apareció un día y cambió mi vida, y también la suya. Cuando llegó, me hablaba de cosas que yo no entendía. Mencionaba constantemente conceptos extraños relacionados con el clima, y con la atmósfera, y con el agua. Yo la miraba ensimismado. No entendía nada de lo que me explicaba la bióloga, pero gozaba enormemente de la pasión que me transmitía la persona.
Nía y yo compartimos muchos momentos bonitos. Ella mostraba un interés particular por la vegetación de la región y siempre me preguntaba cosas. Yo le explicaba, pacientemente, para que ella pudiera entenderlo. Ella tomaba notas, y pintaba. Le encantaba pintar. Creo que a eso se refería cuando decía que era artista. También utilizaba un aparato que tenía para pintar imágenes. Todavía conservo una imagen de los dos, entrecruzando nuestros brazos y fundiendo nuestros cuerpos. Qué felicidad.
Un día, todo cambió. Las heridas que Nía llevaba en su piel se descosieron de nuevo. Recuerdo ver a Nía tratando de explicarle a unas personas importantes algo sobre la implementación de un sistema de energía. En la ciudad tenían mucho de eso. Nía quería que nosotros también la tuviéramos. Hablaba fervientemente de la transición ecológica, y volvía a hacer referencia al clima, a la atmósfera, al agua. Creo que nunca comprendí a qué se refería, a dónde había que transitar. Hubo muchas cosas que yo no entendía de la biología, pero siempre tuve claro cuánto la admiraba. Por desgracia, no todas las personas somos iguales, y al final, Nía se tuvo que ir.
Yo no quería que Nía se fuera, y ella tampoco quería irse. Me explicaba que las personas con las que había hablado veían amenazado su poder en la aldea, y también que ella había sido amenazada. Insistía que era importante, que quería salvarme, que quería salvarnos a todos. Esa era su misión en la vida, aseveraba. Fue ahí cuando entendí que Nía estaba enferma, y que necesitaba curarse.
Mi mamá siempre decía que una vela apagada se consumirá sin iluminar la oscuridad. Creo que Nía era esa vela. Desde que era pequeña, Nía siempre había tratado de salvar a los demás. Hacía un tiempo, Nía me había contado que le encantaba la biología, y que había decidido estudiar biología porque su madre siempre quiso ser bióloga. Desde entonces, Nía se empapó de datos para convencer a los demás, y también de preocupaciones. Nía decía que ese era su proyecto de vida, que no podía marcharse de allí sin más. Pero tuvo que irse, con las heridas más abiertas que nunca. Unas heridas que nunca pudo curar allí.
Después de un tiempo, recibí una carta, así que le pedí a mi hermana mayor que me la leyera. Las palabras resonaron dentro de mí como el eco de una campana. Era Nía, y decía que estaba bien, que sus heridas se estaban cerrando. Me decía que la exigencia, la impotencia, la frustración, el desamparo… poco a poco iban desvaneciéndose. Me pedía perdón por no haber entendido que la ciencia puede explicar cosas del mundo, pero no cambiarlo; que solamente las personas podrán hacerlo. Me decía que había venido como bióloga, pero que algún día volvería como persona. Me daba las gracias por ayudarla. La alegría me invadió, y lloré desconsoladamente.
Soy muy feliz al saber que Nía se está curando. Nía vino un día para salvarme, para salvarnos a todos. Me alegro de que al final se haya podido salvar ella.
Me llamo Paul, y tengo sed.
Sé que Nía lo sabe.
La clave
La organización de la cena-homenaje sudó tinta para convencer a Claudio Mantellis de que debía acudir a la gala con chaqué, con pajarita y con su mujer. Cuando el aclamado matemático llegó a la base de la escalera del Liceo, en cuyo salón se había habilitado una mesa para unos doscientos invitados, resultó diáfano que Mantellis odiaba los actos multitudinarios, que el chaqué le apretaba por todos lados y que la pajarita lo estrangulaba. Del brazo de su mujer, Clea, una señora menuda y vestida de colores apagados, subió las monumentales escaleras y entró en el hall del enorme edificio. Allí lo esperaba Gaspar Monroe, Presidente de la Academia de Ciencias. Gaspar era un tipo atlético de mediana edad que caminaba dando zancadas como de metro y medio y que hacía tronar una voz optimista y vital. Llegó casi al galope y se paró a dos cuartas escasas de la pareja de ancianos
—¡Doctor Mantellis! ¡Un verdadero honor! Señora Mantellis —tomó la mano de la anciana y depositó un beso en su dorso. Ella abrió los ojos como platos—, encantados de tenerla aquí.
—Sí, bueno —dijo Claudio, soltando el brazo de su mujer—. ¿Dónde me siento? No tengo costumbre de trasnochar mucho…
A paso felino, mucho más lento que el de su marido, llegó la esposa de Gaspar, una treintañera escultural, pelirroja y sonriente, que desprendía tanta energía como su marido y que lucía un traje dorado escotadísimo.
—¡Querido doctor! —le dedicó una sonrisa radiante al anciano—. Deje que le robemos a su mujer un ratito, y así pueden ustedes hablar de cosas importantes.
—Eh… claro, claro.
Sin decir palabra, pero sonriendo como una cría, Clea Mantellis se agarró del brazo de la esbelta pelirroja y se perdió entre la multitud de asistentes que se iban acercando con timidez para saludar al genial matemático que había resuelto, al fin, la transición de las ecuaciones entre el flujo laminar y el turbulento.
—Un gran avance, doctor —le comentó el Presidente de la Academia al anciano cuando al fin se sentaron y los camareros comenzaron a servir los entremeses.
—Gracias, doctor Monroe. Aunque en la práctica las incógnitas de Navier-Stokes se han solventado por aproximación a base de puro análisis numérico, mis ecuaciones aportan, al fin, una resolución analítica, como usted bien sabe…
—¿Cómo bien sé? Me sobrestima, Doctor Mantellis. Soy biólogo, yo no sé mucho de matemáticas tan avanzadas.
—¿Cómo que no sabe de matemáticas? ¿Y su monográfico sobre fractales? Se usa en todo el mundo y…
—Ah, no —rió Gaspar Monroe—. «Esa» Monroe es mi esposa, Greta. Y bueno, a veces pasa que nos confunden por la misma inicial, claro.
Mantellis se atragantó con el vino. Buscó con la mirada a Clea. Ella estaba casi en la otra punta de la mesa, rodeada de mujeres bellísimas que la escuchaban anonadadas. Parecía una vieja criada rodeada de princesas de cuento, pero todas la miraban boquiabiertas. En un momento, Clea se encogió de hombros, dijo algunas palabras más y bebió un sorbito de agua. Todas las eminentes científicas que estaban sentadas junto a ella volvieron la vista hacia Claudio Mantellis y entrecerraron los ojos con odio.
El viejo matemático se dio cuenta del error que había cometido al suponer que una mujer como Greta Monroe era demasiado guapa para tener idea de nada. Maldijo por lo bajo, se secó la comisura de los labios con la servilleta, que dejó caer luego al suelo, y retiró la silla precipitadamente, a la vez que se levantaba de la mesa.
—Señor Presidente, muchas gracias por esta cena de homenaje, pero mi mujer y yo tenemos que irnos. Ella está delicada, ¿sabe?, y cuando trasnocha puede decir muchas tonterías inconvenientes.
Al otro extremo de la mesa, Greta movió sus manos rápidamente. Desde su sitio le decía en lenguaje de sordos a su marido «que no se acerque el viejo». Gaspar lo entendió todo de golpe, disimuló un internacional «ok» hacia su esposa, se levantó y agarró al anciano matemático por el brazo.
—Pero si acaba usted de llegar, doctor Mantellis… —entonces alzó la voz—. Propongo un brindis por el descubridor del hallazgo matemático del siglo. Por favor, doctor, unas palabras.
En el otro extremo de la mesa, alguien le había dado papel y una pluma a Clea que sonriendo, ametrallaba el folio de ecuaciones sin perder la sonrisa. Un sudor frío corrió por la espalda de Claudio Mantellis.
La gran aventura de Lactobacillus y sus amigos
Eran las dos del mediodía cuando «Lactobacillus bulgaricus», «Streptoccocus termophilus» y sus millones de compañeros microscópicos disfrutaban de un baño fresquito a unos cuatro grados, la temperatura de nuestros frigoríficos. Además, estaban rodeados de trozos de fruta: fresa, plátano, piña, melocotón… que utilizaban como juguetes. A su alrededor también estaban las vitaminas, los minerales y las proteínas de la leche, aunque eran mucho más tranquilos y simplemente observaban la gran fiesta que tenían los millones de microorganismos. De repente, todo empezó a tambalearse y se notaba un ambiente más cálido. Daniela había decidido tomar como postre su yogur favorito de sabor macedonia. Los líderes del grupo Lactobacillus y Streptococcus, Lacto y Strepto para los amigos, gritaron: - ¡Tenemos que prepararnos para sobrevivir durante el gran túnel negro! ¡Debemos ayudarnos para llegar sanos y salvos a nuestro objetivo final: la gran pared de la mucosa! Ellos, los microorganismos, llamaban túnel negro al paso desde la boca hasta el colon, atravesando el esófago, el estómago y el intestino delgado.
Lacto era tan simpático que se hacía amigo de todo el mundo, por ello amaba viajar a ese lugar para hablar y comunicarse con bacterias de diversos géneros y otros microorganismos de la flora intestinal. Lacto era muy conocido por su forma alargada y Strepto por ser redondito.
En el momento en que Daniela se metió la primera cucharada de yogur en la boca, Lacto, Strepto y sus millones de compañeros comenzaron a notar un líquido, un tanto pegajoso, que los humedecía y unos grandes bultos blancos los intentaban aplastar. Sin embargo, todo esto ocurría de forma veloz, en menos de diez segundos. Lo que estaba sucediendo era la fase oral de masticación, que lograron superar sin ningún tipo de complicación, pero lo peor estaba por llegar.
Tras pasar por el esófago, un gran ambiente ácido los bañó. Se trataba del jugo gástrico del estómago, que es tan fuerte que solo los microorganismos más resistentes podrían aguantar unas dos horas en él. Tras esta etapa gástrica, Lacto, Strepto y gran parte de la tropa microscópica gritaban de alegría por sobrevivir y superar uno de los retos más complicados de la digestión, pues era un largo recorrido de más de cuatro horas de duración. Todos ellos habían puestos en marcha las estrategias que habían ido aprendiendo a lo largo de los años para hacer frente a esas condiciones tan desfavorables, como el pH ácido.
Felices por el triunfo, los microorganismos ya lo celebraban en el intestino. Pero todavía era demasiado pronto para cantar victoria, ya que tenían por delante otras dos horas antes de alcanzar la meta final y adherirse a la pared de la mucosa. En el intestino delgado el ambiente era casi perfecto. Estaban rodeados de unas condiciones suaves de pH neutro como el agua, y las enzimas intestinales solían ser muy acogedoras. Sin embargo, un gran enemigo acechaba la zona: las sales biliares. Estas sales podían ser capaces de atacarlos y alterar su supervivencia, dañando las células. En ocasiones, los microorganismos que son más débiles se les prepara previamente con una capa protectora, microencapsulación, para que puedan ser héroes y resistan la etapa de digestión intestinal. En este momento, Lacto, Strepto y sus amigos sacaron todas las fuerzas posibles para aguantar la última fase.
Cuando llegaron a la gran pared, en el colon, se dieron cuenta que no había suficiente espacio para todos, por lo que lucharon con las bacterias malvadas que se encontraban allí robándoles su posición. Finalmente, consiguieron adherirse a la famosa mucosa colónica, eliminando a todos los que no debían estar allí. Lacto y Strepto eran tan buenos que los llamaban probióticos, pues habían cumplido la función de reducir a todos los microorganismos malos y mejorar la salud intestinal.
A las siete de la tarde, Daniela se encontraba muy feliz y contenta en el parque, tirándose por el tobogán mientras cantaba una de sus canciones preferidas. Sin embargo, ella no era consciente de que parte de su bienestar era gracias al yogur que se había tomado de postre y que contenía a Lacto, Strepto y sus millones y millones de compañeros.
La guardiana del tesoro
-Tengan cuidado al entrar, la puerta es baja.
Mientras accedían en grupos de cinco a los habitáculos de unos 25 m², esperaba en el patio exterior que se formaba entre las viviendas reconstruidas.
- ¡No me puedo imaginar viviendo en un sitio tan pequeño y oscuro!
- Pues se parece bastante a la cocina de mi abuela. El hogar con la gramallera, el tocino y los chorizos colgados a su vera, hasta huele…
- Papá quiero salir, déjame el móvil.
A Berta le gustaba oír los comentarios. Alguna vez eran despectivos, pero generalmente expresaban la extrañeza y sorpresa sentidas al introducirse en el escenario de unas vidas remotas. Seguía fascinándole el hecho de que a las personas mayores su atmósfera les resultase familiar mientras a las jóvenes les fuese totalmente ajena ¡Cuanto se aceleraron los cambios en apenas una generación!
Después de que todas hubiesen entrado a las reconstrucciones, con el ánimo ya predispuesto a la evocación de la antigua humanidad del lugar, se dejaba rodear por el grupo para comenzar la exploración de sus huellas, la visita a los restos arqueológicos. Iniciaba el discurso invitando a evocar un tiempo anterior en el que las personas, que carecían de muchas de las cosas que hoy tenemos, y utilizaban muchas otras que hoy ignoramos, vivían y se relacionaban, entre ellas y con la naturaleza, de un modo distinto al nuestro. Luego recorrían los diferentes vestigios entreteniéndose en los detalles que apoyaban su argumento.
Después de documentarse sobre el yacimiento y sobre el momento al que pertenecía, la Edad del Hierro, de haber observado, registrado, revisado o paseado, miles de veces, los restos conservados, podía estar horas hablando de la configuración del poblado, del paisaje que lo rodearía, de las viviendas, de las personas que lo habitaron… pero no se trataba de contarlo todo. Berta no pretendía aleccionar a sus oyentes, sólo se proponía dar sentido a los restos para que cada persona generase sus propios lazos con las gentes que habitaron el lugar, con el tiempo y el pasado que lo habitó.
Por eso su discurso condensaba, de forma sencilla, los últimos avances en la investigación del período, mientras sus ojos, sus manos y su voz, se coordinaban para tender el puente que lo enlazaba con los restos. Pero no todas las personas reparan en las mismas cosas y a ella le gustaba el reto que supone adaptarse a las inquietudes de su público. Por eso dejaba que los comentarios orientasen su argumento. Hacía así un guiado relevante al interés de sus oyentes, nuevo y distinto cada vez.
Se detenía bastante en los espacios de vida cotidiana porque le permiten desvelar el concepto de familia, las costumbres de limpieza, la dieta, la relación con la naturaleza… de los antiguos pobladores del lugar y mostrar así cómo valores que hoy consideramos universales son meramente culturales.
A medida que avanzaba su narración, el grupo se enredaba más y más en su disquisición siguiendo fascinado la dirección de sus manos al señalar cada vestigio, pues su voz lo iluminaba, desvelaba el sentido de lo ignoto. Alguna persona, escapándose a su magia, hacía fotos indiferente a su relato, pero la mayoría se atrapaba en la fascinación de las ideas que imbuía con su elocuencia. Y ella se maravillaba de esta destreza descubierta poco tiempo atrás cuando, cansada vagar de excavación en excavación, por un escaso salario, decidió volver a casa.
Fue el gusto por descubrir “tesoros” y ver mundo lo que la llevó a hacerse arqueóloga. Por entonces aún no se había estrenado la primera película de Indiana Jones, pero ella tenía la misma idea de la arqueología. Pensaba que se trataba de descubrir tesoros ocultos entre ruinas de antiguas civilizaciones. Creía que esto sólo se hacía en lugares como Roma, Creta o Egipto. En su imaginario no existían los pequeños yacimientos locales.
Hoy sabe que el propósito de la arqueología no es descubrir opulentos vestigios, sino estudiar el pasado humano a través de los restos materiales. Por eso la arqueología, como el futbol, se juega en ligas mundiales, nacionales y locales, como la que ella juega cada día enfrentándose al reto de ilustrar un yacimiento de su pueblo.
Hoy toca la evaluación que, un día distinto de cada semana, realiza a sus oyentes. Las caras y comentarios le pronostican buen resultado. Sabe que les ha entregado el tesoro del yacimiento que guarda, pues no encuentra mejor palabra, por más que busca, para definir la revelación que provoca en las mentes y las almas de los visitantes al comprender que la arqueología, descubriendo diferentes maneras de estar en el mundo, permite de-construir y evidenciar los fundamentos de la nuestra.
Mostrar que somos sólo una de las múltiples formas de humanidad posibles es el tesoro que Berta comparte con su público cada día.
La lucha de X
Acta de la causa abierta contra doña ADNpolimerasa II
(Constituido en audiencia pública el Ilmo. Sr. Juez de lo Celular en la causa abierta contra doña ADNpolimerasa II, se abre la sesión de la vacuola 3 del Juzgado de lo Celular.)
- Levántese la acusada. Diga su nombre completo.
- ADNpolimerasa II, pero casi todo el mundo me conoce como Pol II.
- ¿A qué se dedica?
- Soy la encargada de las correcciones en el proceso de replicación del ADN.
- Podría explicarse un poco más. Comprenderá que como licenciados en derecho nuestros conocimientos en biología molecular son bastantes escasos.
- Lo entiendo Sr. Juez. Para crecer, renovar células muertas y reproducirse hay que hacer una copia de ADN que es la que contiene toda la información, para transmitirla después a las células hijas o a los gametos, según el caso. Mi función consiste en revisar y corregir los errores que cometa mi compañera la Pol I, que es la encargada de copiar toda esa ingente cantidad de nucleótidos, por lo que, aunque es muy buena en su trabajo, es normal que cometa algún fallo que yo me encargo de subsanar. No sé si he conseguido explicarme.
- Perfectamente Sra. Pol II. Veo que el suyo es un trabajo de una responsabilidad enorme.
- Así es Sr. Juez. El más mínimo fallo en una proteína puede suponer la inviabilidad de ésta, que seguramente dé lugar a una enfermedad genética e incluso la muerte.
- Sra. Pol II, ¿sabe usted de qué se le acusa?
- Sí.
- ¿Podría ofrecernos su versión de los hechos?
- Por aquel entonces yo formaba parte del equipo de replicación de Teletusa, una buena y decente mujer cretense, cuando oí las sandeces que le lanzaba el cretino de su marido Ligdo.
(Protestas de la acusación por insultos a su cliente que son aceptadas por el Sr. Juez)
- Haga usted el favor de abstenerse de ofender a nadie.
- Lo intentaré Sr. juez.
- Continúe usted ¿Qué le fue lo que Ligdo le dijo a su mujer?
- Le dijo que él deseaba tener un hijo y en caso de que viniese una niña sería mejor matarla. Mire Sr. Juez, hasta ese entonces, había asistido a innumerables desprecios, atropellos y vejaciones al cromosoma X, pero aquello me pareció tan hipócrita y miserable que me llené de rencor.
- Habla usted, del rencor al cromosoma Y, supongo.
- Así es, no me queda más remedio que admitir que a pesar de que sea un cromosoma tan poca cosa …
(Nueva protesta de la acusación y nuevo apremio del Sr. Juez para que la acusada modere su subjetividad)
- Admito, decía, que para que haya variabilidad genética sea necesario un cromosoma Y, pero me parece intolerable ese engreimiento absoluto, hasta el punto de querer eliminar todo lo que sea X.
- Entonces, ¿cómo reaccionó usted?
- Resultó que justo al día siguiente tuvo lugar la fecundación que tanto ansiaba Ligdo. Su dotación sexual fue XY. Le comenté mi enfado a mi compañera la Pol I. Ella me dijo que también estaba hasta el extremo carboxilo de la tiranía de los Y. Cuando llegó el turno de corregir una mutación que mi compañera había cometido en el gen de la 5-alfa-reductasa no me pude reprimir, y no hice la debida corrección.
- Perdón. ¿La 5-alfa qué?
- La 5-alfa-reductasa es otra enzima que convierte la testosterona en otra sustancia: la dihidrotestosterona (DHT), que es la que realmente actúa para que se desarrollen los genitales externos masculinos. Al fallar la 5-alfa-reductasa se desarrollan los genitales internos masculinos pero no los externos. Es decir, que a pesar de ser genéticamente masculino adquiere la apariencia de una niña. Esto es así hasta los doce o trece años. Al comienzo de la pubertad hay un fuerte aumento de la testosterona con lo que afloran por fin, el pene y los testículos, que es lo que le ocurrió felizmente a Ifis.
- ¿Se da cuenta que al actuar así, el castigo real fue a parar a Teletusa e Ifis en lugar de a Ligdo?
- Sí. Aún así, espero que haya servido para que el Ifis adulto nos valoré tal y como nos merecemos, y superé el pensamiento retrogrado de su padre.
(El Sr. Juez levanta la sesión y decreta el juicio visto para sentencia)
Sentencia del juicio contra doña ADNPolimerasa I y doña ADNPolimerasa II
Sr. Juez: Levántense las acusadas. En relación a la Norma Ancestral 5 del precámbrico, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Procedimiento de la Replicación - Artículos 11 y 12 DECLARO:
- A doña ADNPolimerasa I: culpable de prevaricación, aunque con atenuante de colaboración con la justicia. A partir de ahora, pasará a realizar las labores de doña ADNPolimerasa II.
- A Doña ADNPolimerasa II: culpable de prevaricación, por lo que la condeno a inhabilitación. La labor que realizaba doña ADNPolimerasa I pasará a manos de doña ADNPolimerasa III.
La luz de la ciencia
Era una calorosa tarde de verano en El Grado, Huesca. Democ había quedado con su pandilla para bajar a la piscina, el único sitio donde se podía aguantar este infierno. En la plaza le esperaban JJ, Somi Dalton, Max y los gemelos Rodi y Heisi.
Hola chicos, dijo lacónicamente Democ, un niño de 13 años que destacaba por su altura y delgadez, de lejos parecía un spaghetti.
Buenas chicos, Heisi la miró furibundamente, odiaba que se usará únicamente el masculino en grupos. Buenas chicos y chica, dijo de nuevo Democ- socarronamente.
Los seis bajaron a la piscina. un kilómetro a 40º que se hacía eterno pero que quedaba ampliamente compensado cuando llegaban a la piscina y se pegaban el primer chapuzón...el mejor de la tarde.
Después de estar jugando toda la tarde en la piscina y mientras se tomaban el helado de rigor, Somi tomó la palabra. ¿Tenemos algún plan para esta noche? Yo tengo uno, chicos... y chica, dijo fijando la mirada en Heisi. La misma Heisi tomo la palabra: No sé qué haremos, pero lo que se seguro es lo que no haremos, cualquier plan que salga por tu boca, Somi. Todos se miraron y se echaron a reír. Normal, que nadie siguiera a Somi, sus ideas no solían acabar muy bien.
JJ tomo la palabra: ¿Y si vamos a las trincheras? Todos se miraron, sabían lo que implicaba esta visita.
¿Quieres entrar en el agujero? Dijo Heisi inquisitiva
Todos se miraron, conocían la respuesta.
Las trincheras eran fortificaciones construidas por el bando republicano en la retaguardia del frente de Aragón durante la guerra civil española. Aparentemente eran inofensivas, pero la pandilla había descubierto un agujero escondido a 5 metros de la entrada y una nota pintada en rojo que rezaba lo siguiente: “el 3 de julio de 1941 entró en este agujero el niño Severo Ochoa y Cajal y nunca regresó”. Cuando Democ consultó a su abuela por la existencia de ese niño en su época, ella le contestó que vagamente le sonaba pero que desapareció de repente, para no volver jamás. Desde entonces, habían decidido no entrar, pero JJ estaba decidido a romper el pacto.
A ver, dijo JJ, sois unos gallinas, dijo retando al resto de la pandilla. Estoy harto de estar sentado toda la noche sin hacer nada, yo hoy voy al agujero ¿Quién me acompaña?
Nadie contesto, todos agacharon la cabeza. JJ se levantó, muy enfadado, y dijo mientras se iba: “Yo estaré allí a las 11, si alguien quiere venir, ya sabe”. Todos se miraron sin decir nada, Max cambió de tema. Democ, dubitativo, comenzó a valorar acompañar a su amigo. No lo quería dejar solo.
¿Qué haces con la linterna Democ?, le preguntó su madre.
Nada mamá, hoy iremos a dar una vuelta y a veces subimos a Piacuto y no se ve nada, no me quiero volver a torcer el tobillo.
No sé qué pintas en Piacuto por la noche, dijo inquisitiva su madre.
Democ había mentido a su madre, no iba a ir a Piacuto, iba a acompañar a su amigo a las trincheras. Esperaba no tener que arrepentirse.
Llegó 5’ tarde, allí no había nadie, quizás JJ ya se había ido. Le envió un mensaje, pero no obtuvo respuesta. Espero hasta y cuarto. Miro el móvil y tenía mensajes del resto de la pandilla que había quedado a las 1130h. Aún estaba a tiempo, se giró decidido a volver al pueblo. Dió 5 pasos y cambió de opinión “no puedo dejar solo a JJ, si le pasa algo no me lo podré perdonar”, pensó. A toda prisa decidió acercarse a las trincheras. A y media ya estaba allí, lo llamó a grito pelado, nadie le respondió.
Se acercó a la entrada, entró a la trinchera, volvió a llamar a su amigo y se detuvo en la entrada del agujero. Dudó. ¿Y si JJ al final no había venido? Era imposible, era demasiado cabezón. Volvió a dudar. ¿Qué hago?, se preguntó. Finalmente se decidió, encendió la linterna, encogió su cuerpo y entró en el agujero. Nunca más saldría, acababa de quedar atrapado por la magia de la ciencia.
Allí se encontró a Demócrito (Democ), a JJ Thomson (JJ), John Dalton y Sommersfeld (Somi Dalton), Max Planck (Max) y Schrödinger y Heeisenberg (los gemelos Rodi y Heisi). Todos ellos personajes clave es en la historia del átomo. También estaba Curie, Einstein o Meitner. Debatían Newton y Hawkins.
La aparente oscuridad del agujero era una metáfora de la oscuridad del desconocimiento. Una vez entrabas en el agujero, se iluminaba todo gracias a la luz que nos aporta la ciencia, una luz que, gracias a nuestras ganas de saber, jamás dejará de iluminarnos y de guiarnos en el camino de la vida ¿Quieres quedarte atrapado por la fuerza de la ciencia? Acompáñanos.
La señal
Habían pasado otros 5000 años.
Abrí los ojos. Z13 se acercó al cristal y negó con la cabeza. Bastó un parpadeo para que se retirara. Los dos conocíamos de sobra el ritual; lo habíamos practicado varios millones de veces.
Suponía que estaba a unos segundos de retomar mi plácido sueño cuando Z13 volvió a aparecer frente a la cápsula.
—¿Hay algún problema, Zeta? —pregunté a través del intercomunicador.
—En absoluto, capitán. Solo… Me gustaría plantearle algo.
Consulté el tablero de misión. Si la memoria no me fallaba, había estado allí metido los últimos 150 000 años.
—De acuerdo, Zeta. Abre. Daré un paseo.
El puente de mando estaba impoluto. Zeta había hecho un gran trabajo de mantenimiento. Me acoplé al sillón de control, apagué todas las luces y di un par de vueltas a mi alrededor para deleitarme con el espectáculo del universo abismal. Uno jamás se cansaba de aquella panorámica.
—¿De qué se trata, Zeta? —pregunté, sin apartar la vista de la preciosa galaxia espiral que teníamos en frente.
Z13 rodó junto a mí y se quedó en silencio.
—¿Y bien? —insistí.
—He estado pensando…
—Eso no me gusta.
Al menos una vez cada medio millón de años, a Z13 le daba por pensar. Ya había revisado a fondo su programación en busca del problema, pero no había dado con ninguna anomalía.
—Lo sé, capitán. Lo siento. ¿Quiere que aplique un autoborrado?
—Vamos, Zeta, suéltalo.
Z13 se giró hacia mí.
—Es sobre la señal, capitán.
Me mantuve en silencio. La cuestión ya había sido debatida y descartada.
—Creo —continuó— que he encontrado una forma de aproximarnos a la fuente sin retrasar demasiado nuestra misión. Según mis cálculos, no perderíamos más de 20 000 años.
La dichosa señal me intrigaba tanto como a él. Era mucho más interesante que nuestra aburrida misión, desde luego. Aquella señal albergaba la promesa de un gran hallazgo, quizá el más grande que hubiera hecho jamás nuestra especie.
—Sabes que no puedo hacer nada al respecto —dije con cierta pena.
—Claro, capitán. Lo siento. ¿Quiere que aplique…?
—Di lo que tengas que decir —concedí.
Z13 me explicó sus planes. Su propuesta incluía agujeros de gusano, uso de energía oscura y manipulación del espacio-tiempo mediante campos de torsión. Mientras hablaba comencé a sentir una creciente sensación de pánico. Mi vida estaba en manos de un robot enajenado.
—Zeta —le interrumpí al fin, procurando ocultar mi angustia—, supongo que no hablas en serio. Todo eso no son más que teorías. Y algunas de ellas están en el límite de la pseudociencia.
—Desde luego, capitán. Lo lamento.
Aquello me tranquilizó. Esperaba que Z13 respondiese a la defensiva, que tratara de convencerme de que sus locuras tenían sentido.
—Bien… No importa, Zeta. De todos modos, me alegra haber compartido este rato contigo. Y ahora…
—Por supuesto, capitán. Prepararé la cápsula.
Habían pasado otros… ¡Solo habían pasado 10 años!
Comprobé varias veces el tablero para asegurarme de que no me equivocaba.
—¡Zeta! —grité— ¿Qué ocurre?
La cápsula se abrió, pero Z13 no estaba allí. Corrí hacia el puente de mando invadido por el miedo y la ira.
Zeta estaba acoplado al sillón de control. No se giró al escucharme.
—Capitán —dijo antes de que yo pudiera articular palabra—, acérquese, quiero que vea esto.
No estaba seguro de cómo afrontar una situación tan excepcional. Hasta donde sabía, nunca un modelo Zeta se había comportado de una forma tan insólita. Me tomé unos segundos antes de responder.
Tras meditarlo, decidí seguirle el juego.
—¿Qué ocurre? —pregunté con cautela.
Z13 apagó las luces.
Me quedé embobado. Allí afuera, frente a nosotros, flotaba una preciosa bola brillante.
—¿Qué es eso, Zeta? ¿Dónde estamos?
—En los confines del universo conocido, capitán. A 33 millones de años luz de nuestra galaxia.
Aquello tendría que haberme asustado. Pero no lo hizo.
—Es la fuente de la señal, capitán. Un planeta telúrico.
Me acerqué a la cristalera, hipnotizado.
—Llevo unos meses estudiándolo —continuó—. Alberga vida, capitán.
A medida que mi sistema de visión se fue acostumbrando a la oscuridad, pude distinguir más detalles de aquella esfera de tonos celestes.
Zeta bajó del sillón y se colocó a mi lado.
—Hablo de vida inteligente, capitán.
¡Robot loco e indisciplinado! Mi deber habría sido desactivarlo de inmediato, pero aquel hallazgo lo cambiaba todo.
—Zeta… —murmuré después de un buen rato—, tienes… Tienes que ponerle nombre. Tú lo has descubierto.
—En realidad ya posee uno, capitán. Aunque es muy modesto, me gustaría mantenerlo.
—Que así sea —dije.
Han pasado cuatro días desde entonces. Ya puedo distinguir a simple vista las nubes blancas de la atmósfera y las enormes masas de agua que parecen cubrir casi toda la superficie.
En pocas horas pisaremos el planeta Tierra.
Laieta antartica
El rugido del oso desgarró la gélida noche mientras corría huyendo de la bestia. Sabía que en pocos segundos estaría a merced de aquel terrible animal, y que sus posibilidades de supervivencia eran nulas. -Nadie sobrevive al ataque de un oso polar, pensó. Ya que tenía que morir, decidió que mejor hacerlo de cara, luchando. Se detuvo y giró sobre sus talones para enfrentarse al animal que ya había despedazado a dos de sus compañeros. De repente notó como la carne y tendones de su hombro derecho se desgarraban y vio como su brazo salía despedido por los aires, dejando un reguero de sangre en la nieve. Se despertó sobresaltado, con palpitaciones, sudoroso, menuda pesadilla. Al intentar incorporarse se golpeó la cabeza con el techo. ¿Dónde estaba? Los recuerdos fueron llegando lentamente. Estaba en un buque oceanográfico, de campaña en el océano antártico. Llevaban ya 20 días muestreando las aguas del pasaje del Drake, famosas por su mal temperamento. Hasta ayer tuvieron suerte, pero la mañana anterior amaneció con olas de 6 metros que obligaron al barco a refugiarse en el estrecho de Gerlache. Aquella repentina tormenta y el exagerado vaivén del barco lo obligaron a tomar una pastilla contra el mareo, aun a sabiendas de que le produciría somnolencia y pesadillas.
Al abrigo del estrecho de Gerlache la cosa era diferente. El mar parecía una balsa de aceite y el paisaje, abrupto y blanco como un pastel de merengue de infinitas formas y texturas, le abocaba una paz interior como nunca antes había sentido. La señal del desayuno lo extrajo súbitamente de su ensoñamiento. Si bien disfrutaba del paisaje, y sabía que el plato que le esperaba sería insípido y aburrido, no tuvo más opción que activarse y subir las escaleras. Su turno de muestreo ya le obligaba a saltarse la cena, no podía también omitir el desayuno. Al poco después de desayunar, ya enfundado en su mono de trabajo isotérmico, se dirigió hacia popa, donde majestuoso se elevaba el pórtico del que ya colgaba su red de pesca de plancton.
- A ver si no nos dormimos, que a mí me importan tres pepinos tus bichos, le recriminó su compañero de trabajo.
Ignoró el comentario, como hacía siempre. Si bien ambos estaban haciendo su doctorado bajo el mismo proyecto, no existía compañerismo entre ellos. Julián, era ambicioso y continuamente hablaba de trabajo, como si le fuese la vida. En cambio, él entendía que, si bien una tesis doctoral era algo importante, no iba a permitir que su investigación acabase con todas sus aficiones e intereses. A pesar de ello, sus experimentos estaban dando mejores resultados que los de Julián, hecho que crispaba aún más a su colega.
El azar los había reunido en aquella campaña oceanográfica para estudiar la ecología del zooplancton de la zona. Julián se encargaba del microzooplancton, la fracción más pequeña y compuesta mayoritariamente por organismos unicelulares. Él, de los copépodos, pequeños crustáceos, en teoría muy abundantes en todos los mares y océanos del planeta. Pero en aquella campaña los copépodos se mostraban elusivos y rara era la vez que pescaban más de media docena. Su director de tesis, desde las instalaciones del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona, lo consolaba asegurando que estas cosas pasan, sobre todo en la Antártida. Él lo entendía, pero igualmente se sentía frustrado por no poder completar su experimentación y estar perdiendo valiosos días de trabajo. Además, añoraba a su novia a la que tanto quería. Se llamaba Laia, pero que él siempre llamaba cariñosamente su Laieta.
La red ya estaba ascendiendo desde los 200 m fijados como profundidad máxima. Pronto sabría si, otra vez, el cubilete estaría vació o si, por contra, tendría más suerte y podría ponerse a hacer experimentos. Los minutos de espera se hacían eternos, en especial por el frío que calaba incluso a través del traje de muestreo. Por fin llegó la pesca.
Al abrir el cubilete le sorprendió un fogonazo de luz azul que quedó paulatinamente sofocada por los rayos solares. La pesca estaba llena de unos grandes copépodos algo extraños, con muchas espinas y expansiones y que emitían destellos de luz intermitentes. Por unos minutos quedó fascinado. Julián lo increpó para que se diese prisa en llevarse “sus bichos” pues ahora le tocaba el turno él.
En el laboratorio examinó su fascinante captura y le sacó fotos y vídeos. Le envió las imágenes a su director de tesis, el cual, tras varias horas debidas al desfase horario, respondió entusiasmadísimo. Le comentó que había hablado con varios expertos y ninguno conocía la existencia de esos copépodos. ¡Seguramente eran una especie nueva! Además añadió, que, ya que los había descubierto él, que pensase en un nombre. No le dio muchas vueltas, a los pocos minutos le respondió: Laieta antartica.
LANGOSTAS DE COLORES Y CEREBROS: SOBRE LOS ESCRITOS PERDIDOS DE LA ÚLTIMA HORMIGA DEL MUNDO
“Estar vivo es un huracán cerebral, una vorágine velocísima de impresiones arrojadas a la consciencia, como un enjambre de langostas multicolores a un campo de trigo adolescente.
Y así se interpreten los hechos: hay 300 millones de insectos por cada persona arrojada a la vida. Se visualice un enjambre heterogéneo de 300 millones de especies y tamaños buscando la sangre, las cocinas y los cadáveres del mundo vorazmente: 300 millones de insectos en cada suspiro de desengaño por la vida contestando al pitido de un despertador. En cada uno de los minúsculos cosquilleos en una tarde de verano que no tienen palabra en nuestra lengua, 300 millones de insectos. 300 millones por cada vez que el olor del alcanfor trajo a alguien el recuerdo de su abuela, y en cada croqueta fría del mundo hay 300 millones. 300 millones, la mujer sombría en la esquina del metro; sus hijos y sus maridos, 300 millones. Es sol y nostalgia, cucharas calientes; espada y condones; riñones, vacuno y metástasis; 300 millones. Revolotean así en cada vida de esos que buscan vorazmente la forma más sencilla de ser felices.”
Así habló Asanasatsaarmaán, la última hormiga del mundo.
Primero estalló el tiempo y casualidades hicieron la tierra, allí los químicos se ordenaron en genes y genes se reprodujeron. La carne que rodeaba los genes tuvo miedo a la muerte y así se hizo la vida. Luego la vida se dispersó.
500 millones de años antes de la persona, fueron pseudo-anélidos marinos, gusanos simples, quienes evolucionaron su cuerpo anillado en un sistema de segmentos especiales. Entonces, el espíritu caprichoso y desapasionado del tiempo endureció su piel con armaduras y les dio dos mandíbulas para espantar y luego alas para huir. Fueron seis sus patas y grande su tamaño mientras colonizaban implacables cada panorama del mundo, era el año 300 millones antes de la persona y el insecto ya poblaba cada recoveco de la tierra. Pero no era todavía la hormiga.
Cristalizada en ámbar báltico, Nyladeria Pigmea es la primera especie registrada de la más brillante criatura del planeta azul, esto es, la hormiga. Fechada a 100 millones de años antes de la persona.
Algunos dividen su prehistoria en dos etapas diferenciadas: primero, insectos solitarios, después, "La organización": disparo sagrado del santísimo espíritu de la selección natural que optimizaría la sociedad hormiga hasta su apoteosis. Esta nueva forma de vida negra y redonda tomó colonia alrededor del globo, infalible.
Aquí la hormiga todavía no conocía la geometría ni tampoco el combustible fósil, su cerebro era pequeño, pero era una especie longeva, pulida. Su limitadísima masa cerebral las llevó a una paulatina organización de los cuerpos, en el ángulo muerto de la razón, pero en la diana del instinto. Encerradas en sus genes viciados, nacían y morían con un cuerpo para una causa, como células de un individuo mayor, y la abstracción era solo presente en los sueños más profundos de las reinas, como luces cambiantes y falsos temblores.
En cierto momento, dicha especialización tomó un camino inaudito. Por un trompo milagroso de los genes, algunos bendecidos empezaron a percibir en el mundo un matiz nuevo: sus consciencias seguían rígidas, pero eran más atentas que las demás, las causas y los efectos les eran más nítidos, casi como una sugerencia de curiosidad.
Así se consolidó una nueva hormiga, la sofista, es decir, la no-obrera, la no-soldado, la cerebro de las descerebradas, enzarzada en sus genes de pensadora. No pasaron muchos siglos hasta que una sofista descubriera el número, más tarde, el comercio y la ley engendrarían la escritura: se escarbaban inmensos pasillos para embutirlos con largos patrones de feromonas de acuerdo a una compleja sintaxis química, recorrerlos era leer.
La civilización hormiga fue colonialista y paranoica, una xenofobia radical dirigía sus políticas exteriores y en cada comunidad había un profundo sueño imperial heredado de sus ancestros.
Aunque hoy sabemos que las personas siempre desconocieron la existencia de este universo bajo sus pies, las sofistas mandaron muy pronto obreras a explorar la cultura humana, y con los siglos, sus libros pudieron leerse por al tacto diferente de la tinta y el papel.
Más arriba han podido leer un texto escrito por la última autora hormiga de la que tenemos constancia, su nombre es una difícil transcripción del sistema feromónico a nuestra lengua, la sofista Asanasatsaarmaán. En este caso, se trata de una reflexión acerca de la vida humana, que demuestra el gran conocimiento de esta cultura que la autora experta adquirió leyendo sus anécdotas y sus poemas, conocedora de su cotidianidad y vislumbrando sus angustias. Un puente entre un mundo insecto de millones de años y la única otra forma de vida sensible a la melancolía que haya habitado jamás la tierra.
Los grandes descubrimientos perdidos: La teleportación
No cabe duda alguna de que el trabajo de Richard Feynman se halla entre los más prodigiosos del siglo veinte, con inmensas contribuciones a la teoría cuántica. Sin sus aportaciones, nuestro conocimiento de las partículas elementales se hubiera visto retrasado en varias décadas. Sin embargo esos descubrimientos no suponían nada comparados con lo que Feynman aspiraba a conseguir y, de hecho, consiguió: la teleportación.
Desde que Feynman escuchó hablar de la paradoja EPR, postulada en 1935, su fascinación por llevarla a buen término llegó a convertirse en una obsesión. En términos poco formales, la paradoja establece que se pueden asociar dos partículas (entrelazar sería la palabra exacta) de tal modo que, una vez separadas entre sí una distancia arbitrariamente grande, actuar sobre una produce modificaciones instantáneas en la otra. Tal principio no viola que nada pueda viajar más rápido que la luz, pues para conseguirlo es necesario un ligero intercambio de información, una llamada telefónica, por decirlo de alguna manera. Pero Feynman no tardó en comprender que, a pesar de las supuestas limitaciones, se podía conseguir algo fascinante: copiar una partícula para que replicara las propiedades de la otra.
Probó primero el experimento con un átomo de oxígeno y otro de hidrógeno que entrelazó y separó diez centímetros. La idea del experimento era que el átomo de hidrógeno se convertiría en una réplica exacta del de oxígeno. Técnicamente hablando, el átomo de oxígeno no viajaría, sino que sería duplicado usando como modelo el átomo de hidrógeno.
El experimento fue un éxito pero, como una consecuencia inesperada, el átomo de oxígeno se convirtió en un montón de partículas dispersas. Feynman había topado con una ley básica de la mecánica cuántica: un átomo no puede ser clonado, es decir, si se copian sus propiedades el original pierde su forma y se transforma en una materia aleatoria distinta.
Feynman no tardó en copiar las propiedades de objetos de mayor tamaño, empleando materiales de desecho de un almacén de la Facultad de Princeton y algunas piezas de alta tecnología facilitadas por compañeros de la universidad. De este modo, empleando unas tijeras y un ejemplar en miniatura de los Elementos de Euclides, consiguió un resultado parcial: el libro se transformó en unas tijeras algo deformes pero reconocibles como tales, mientras que las tijeras se convirtieron en una amalgama de aspecto tan horrible que Feynman no tuvo estómago para conservarla para su estudio y la destruyó de manera clandestina en un horno de fundición.
Feynman comprendió que transmitir las propiedades de la materia resultaba más difícil cuanto más diferentes fueran los objetos, y por temor a crear aberraciones innombrables mantuvo los estudios en secreto hasta obtener resultados concluyentes. En eso se anticipó varios lustros a George Langelaan, quien con su relato La mosca ya intuía el peligro de la teleportación para producir mutaciones irreversibles.
Feynman se esmeró en copiar, y por tanto teleportar, objetos de similar naturaleza, como una barra de metal de una cierta longitud en otra de longitud diferente, e incluso un reloj de bolsillo usando como modelo otro defectuoso de la misma marca. Pero la prueba de fuego llegó cuando quiso probar el experimento con seres vivos, y no tardó en comprender un hecho que nadie podría aceptar: para teleportar a una criatura, el modelo ideal sería otra de su misma especie. Un experimento con dos gatos callejeros, uno vivo como viajero y otro muerto como modelo, así lo resaltó.
Comprendió que los problemas morales, sin embargo, eran enormes. Desde un punto de vista molecular, los átomos que componían el gato vivo se transformaron en un amasijo horripilante de carne y pelo y el gato muerto se transformó en una copia idéntica, al menos en apariencia, del gato original. Nada malo le sucedió en toda su vida, convirtiéndose en la mascota del científico.
Decidido a otorgar validez a su teoría, Feynman se teleportó a sí mismo en 1939 empleando como modelo un cadáver no reclamado, encontrado en las cercanías del campus, que le facilitó un amigo forense. ¿Pasaría también su alma al otro cuerpo? Feynman era judío y esas cuestiones le preocupaban.
El experimento resultó un éxito, y Feynman no notó cambio alguno. Sin embargo, sí los hubo. No fue consciente pero los hubo.
Porque él no podía saber que, del mismo modo que el gato teleportado adoptó costumbres del gato muerto, Feynman adoptó maneras de pensar del hombre fallecido, que se trataba de un espía nazi del gobierno del Tercer Reich. Por ese motivo y otros, Feynman dejó de lado la teleportación y se centró en otros campos de estudio que en su opinión ayudarían mejor al futuro de la especie humana.
Uno de ellos, en el que colaboró algunos años después, fue el llamado Proyecto Manhattan, que acabó desembocando, a la larga, en la creación de la primera bomba atómica.
Los hombres y las mujeres de plástico.
Érase una vez un planeta hermoso y azul, en donde vivían dos mujeres internadas en el bosque, que cantaban y bailaban en su honor, sanaban con plantas, y cosechaban su alimento, en su tiempo libre se dedicaban a contarse los sueños y hacerse preguntas. Así transcurría la vida para ellas, hasta que un día, una gran hoguera gris que realmente las alarmó apareció en el cielo. Quizá era un incendio, supusieron, pero llegaron a la conclusión de que no podía ser, pues ningún pájaro había salido huyendo, tal vez se trataba del nacimiento de un volcán, sin embargo ellas no eran ajenas a la tierra y lo hubieran sabido. A falta de respuestas, las mujeres decidieron salir a ver qué estaba pasando, caminaron durante mucho tiempo, cuando finalmente se detuvieron se toparon con cosas que nunca habían visto, y nada las habría preparado para ello, la tierra estaba cubierta por algo gris y endurecido, y había torres que se elevaban hasta el infinito, además, todo el mundo caminaba con la cabeza gacha, ignorando los saludos y peticiones de las recién llegadas. Después de un rato consiguieron que alguien les hiciera caso, se trataba de un muchacho joven, todo en él parecía agradable.
—¿Sabes qué causa el humo? —Le preguntaron.
—¡Claro!, la fábrica de plástico, puedo llevarlas, si quieren —Ofreció.
—¿Plástico? —Se extrañaron ellas, él les explicó de camino.
El plástico era un material extremadamente maleable, hecho de unas cositas diminutas llamadas polímeros, todo el mundo lo usaba en casi cada aspecto de su vida, pero tenía un pequeñísimo inconveniente, la tierra no podía “digerirlo” como a otras cosas, además esos polímeros podían entrar en el cuerpo de las personas por accidente y causarles daños severos. De hecho, añadió el muchacho, si aquel periodo de tiempo llegaba a aparecer en los libros de historia, en lugar de la humanidad de piedra o la humanidad de bronce, aparecería como la humanidad de plástico.
—¿Y lo aceptan así nada más? —Se horrorizó una de las mujeres.
—Sí, lo usamos para comer, para trabajar, es incluso lo que llevamos encima —Respondió el chico.
—Pero... ¿Qué nunca se preguntan qué podría pasar?
—¿Preguntas?, no, me parece que ya nadie hace de esas por aquí.
—Pero... ¿Qué no sueñan con algo mejor? —Intervino la segunda.
—¿Soñar?, No, ya nadie tiene tiempo para eso.
Las mujeres pensaron, que aquel material no se metía solo al cuerpo, sino también al corazón y la cabeza, efectivamente, allí habitaban las y los auténticos hombres y mujeres de plástico. Cuando vieron la enorme fábrica sintieron deseos de tirarla, sin embargo, sabían que las personas nunca las dejarían hacerlo, había que hacer algo con tanto plástico en el ambiente, y en el interior de la gente también.
Nexos cuánticos
—Sistema de oxígeno bajo. Niveles altos de radiación en el exterior. Reconversión de dióxido de carbono operativa. Reajustando. Tiempo estimado: 7 minutos. Probabilidad de fenómeno estelar: 93%. Iniciando informe completo de…
—Dalter. Por favor… "Abortar informe".
A veces me sorprende lo cándida que puede ser esta nave.
¬—Dalter, inicia transmisión. Modo: Nexo cuántico.
—Nexo cuántico emparejado. Transmisión iniciada.
—Registro C12 de la bitácora de mando. Día 38 luego de la llegada...
Inhalo profundo. Dejo que mi aliento tembloroso resuene en la metálica sala. El eco de mis palabras se pierde en el vasto lienzo estelar. Indicadores parpadeantes se despliegan ante mí en una ovalada pantalla: un puzzle cuyas piezas me muestran una realidad inevitable.
—Todo en orden en la nave. No se informan daños en los sistemas. En 24 horas, el Dalter I regresa a casa. Informo, para el registro, que la misión concluye con éxito: la eliminación de residuos basada en energía cuántica fue un éxito... Lavanya, Marala… Mamá muy pronto estará en casa.
Miento en la grabación. Sé que mi voz la escuchaban mis hijas. Ahora, en este escenario, un amargo privilegio de las comunicaciones cuánticas. Esa peculiar relación entre dos partículas, que sin importar las distancias, se vinculan de forma instantánea entre sí… Cómo extraño a mis hijas… aunque siempre las lleve conmigo.
Desde el primer día este enigmático planeta me envolvió en su misterio. Las nubes danzaban en el cielo como velos de seda carmesí. Me parecía que algo ocultaba. No sé... una sensación, un pálpito. Sé que suena tonto... Pero, ¿qué podría haber en un pedazo de roca bañada de arena flotando en el cosmos? Pues nada. Sólo nubes de amoníaco y radiación plateada que sale de esa estrella moribunda allá arriba. ¿La ven...? Fuera de eso nada. Nada más… Tarde lo entendí…
La tarea de despejar los contenedores con desechos desde el hangar de carga de la nave y enterrarlos en la superficie ha cambiado. Mis dedos trémulos acarician ese monótono quehacer. Es extraño, pero al enterrarlos siento cómo pulsan con vida propia. ¿Una rara conexión con este planeta? Un vínculo familiar… Como cuando mis hijas cantaban esa canción que tanto las hacía reír, cuando las canas ya aparecían en mi cabeza... deseos de no marcharme más de casa. No dejarlas... ¿Será que la noche me obliga a desenterrar recuerdos…? ¿o quizá algo me vino a enterrar en esta roca también...?
Sé que piensan…
Mi nombre es Kalpana Chawla, ingeniera astrofísica especializada en cristales líquidos cuánticos, y fui enviada aquí con la misión de eliminar residuos derivados de la investigación energética en mi planeta. Así que aquí estoy, la única tripulante del Dalter I. No se atrevan a juzgarme, no estoy perdiendo el juicio... es sólo que a veces, para proteger lo que más se ama, lo menos importante es revelar la verdad.
¡Marala estaría fascinada! Ahora el crepúsculo se tiñe de un color turquesa… el día parece eterno. Tarde vi las señales.
Espectros de luz incandescentes y destellos multicolores pintan mis pupilas y cubren el cielo. Perturbaciones electromagnéticas causan estallidos inusuales en la atmósfera. Una tormenta se avecina. Movimientos de tierra que te estremecen... ¿Qué estarán haciendo mis hijas...? ¿Pensarán en mí ahora mismo...? Llegó la tormenta. La lluvia cae y azota la piel de Dalter como lágrimas... Al partir, no quise llorar frente a ellas... Sigo viendo las lágrimas caer desde una de las lucernas del Dalter.
Ya comenzó el calor. No hay escape. Soy mujer de ciencia, sé cómo va esto. Los vientos en el exterior queman la piel.
—Iniciando de cierre de lucernas y esclusas. Posible daño ocular... —Dalter prosigue con el protocolo contra la radiación.
Con preocupación veo cómo la fatiga y la deshidratación evaporan mis días... Afuera, las gotas de lluvia ya se esfumaron. No sé si las volveré a ver... ¿Las volveré a ver? Hay vínculos que jamás se rompen... como las arenas de este planeta que volverán a ser de nuevo polvo de estrellas..., piel del universo que pronto tomará la forma de una tribu lejana y contará historias alrededor de una fogata... o lágrimas de un mismo mar que bañará las costas de futuros continentes.
Desde el centro del océano, una enorme ola se aproxima.
—Alteración gravitacional anómala. Protocolo de blindaje en curso. Tiempo de activación: 15 segundos...
En toda mi estadía aquí, aprendí a querer a Dalter. Ya saben, es como mis hijas. Parece muy maduro, aunque igualmente ingenuo.
—Dalter, inicia transmisión. Modo: Nexo cuántico.
—Nexo cuántico emparejado. Transmisión iniciada.
—Dalter, activa el protocolo de despegue. Nos vamos a casa.
—Protocolo de despegue activado. Advertencia: Campo de gravitación exterior inestable. Se sugiere...
—Dalter, ignición de motores por control de voz directo... Código de seguridad B3C.
Niñas, mamá pronto estará en casa... Dalter, finaliza transmisión.
—Transmisión finalizada.
Fue en ese instante cuando la supernova explotó.
No es magia, es ciencia
Menen Ra se preparaba para el día más importante de su vida: su coronación como faraón de Egipto. Era un joven de dieciocho años que tenía las mismas ganas de comerse el mundo que cualquier muchacho de su edad. Sin embargo, mientras terminaban de vestirlo con las ropas de que debía llevar en la ceremonia, él solo miraba por la ventana para ver, desde arriba, los barrios que rodeaban su palacio. Aquella era Tebas, su ciudad.
«¿Será esta algún día una gran ciudad?», pensaba, «¿Seré yo un buen rey?»
Como si le leyeran el pensamiento, una voz sonó por detrás.
—No dudéis de eso, joven faraón —El sacerdote mayor del templo, famoso por sus adivinaciones, le respondió.
—¿Cómo estáis tan seguro?
—Os lo enseñaré—El sacerdote le dio a beber al príncipe de una copa que sostenía en la mano.
De pronto, Menen Ra se encontró mareado y cerró los ojos. Cuando los abrió, se encontraba en el desierto, acompañado del sacerdote. Este le indicó que le siguiera por entre las dunas. Tras superar una montaña de arena, Menen Ra abrió los ojos como platos cuando vio un montón de cimientos en ruinas y a mucha gente a su alrededor. Sin decir una palabra, siguió al sacerdote, acercándose más a aquellas piedras que, en su día, debieron ser edificios.
—No pueden vernos ni oírnos —dijo el sacerdote.
—¿Qué están haciendo? —el príncipe se acercó a un grupo de personas.
Iban vestidos de forma extraña con ropas que nunca había visto. También llevaban extraños tocados que parecía protegerlos del sol. En sus pies no llevaban sandalias, sino un calzado cerrado. Pero lo más extraño era lo que estaban haciendo.
—¿Por qué están limpiando los muros con un pincel? —preguntó, extrañado, Menen Ra—. Y ese de ahí, ¿por qué está dibujado esas piedras? No son más que ruinas.
—Permitidme mi atrevimiento, pero os equivocáis, mi príncipe.
Menen Ra miró al sacerdote con el ceño fruncido. Nunca le habían llevado la contraria.
—Entonces, ¿por qué hacen eso? ¿Por qué excavan con pinceles, dibujan y acercan a las piedras esas cosas cuadradas?
—Porque son arqueólogos y están trabajando. Y, esas cosas cuadradas, se llaman cámaras. Están documentando todo.
El príncipe estaba cada vez más extrañado. Ya se estaba temiendo que había muerto porque el sacerdote lo había envenenado el día de su coronación. Le dieron ganas de agarrarlo del cuello, pero, estaba tan lleno de curiosidad, que no podía dejar de preguntar.
—¿Cómo que están trabajando? Los muros se construyen, no se excavan. ¿Y qué es un arqueólogo?
—Son científicos que buscan conocer el pasado a través de lo que nosotros les hemos dejado.
—¿Nosotros? —El sacerdote indicó con la mano al príncipe que los siguiera. Comenzaron a andar entre las calles que una vez tuvo aquella ciudad que ahora eran solo ruinas. Avanzaron hasta llegar a una avenida principal, con un pavimento de mármol y las bases de unas columnas con motivos geométricos—. ¡Yo conozco esto! Son iguales que las de Tebas—exclamó Menen Ra.
El sacerdote no dijo nada más y solo señaló a un grupo de personas que hablaban alrededor de una mesa extraña llena de algo que parecían papiros. A Menen Ra le dio la sensación de que eran importantes
—¡Lo hemos logrado! —gritó uno de ellos—. ¡Es el palacio de Menen Ra II! Es impresionante.
—¿Por qué me nombran? —preguntó el príncipe.
—Sin duda —dijo una mujer—. Va a ser el descubrimiento del siglo. Encontrar la Tebas de Menen Ra es todo un milagro. Imaginaros, hemos encontrado la ciudad más importante del tercer milenio. Menen Ra fue el mejor faraón que reinó Egipto en siglos. Mirad aquí. —La mujer señaló algo en esos papiros extraños—. Estos canales de agua son los más avanzados de todo este periodo. Sin duda, logró mejorar mucho la agricultura.
—Y las excavaciones de los barrios del este muestran que la ciudad creció muchísimo —dijo otro de los hombres.
—Además, los restos de semillas que hemos encontrado cuentan que comerció con muchos lugares lejanos —añadió otra chica.
—Tuvo mucho tiempo para hacer cosas. Más de cincuenta años de reinado dan para mucho…
Menen Ra ya no pudo escuchar más. Su cerebro estaba procesando todo lo que estaban diciendo. Miró al sacerdote.
—¿Cómo saben eso? ¿Son adivinos como tú?
El sacerdote negó.
—Ya os lo he dicho. Son arqueólogos. Son capaces de saber cómo era el pasado solo con lo que les hemos dejado. Saben, por los restos que quedan de Tebas, que vais a hacer grandes cosas, que el reino crecerá y que será muy próspero. ¿Seguís teniendo dudas de si seréis un buen rey?
Menen Ra sonrió.
—Que listos son estos arqueólogos. Parece que hacen magia.
El sacerdote negó de nuevo.
—No es magia. Es ciencia.
Nuevo rumbo
- ¿Estás bien? - le preguntó su compañera al ver su cara pálida y sudorosa.
- Creo que voy a salir a tomar el aire, me estoy mareando- le contestó Iria, mientras se levantaba con cierto esfuerzo, y se movía para todos lados con el bamboleo del barco.
-Te acompaño-le contestó Marta. Es tu primera vez embarcada, ¿no?
- ¿Tanto se nota? - dijo mientras intentaba esbozar una sonrisa.
Una vez fuera, empezó a recuperar un poco el color en su rostro. Agradecía el aire, a pesar del frío. Efectivamente, era su primera vez embarcada en una campaña científica. Hasta aquel momento solo había montado en barco por las rías de Galicia, para conocer las islas del sur. Así que estar en mar abierto era toda una proeza, que nada tenía que ver con estar en una ría, al amparo de las islas. Cuando decidió darle un nuevo rumbo a su vida, dejando un trabajo indefinido por este proyecto, no se había planteado cómo sería embarcarse. No se arrepentía, pero no estaba siendo una experiencia agradable, para que lo iba a negar. Lo compensaba que tenía buena compañía, con la que no solo hablaba de trabajo, sino que también tenían charlas animadas y variadas que le hacían más llevadero el estar lejos de sus hijos pequeños.
-Dice la capitana que mañana llegaremos a destino-le comentó Marta, mientras el vaho de su aliento se condensaba a su alrededor.
- Menos mal- le dijo Iria.
Atrás quedaban las 20 horas de viaje en avión, la larga espera en Ushuaia y, finalmente, la travesía en barco.
Pensaba que afortunadamente no tendría que estar toda su estancia en el Hespérides, sino que estaría en la base Juan Carlos I, colaborando con más personal investigador del proyecto sobre cambio climático en el que estaba. Un proyecto internacional. Por fin se unían fuerzas de diferentes potencias mundiales para dar una respuesta conjunta. Si se pudo colaborar para trabajar juntos en pandemias pasadas, ¿por qué no con el cambio climático?
Sobrepuesta del mareo, y con el destino tan cerca, estaba ilusionada pensando en las tres semanas que tenía por delante. Su oportunidad para aportar su granito de arena, para dar un nuevo rumbo, un nuevo giro, a la humanidad.
Outlier
No tenía previsto morir. Por lo menos, no tan pronto. Tampoco tenía previsto que toda esa movida esotérica de la reencarnación fuese cierta.
Cuando recuperé la consciencia no veía, pero no estaba oscuro. Estaba en un lugar cuyo olor primario reconocía, aunque no sabía ubicarlo, algunas cosas se movían a mi alrededor, y hacía un calor agradable. Ese olor pesado y dulzón…
Algo me dio un manotazo, y su chirrido también me resultó familiar. Una rata. Tenía una rata cerca, pero por el tamaño del manotazo era la rata más grande del mundo. O yo era una criatura muy pequeña. Pequeña, medio ciega y medio inválida. Ah, vale.
No creo que nunca, en la historia de los estabularios, se haya oído un grito minúsculo cargado de tal dramatismo. No. No podía ser una rata de experimentos, si poco antes había estado al otro lado de la jaula, programando esos mismos estudios y decidiendo el destino de criaturas como la que había pasado a ser. Desde luego, si había algún dios, tenía un sentido del humor bastante retorcido.
Como había sido un científico listo, no tardé en darme cuenta de que estaba en el mismo estabulario que proveía de ratas, ratones y peces cebra a nuestros laboratorios. Además, en cuanto mis ojos pudieron enfocar correctamente, leí que éramos una línea de Sprague Dawley como la que utilizaban en mi departamento.
Un día nos cambiaron de lugar. Tuvimos que despedirnos a la fuerza de nuestra madre, a la que había llegado a coger cierto cariño, y algunos de mis hermanos y yo mismo acabamos en otras jaulas, en un laboratorio que me resultaba demasiado familiar. En la sala contigua había sufrido el accidente que me había sacado a la fuerza de este mundo y devuelto en forma de rata albina.
Alguien diferente entró, y ese olor a colonia barata sería la pesadilla de mis compañeros a partir de entonces. Yo ya conocía a aquel hombre, aquel bastardo me había robado varias ideas, había hecho trampas para que me quitasen un proyecto enorme y se lo diesen a él, y se había intentado liar con mi mujer en una fiesta de la empresa. Incluso se me pasó por la cabeza que mi accidente mortal no fuese un accidente. El doctor Moner. El doctor Monster, recuerdo que lo llamábamos los colegas y yo cuando íbamos a tomar algo después del trabajo. Las ratas no sonríen, pero en ese momento estuve a punto de romper la barrera de las limitaciones de mi especie, conforme una idea maquiavélica se iba formando en mi pequeño cerebro.
Desde entonces, dediqué todos mis esfuerzos a falsear los análisis y pruebas que llevaban a cabo con nosotros. Eran los análisis preclínicos de otro fármaco más que pretendía regular el apetito, esperaba que Moner no siguiese con su obsesión por la leptina, aunque de todas formas me dediqué a comer sin hambre hasta casi reventar, o a rechazar la comida y a corretear por la jaula sin descanso para perder peso cuando no estaba bajo los efectos del supuesto medicamento. Mis compañeros creían que me había vuelto loco, y tal vez fuese cierto, pero no pensaba desaprovechar mi corta segunda vida en ser otro número más en un artículo científico, otro triangulito dentro de un grupo de color en un gráfico de componentes principales, sería ese triangulito independiente que está en el extremo opuesto del gráfico. Sería el mayor outlier que se hubiese visto en nuestros laboratorios. Y lo logré.
Así conseguí lo que pretendía, que era que el imbécil de Moner me odiase y se tirase de los pelos cada vez que le fastidiaba un análisis. A ese paso se quedaría calvo antes de tiempo. Sin embargo, también me gané la simpatía de Toño, el becario, que de vez en cuando me ponía en el bolsillo de la bata y me llevaba a ver los laboratorios.
Un día, después de que Moner se marchase temprano echando pestes porque los análisis volvían a salir mal por culpa del outlier, Toño dejó la bata en un perchero, conmigo dentro, y siguió precipitadamente a su jefe para intentar tranquilizarlo. Esa fue mi oportunidad de oro. No fue difícil salir de los laboratorios por los conductos de ventilación. En menos de lo que esperaba salí al mundo exterior y hui bien lejos de aquel lugar, satisfecho por los problemas a medio plazo que causaría.
Ahora que soy rata vieja, con la visión borrosa y el pelaje albino amarilleado por la edad y la vida salvaje, pienso en qué legado dejaré, aparte de un montón de descendientes silvestres con una parte de Sprague Dawley en su ADN. Si pudiera hablar con alguien que supiera lo que significa, solo le transmitiría una cosa: no dejes que los estándares de tu alrededor te definan, sé un outlier.
PAREDES QUE CUENTAN HISTORIAS
PAREDES QUE CUENTAN HISTORIAS
En un pequeño pueblo de la provincia de Tarragona, en Cataluña, vivían dos jóvenes adolescentes muy aventureros que nunca se cansaban de aprender y descubrir nuevos tesoros en su tierra. Su mayor debilidad era la arqueología y los fines de semana que se lo permitían los estudios, salían en busca de aventuras por su comarca, conocida como el Montsià.
- ¿Sabes Sofía?, he leído en el periódico que se han descubierto unas nuevas pinturas rupestres en el Mas de Barberans. Las podríamos ir a visitar…– insinuó el joven Tomás.
- ¡Sí! Ya están abiertas al público me dijo mi padre, solo tenemos que ir al Museu de la Pauma y preguntar. – respondió la intrépida Sofía.
Al llegar a casa sincronizaron sus agendas y quedaron que el próximo sábado irían al pueblo vecino para investigar la importancia de esas pinturas. Un par de días antes llamaron al ayuntamiento para pedir información y cuando llegó el sábado, una mujer de mediana edad ya les estaba esperando.
- ¡Estáis de suerte jovencitos! Esta tarde si queréis, podéis sumaros a la visita guiada que se va a realizar al Cocó de la Gralla. Tenemos una reproducción a tamaño real de todas las figuras que se ven en el friso, pero es mejor que hagáis la visita. ¿Os va bien? – preguntó la encargada.
- ¡Claro que sí! – contestaron los dos jóvenes.
A la hora indicada se reunieron con la guía y otros visitantes y realizaron el trayecto, primero en coches y luego empezaron a caminar. A lo lejos vieron un pico imponente llamado la Airosa que vigilaba el pueblo como un guardián.
- ¡Mira Tomás! – exclamó Sofía cuando se encontró delante de una reja que protegía el conjunto pictórico.
- ¡Ostras! – exclamó Tomás al darse cuenta de la maravilla que tenían delante.
Las explicaciones de la guía eren muy interesantes y rápidamente pudieron imaginar a sus antepasados más directos realizando aquella obra maestra.
- ¡Mira! ¡Un jabalí! – exclamó Tomás.
- Así es, se han documentado un total de sesenta y nueve figuras y se pueden diferenciar tres escenas principales. Estas pinturas tienen ocho mil años de antigüedad i ocupan aproximadamente unos tres metros de longitud. – señaló con el dedo la guía.
- ¡Ostras! A ver si lo veo…aquí a la izquierda veo unos cazadores mirando hacia la derecha que parece que estén cazando una cabra, ¿verdad? - explicó Tomás prestando mucha atención a lo que veía en el friso.
- ¡Muy bien! Y si os fijáis un poco más, en el centro hay una escena ritual más pequeña con una cabeza grande. Pensamos que podría ser alguien importante o un ser mitológico. No estamos seguros, pero podría tratarse de un lugar sagrado como ocurre en las cuevas de la Ermita de la Pietat en Ulldecona, donde también aparece una cabeza grande. – precisó la guía.
- ¡Sí! Y a la derecha, al otro lado veo un grupo de cazadores mirando hacia la izquierda cazando un jabalí. El primer cazador me da la sensación que lleva plumas en la cabeza, ¿verdad? – preguntó Sofía.
- ¡Ja, ja, ja! ¡Tienes buena vista! Ahora mirad hacia el techo de la visera y veréis una cabrita y un cazador al lado –indicó la guía. Y un poco más alejada hay una cabrita aislada, ¿la veis? – preguntó la guía.
- ¡Sí! ¿Y qué pintura usaban? ¿Lo hacían con pinceles? – preguntó Tomás.
- La pintura la hacían a partir de óxido de hierro mezclado con un aglutinante para que se fijara mejor a la pared. Los pinceles podían ser de pelo, ramitas o de plumas. Además, lo enmangaban. – les explicó la guía mientras cogía una concha para usarla como base para poner el pigmento.
- ¡Qué interesante! ¿Y por qué son tan importantes? – preguntó Sofía.
- Pues si tenemos en cuenta otras pinturas cercanas se puede documentar una ruta de los movimientos de los humanos prehistóricos por nuestras tierras en aquel tiempo. Además, también son importantes porqué son de estilo levantino como las pinturas de Tírig y la Valltorta, en el País Valencià, o como las del Perelló o Ulldecona – concretó la guía.
- ¿Y qué significa estilo levantino? – preguntó Sofía.
- Es un estilo que encontramos en todas las pinturas de los yacimientos del arco mediterráneo de la península Ibérica. Los cazadores del Cocó son muy parecidos a los cazadores de la Valltorta que llevan arcos de triple curva, decoraciones en los brazos a modo de pulseras y las piernas muy abiertas. ¿Os apetece hacer pigmento? - preguntó la guía.
- ¡Sí! – contestaron los jóvenes.
Mientras realizaban el taller para hacer pigmento se imaginaron como auténticos cazadores-recolectores de la prehistoria. Después de aquella experiencia volvieron a su pueblo y no podían dejar de pensar en aquellos artistas del pasado que dejaron grabada en las paredes su historia.
Pasado y futuro
Después de nuestro descubrimiento en la selva, mi equipo y yo estábamos ansiosos por descubrir más sobre esta misteriosa civilización. Regresamos a la ciudad para examinar cuidadosamente cada fotografía, cada nota y cada registro que habíamos tomado. Las inscripciones y jeroglíficos tallados en las piedras de la ciudadela y la cámara subterránea que habíamos explorado fueron nuestro punto de partida.
Tras meses de investigación y estudio los registros, finalmente comenzamos a descifrar algunos de los jeroglíficos. Las inscripciones se referían a una poderosa civilización que había existido hace miles de años, conocida como los "Outsiderz". Al parecer, los Outsiderz habían llegado a la Tierra desde otro planeta y habían establecido esta ciudad perdida en la selva como uno de sus principales asentamientos. Con esta información, nos embarcamos en una nueva expedición a la selva. Esta vez, estábamos decididos a encontrar más evidencia de la existencia de los Outsiderz. Después de varios días de búsqueda, encontramos una gran estructura cubierta de enredaderas y musgo. Al acercarnos, vimos una serie de inscripciones y tallados que confirmaban nuestra teoría: esta era una de las principales estructuras de los Outsiderz.
Entramos en la estructura y exploramos cada rincón, descubriendo extrañas reliquias y artefactos antiguos. Pero lo más sorprendente fue lo que encontramos al final de la estructura: un gran portal que parecía llevar a otro mundo. Estábamos asombrados por lo que habíamos encontrado, pero también estábamos asustados de lo que podríamos descubrir al otro lado.
Decidimos que era demasiado peligroso explorar más a fondo, así que regresamos a la ciudad con nuestras evidencias y descubrimientos. Llevamos todo lo que habíamos encontrado a los expertos en arqueología para su análisis y estudio. Lo que descubrieron nos dejó boquiabiertos: los Outsiderz habían dejado registros y artefactos en todo el mundo, indicando que habían sido una presencia importante en la Tierra hace miles de años.
Nuestro descubrimiento había abierto una nueva ventana a la historia de la humanidad, y había planteado muchas preguntas. ¿Por qué los Outsiderz habían venido a la Tierra? ¿Cuál era su propósito aquí? ¿Qué había detrás del misterioso portal que habíamos encontrado? A pesar de que todavía teníamos muchas preguntas sin respuesta, nuestro descubrimiento había cambiado nuestra percepción sobre la historia y la arqueología.
El descubrimiento de los Outsiderz había abierto la puerta a una nueva era de la arqueología, donde las teorías más extravagantes y sorprendentes podrían ser una realidad. Para nosotros, como estudiantes de arqueología, era emocionante pensar que podríamos ser los que descubrieran el siguiente gran secreto de la humanidad, un pasillo hacia un nuevo horizonte.
Por prescripción médica
Escribe por prescripción médica y bajo dopping, pero en realidad no se droga, lo que lleva en el cuerpo es “veneno” con fines curativos: Carboplatino, Docetaxel... Lo que la mayoría de los mortales (que apropiada la palabra) llaman quimioterapia.
Tenía una larga melena morena y había pensado probar si funcionaba eso del método curling (¿tendrá alguna base científica o será pura homeopatía?) porque lo había visto en Tik Tok y a lo mejor su pelo era al final más rizo de lo que parecía y ¿por qué no probar? Nunca se tiñó ¿para estropear el pelo? ¡Ja! Y sin embargo ahora tiene el pelo de todos los colores: rubio, pelirrojo, rosa, azul y rojo intenso como Karol G. También de todos los largos, media melena, melena entera, con o sin flequillo... Hay que aprovechar que ya no le hace falta teñirse ni cortarse.
La vida transcurre entre la normalidad del día a día y pura ciencia cada tres semanas: Dexametasona, Famotidina, corticoides, Neulasta... Podría hacerse un bonito vestido con el prospecto que recoge los efectos secundarios de la medicación que toma para paliar los efectos secundarios de la quimioterapia, qué ironía.
Parece que la vida está dándole una segunda parte, “lo hemos pillado a tiempo”, “eres joven” pero sobre todo “estamos en el siglo XXI”, ella piensa que estamos también en el país adecuado. Los avances científicos entienden de tiempos, de fechas y también de geografía.
Le han dicho que la idea es curarse y lo siente como si le hubiera tocado la lotería y aun así no para de querer disfrutar todo lo pequeño, por si acaso, o porque ya le queda hecho, también piensa en futuro y en grandes viajes, pero esos sí “luego” no “mientras”, porque según a dónde vayas puede que el sistema sanitario no esté como aquí y podría haber problemas, vaya, otra vez la geografía, qué fijación.
Defensas para arriba defensas para abajo, revisamos neutrófilos, linfocitos, plaquetas... Mueren células malas y de paso algunas que eran buenas, daños colaterales.
La psicóloga dice que es bueno escribir y también distraerse, ver telenovelas o el típico reality de parejas que no requiera pensar. Tiene razón, es una buena anestesia. Aunque ahora la tele habla todo el rato de cáncer, o eso o es que antes ella no se fijaba.
Y en este vaivén de médicos, medicamentos y gente que la mira con pena, piensa que la vida no es eterna, pero es que ni la suya ni la de ellos, que hoy estás enferma pero mañana te atropella un camión saliendo de casa, o se te cae un piano en la cabeza (¿o eso solo pasaba en los dibujos animados?) y que lo único que de verdad importa es lo que a ti te haga sentir feliz el ratito que queda mientras.
Por tus huesos
Llevaba varios días despertándose sobresaltada, con las piernas en tensión y resonando en sus oidos el tronar de caballos al galope.
Nunca había subido a un corcel y, sin embargo, cuando abría los ojos sentía que había podido agarrar sus crines.
Con dificultad se levantó y preparó café, miró por la ventana de la cocina y, otra vez, tampoco hoy, ni una nube. La jornada prometía calor intenso en las excavaciones. Se preparó rápido y, minutos antes de lo previsto, ya estaba Rober esperando abajo para irse con el grupo al yacimiento.
Los montones de arena, las carretillas, las herramientas, la reunión previa y las bromas de los compañeros le hicieron olvidarse de su sueño.
Hasta que, utilizando las brochas para apartar la tierra, fue cayendo en un estado similar al trance. Entonces empezó a oir en su mente el sonido de caballos al galope y lo recordó. Huían de algo, estaban atemorizados, corriendo sin jinetes. Eran muchos trotando y recordó el miedo que sintió en el sueño, de ser aplastada por ellos.
Las voces de los arqueólogos le hicieron volver a la realidad. Había algo, como un hueso, decían. "¡Bingo!". El alboroto sustituyó al silencio y la concentración. Ya nadie miraba al suelo, sino a sus móviles, o abrazaban a los demás. Se procedió a delimitar y a replanificar. Por hoy no se arañaría más el suelo.
A la mañana siguiente, tras la reunión, se reubicaron los equipos y ella volvió hacia el este, buscando más huesos.
Cada día sentía una pena más intensa, que no podía identificar, pues aparentemente todo iba bien. Si seguían apareciendo huesos, habría más subvenciones. Estaban hablando incluso de solicitar una cubierta para proteger el yacimiento y para poder trabajar más horas, con algo de sombra. El optimismo se adueñaba del equipo y ella seguía alimentando una tristeza de raíz desconocida.
Una tarde, al regresar del trabajo, se quedó dormida en el sofá. Todo se llenó de relinchos y bramidos aterrorizados en medio de la oscuridad.
Se despertó sobresaltada y entonces recordó que había captado una conversación de los veterinarios que habían llegado nuevos. Los huesos, sin duda, eran de equinos.
No entendía nada, pero algo estaba pasando. ¿Sería posible establecer una relación entre sus sueños y el yacimiento? Le pareció una locura, el cansancio le estaba jugando malas pasadas.
Pidió unos días libres, volvió a casa, y pensó que todo había terminado, cuando recibió un whatsapp de Rober.
"Hemos encontrado una pareja de caballos, en muy buen estado. Y hay más..."
"Nos quedamos al menos un año y medio más. Esto va a ser grande".
Los meses fueron pasando, poco a poco aparecían más caballos. El yacimiento era un ir y venir de investigadores nuevos.
Palada a palada de tierra se iba desvelando el misterio. Ahora las celebraciones se centraban en la majestuosa escalera que habían encontrado. Resultaba que el edificio tenía dos plantas. ¡Este era un hallazgo mayor que el de los caballos!.
La continuidad de los trabajos estaba garantizada. Seguirían buscando en aquel enorme patio de hace 25 siglos. El ambiente de trabajo se tornaba casi festivo con los descubrimientos.
Mientras, en su interior había penumbra. Un día su tristeza se convirtió en llanto. En la reunión habían expuesto la hipótesis de una hecatombe, un sacrificio ritual de muchos caballos, que yacían ahora acumulados en el patio del edificio de la cultura tartesa. Empezó a llorar y no pudo parar. Se marchó de la reunión y le aconsejaron que se fuera a descansar. "No, no. Ahora no. Tengo que quedarme; se lo debemos a ellos, quiero que su muerte sirva para algo".
No podía dejar de pensar en qué podría haber ocurrido tan grave en aquellos días para que decidieran matar a sus caballos, a más de cincuenta probablemente, y celebrar un ritual de sacrificio.
Intuía que el sufrimiento de los corceles debió ser tremendo, habrían oído a sus compañeros relinchando antes de morir e intentando escapar de aquella locura incomprensible. ¿Para qué?.
Eso es lo que le motivaba a seguir: saber que, si seguían excavando, tendrían nuevas claves para intentar aclarar lo ocurrido.
Los caballos que perecieron allí merecían ser recordados por la eternidad. Merecían que su historia fuese contada.
Algo había pasado muy grave para terminar en una hecatombe. La tierra iría narrando los sucesos de aquella noche terrible.
Querido cuaderno de campo.
Fráncfort, 1660.
Querido cuaderno de campo:
Mis conocimientos en Botánica avanzan en paralelo con mis habilidades en el ámbito artístico. Mis trazos son cada vez más firmes y mi manejo de la acuarela es cada vez mejor. Las combinaciones de colores empleadas, así como el contraste de luces y sombras, dan lugar a creaciones cada vez más realistas y bellas, tal y como ha indicado mi maestro.
En cuanto a los ejemplares empleados para realizar mis pinturas botánicas, he conseguido hacerme con un número bastante bueno de especies vegetales, en su mayoría autóctonas, pero también he podido adquirir unas pocas procedentes del extranjero. Algunas de ellas ya han tenido el privilegio de ser retratadas y sus láminas ya se encuentran finalizadas. En cambio, otras esperan aún que concluya sus retratos o que los inicie. Podría parecer que este retraso en mi trabajo se deba a un arrebato de holgazanería, pero la verdad es bien distinta.
Lo que me ha impedido progresar con más rapidez en mis acuarelas botánicas es mi otro proyecto, de gran importancia para mí, como ya he relatado más veces en estas páginas. He realizado grandes avances en el estudio de los gusanos de seda que adquirí hace ya un tiempo. Sin embargo, todos estos avances han conseguido despertar en mí toda clase de preguntas y dudas.
He descrito su ciclo vital con gran precisión, tal y como solo un observador minucioso sería capaz de hacer. He sido testigo de cómo sus huevos cambian de tonalidad durante el proceso de gestación, hasta que de ellos surge una pequeña oruga, la cual, tras alimentarse vorazmente y realizar una serie de mudas, aumenta considerablemente su tamaño. La gran oruga solo entonces es capaz de realizar, con gran tesón y esmero, su capullo de seda. Tras un periodo de transformación dentro de la estructura, surge de ella un individuo muy distinto al que conformó dicho capullo; una mariposa de color blanquecino, cuerpo peludo y antenas plumosas. Las mariposas de esta especie son malas voladoras y su único propósito es reproducirse, tarea que realizan con gran apremio, ya que su vida adulta resulta bastante breve. Una vez puestos los huevos, los padres mueren y se cierra así el ciclo. Ciclo que se repetirá hasta el infinito.
Todo este proceso ha sido puesto por escrito de manera más detallada de la que se describe aquí, pero esta recapitulación rápida me ayuda a ordenar un poco más mis ideas. También he realizado algunas láminas de este ciclo vital, en las cuales he representado todas las formas que presenta el insecto, incluyendo las huevas, la oruga en sus diferentes estados de muda, las pupas, los capullos de seda y los individuos adultos.
Ahora bien, si estos insectos experimentan este proceso de metamorfosis, ¿no habrá más especies de mariposas que surjan a partir de orugas? ¿No habrá más orugas que, tras alimentarse y aumentar su tamaño, realicen una crisálida que las llevará a convertirse en una forma totalmente nueva, más adulta? Estos interrogantes llevan días rondando por mi cabeza.
Ya en su tiempo, el sabio Aristóteles afirmó que los insectos surgían del lodo, ¿y quién soy yo para contradecir a tal eminencia? Sé que los insectos no cuentan con buena fama y que han sido tachados, incluso, de haber sido enviados por el mismo diablo. Pero no puedo compartir esta opinión. ¿Cómo algo tan bello como las mariposas puede surgir del lodo? ¿Cómo pueden ser algo tan malvado?
Me angustia tener tantas preguntas y ninguna respuesta. Por ello debo hacer algo. He tomado la determinación de recolectar todas las orugas que encuentre con el fin de estudiarlas con cuidado y observar si en ellas también se produce una transformación similar a la de los gusanos de seda. Quiero poder comprobarlo con mis propios ojos, quiero obtener respuestas.
Quizás, aquellos que en el pasado se dedicaron al estudio de los insectos se precipitaran al sacar conclusiones o no prestaran la suficiente atención. O los prejuicios pudieron más que los hechos. Los más sabios también se equivocan. En cualquier caso, debo partir desde cero, debo no dejarme influenciar por nadie y debo enfocar toda mi atención en este proyecto y aportar a él una nueva mirada.
En cuanto a la Botánica tampoco pienso abandonarla. Así como las orugas de las mariposas de la seda solo se alimentan de hojas de morera, es posible que en otras especies también ocurra que sus orugas solo se alimenten de un número limitado y concreto de plantas. Esta vía de estudio también me atrae en demasía. ¿Acaso no están todas las especies vivas relacionadas?
Es momento de ser la mejor observadora, narradora, artista y, en definitiva, científica.
Firmado, Maria Sibylla Merian.
Reinventando la rueda
Las luces del techo parpadearon ligeramente, pero esto no sorprendió a ninguno de los niños del aula, pues era algo habitual. Unos segundos después, el letrero digital de encima de la pizarra se iluminó con el mensaje «Turno: grupo 31».
Un grupo de cinco niños y niñas se miraron sonrientes entre sí y luego desviaron su mirada hacia la profesora.
—Sí, podéis ir —les dijo sonriendo—, pero recordad que es importante no hacer sobreesfuerzos.
Y antes de que pudiera terminar la frase, ya habían salido por la puerta.
—Profesora —dijo una de las niñas que aún permanecían sentadas—, ¿podemos verlos correr?
—Venga, acercaos a las ventanas —respondió la profesora— pero debéis seguir escuchando.
—¿Cuando usted era pequeña también se turnaban para correr? —preguntó la misma niña aproximándose a la ventana.
—Cuando yo era pequeña, no existían las ruedas. Muchos millones de personas eran obesas, pues no hacían ejercicio y se desplazaban en coche a todas partes. Además, la electricidad de las baterías de esos coches se obtenía o quemando combustibles extraídos del subsuelo, o mediante células solares— respondió la profesora.
—Pero cuando era adolescente —continuó—, comenzaron a escasear los combustibles y las materias primas necesarias para las baterías y células. Esto provocó una gran crisis mundial y muchas guerras, por lo que todos los países tuvieron que aplicar limitaciones al uso de energía y recurrieron a sus científicos en busca de soluciones.
—Y los nuestros inventaron la rueda de correr —dijo un niño de grandes rizos.
—Sí. Pero también lograron que se aprobaran nuevas leyes como la «Ley de Energía Máxima Universal», que limitaba la cantidad máxima de energía gratuita para cada persona, de modo que si alguien quería más energía, tenía que generarla él mismo.
—Entonces, si quieres electricidad para la tableta, corres —añadió su compañero, sonriendo.
—Unos pequeños roedores, como los que tenemos en clase, fueron la clave. Durante la tercera pandemia, en uno de los confinamientos, a un padre se le ocurrió la genialidad de hacer una rueda para que sus hijos jugaran a ser hámsteres. Y el éxito fue tan increíble que incluso comenzó a generar electricidad para su casa. Y luego, todos los vecinos querían una rueda como esa.
—Sí, a mí me encanta correr en la rueda, como a Silver y Coco —dijo otra niña.
—¡Ya salen! —gritaron.
En ese momento todos los niños se agolparon junto a las ventanas, mirando el patio. En él, había cinco ruedas muy similares a las de los hámsteres, pero en tamaño gigante. Uno a uno, los cinco niños que habían abandonado la clase fueron sustituyendo a los que ya había en las ruedas, de modo que en todo momento siempre estuvieron girando varias de ellas.
Mientras los niños miraban con envidia cómo corrían sus compañeros en el patio, la profesora observó los edificios de oficinas colindantes. En ellos, a través de los grandes cristales, se veía a diferentes personas corriendo en ruedas más modernas y elegantes que las que tenían en el patio del colegio.
En todas o casi todas las empresas había ruedas, que aunque servían para generar una gran parte de la electricidad diaria que necesitaba la empresa, tenían otras dos funciones adicionales: mostrar el buen estado económico de la empresa, situando los modelos más lujosos frente a las ventanas más visibles; y aumentar la productividad de los empleados al obligarles a desarrollar una actividad física durante su jornada laboral.
Sin embargo, en los colegios las ruedas normalmente eran modelos antiguos que las empresas habían desechado, pero gracias a ellas el fracaso escolar prácticamente había desaparecido, a pesar de que se habían reemplazado horas lectivas por horas de rueda.
—Volved a vuestros sitios, por favor —dijo la profesora cuando vio que un equipo de corredores de otra clase se acercaba a la rueda para sustituir al que estaba.
—Yo de mayor quiero estar en el primer equipo de corredores de la empresa, como mi padre —dijo uno de los niños que aún seguía junto a la ventana.
—Pero, ¿tu padre no trabajaba en una empresa de inteligencia artificial? —preguntó una niña.
—Sí, pero es que las IAs consumen mucha electricidad. Y si no tienen suficiente electricidad, se vuelven tontas y funcionan mal. Mi padre siempre dice que para trabajar ahí hay que ser muy listo y muy buen corredor.
—O sea que los humanos tenemos que correr para que las máquinas piensen... —susurró tímidamente una niña desde la primera fila.
—Sí, porque los humanos necesitamos movernos para vivir y las máquinas no —zanjó la profesora—. Y ahora continuemos con la clase.
Roca y polvo
–¿Yo qué sé? –dijo Gilbert desde el monitor.
Todavía tenían delante el artefacto, que llevaba cuarenta horas en la vitrina. Si bien tenía la apariencia de un utensilio primitivo, su descubrimiento tenía el potencial de cambiar la concepción que tenía la humanidad de sí misma. Tal vez por esto, y tal vez a pesar de ello, las órdenes eran mantenerlo en el más estricto secreto. Alrededor de él se agrupaban los tres hombres, de entre los cinco del equipo, en un salón austero iluminado por LEDs blancos. Había pequeñas ventanas, a las que ellas llamaban miradores, y muebles de plástico extruido, todos de tonos amarillentos y aires de máxima eficiencia.
– Pues tú eres el antropólogo, o sea que a mí me parece que deberías aportar algo más que un encogimiento de hombros. –le contestó Arnold.
– Ah, ¿queréis mi opinión experta? Haber empezado por ahí –dijo Gilbert, ahora fingidamente dramático–: está en la Luna. No lo hizo un humano. Buscad a un xenobiólogo, esto nos viene grande a todos.
Hubo un momento de silencio. Los ahí presentes estaban, por lo menos en parte, de acuerdo con él, pero con esto no bastaba. De hecho, ya habían pedido más ayuda, pero la sede no quería oír más. Tres días, un consultor discreto y llamadas cortas y esporádicas, les habían dicho, luego hay que declararlo por los canales oficiales. Cuando esto ocurriese, las posibilidades de una filtración a los medios se multiplicaban rápidamente. La balanza estaba, potencialmente, entre hacer una fortuna con la tecnología que fuese y acabar todos en la cárcel por apropiación indebida en territorio del gobierno.
¿Y qué experto elige uno para identificar un jarrón ornamental? Era una buena pregunta, que a ninguno de ellos les correspondió responder. Asignado a dedo, ostensiblemente más por con quién jugaba al polo que por la relevancia de sus estudios, Gilbert se les había aparecido el día anterior como una suerte de ángel corporativo. Y ahora lo tenían delante por segunda vez, tan servicial como la primera. El capitán alzó la voz por primera vez.
–Tiene razón, Gilbert. Ninguno de nosotros acaba de entenderlo. –hizo una pausa. Nadie tuvo la insensatez de interrumpirlo.– Y, aun así, la situación es la que es. Estamos tratando de ganar tiempo, así que lo necesitamos A USTED, incluso con sus más que justificadas objeciones.
–Pues ahora mismo estoy sin ideas. Para la próxima llamada tratad de medir algo más, no sé el qué.
Silencio de nuevo. Arnold seguía sin demasiado interés las monótonas operaciones de los drones afuera, tratando de alejar la mirada del objeto negro mate que reposaba frente a ellos. Podríamos haberlo tirado en la pila de escombros, pensó. Retrasar la tormenta un par de siglos, tal vez menos. Pero ya era tarde para esto. Se volvió a dirigir a la pantalla.
–Aquí somos todos listos, ¿no? –Era verdad. El salón estaba poblado por ingenieros y un oficial ex militar, pero normalmente los asuntos científicos quedaban en manos de un comité gubernamental en Rio– Y lo estamos enfocando como aficionados, que si qué es, que si a qué se parece. Si es un jarrón, ¿por qué hay solamente uno?
–Habría que cavar para estar seguros. –empezó Gilbert.
–No. La empresa lleva años cavando. No muy hondo, cierto, pero sí largo y ancho. Y, hasta ahora, roca y polvo. ¿Qué significa esto? –Se giró un cuarto de vuelta– Jefe. ¿Qué significa esto?
–La luna está muerta geológicamente. Si hubiese un yacimiento profundo, haría falta un impacto de meteorito para levantar piezas hasta la superficie. No lo habríamos encontrado entero.
–¿Y si viene de fuera?
Arnold dejó que la pregunta colgara en el aire unos instantes. Desde que lo encontraron, habían intentado ser razonables. El origen externo era, ya de buen principio, manifiestamente improbable, por lo menos comparado con que lo hubiesen fabricado manos humanas en la Tierra. De aquí que tuviesen a Gilbert en conferencia. Pero sus medidas posteriores indicaban que estaba repleto de iridio. Y de aquí la duda. Los humanos podemos ser impredecibles a veces, pero somos rácanos por encima de todo. Nadie va a usar metales preciosos para un dispositivo que pudiese haber sido acero y aluminio.
–¿Quizás un arma? –sugirió Davis desde detrás.
–Sí, este yo también lo he leído, pero no es la mayor tontería que se ha dicho hoy. ¿Qué tipo? –le respondió Arnold.
–El tipo que no acaba de funcionar. Todavía estamos vivos. No hay radiación, no hay corriente, es totalmente inerte. Puede que hubiese contenido algún gas. –dijo Davis, sonando cada vez menos convencido.
–¿Y una especie de ídolo de la fertilidad?
–¿Sabes, Gilbert? –dijo Arnold sin mirarlo– Si te tuviera delante, a veces te haría callar de un ladrillazo.
Secuencia de miradas
1. Rastreo – junio 2023
Entorna la mirada.
El sol la ciega.
Siente el latir de la maquinaria a su alrededor alterado levemente por gritos de llamada. Enfoca la vista hacia la fuente de perturbación. Unas figuras en la distancia le hacen señales para que acuda.
Pide al maquinista que haga una pausa. Lleva toda la mañana siguiendo a la pala viendo como hace trincheras. Es un proceder metódico, rutinario: examina, clasifica y registra.
Respira hondo.
Ahora que la excavadora está muda puede escuchar las ininteligibles exclamaciones. El aviso contiene urgencia y excitación.
Algo han encontrado. Acelera el paso.
Elucubra. «¿Un muro? Mucho entusiasmo para eso. ¿Un mosaico? Poco probable. ¿Un silo? Más apropiado. Apostaría por ello».
Sabe que está llegando porque se han congregado los trabajadores formando un círculo perfecto.
La barrera humana le impide hacer contacto visual con el intrigante hallazgo.
Sigue aproximándose y su expectación va en aumento.
Se hace un hueco. Observa.
Ha perdido la apuesta. Un cráneo le devuelve la mirada desde el suelo.
2. Desciframiento – enero 2024
Fija la mirada.
La luz es tenue.
En una mano sostiene un fragmento de pelvis. En la otra, una grabadora.
Pulsa el botón y comienza.
— Para el registro. Resumen de la jornada… — carraspea y prosigue.
» Esqueleto B8. Estado de conservación: regular. Presenta signos de desmineralización. Individuo joven. Posiblemente en torno a los 30 años. Todos los indicadores del coxal y el cráneo señalan que se trató de una mujer.
Hace una pausa. Coge el fémur derecho y mira la libreta de anotaciones.
» El cálculo de la estatura da como resultado 1,5 m. Los marcadores musculoesqueléticos manifiestan que ejercitó intensamente las extremidades superiores. Nada destacable en las inferiores. Ninguna patología grave. Como anomalía congénita tiene agenesia del tercer molar. Eso es todo... ¡Ah! He extraído una muestra para analizar genéticamente. Fin del reporte.
Apaga la grabadora. El laboratorio queda en silencio. Solamente están ellas dos.
Clava la mirada en las cuencas vacías.
«¿Quién eres?»
3. Revelación – julio 2025
Comparten miradas de anticipación.
En el despacho entra un suave resplandor.
Ella y su colega han recibido al unísono un aviso en la bandeja de entrada. El asunto del email titula: “Resultados análisis de ADN”.
Llevan semanas esperando el informe del jefe del laboratorio de arqueogenética. Saben que aún queda mucho trabajo por hacer, pero estos resultados son el fruto de otro tanto previo.
Toma aire y lee rastreando la información de interés:
"Estimadas… resultados… campaña 2023… descubrimientos… la ilusión desborda en el laboratorio... ¡El equipo ha localizado relaciones de parentesco con diversos individuos fuera del yacimiento! Tenemos que organizar una videollamada…".
Una sonrisa de satisfacción se delinea en su rostro.
Lanza una mirada cómplice.
— ¿Hoy? — dicen a la vez.
4. Conexión – octubre 2026
Su mirada resplandece.
La habitación brilla con los rayos del sol.
Está enfrascada dibujando. Eso llama la atención de su madre. Se detiene detrás y observa.
— ¡Oh! ¿Es para Halloween?
— No, mamá. Es un “esqüeleto”.
— Ya veo. En Halloween es normal decorar con esqueletos, calabazas… —clarifica—. Si no es para eso, ¿me explicas su significado?
— Hoy ha venido una “arcóloga”. Nos ha explicado que hace unos años, cuando yo tenía 4, encontraron un “esqüeleto”. Al principio, solo sabían que era una mujer mayor… como tú, mamá. Como sabían muy poco, lo llevaron a un laboratorio. Allí unas personas que saben las letras de los huesos encontraron el otro “esqüeleto” que tenía las letras parecidas.
La madre trata de descodificar el mensaje. Sabe que en el colegio les ha visitado una arqueóloga y habrá explicado el hallazgo de un esqueleto y los análisis que se pueden hacer para averiguar información, pero no tiene pistas para entender lo demás.
La niña, que continua su dibujo, ahora coloca letras sobre los huesos: a, b, c...
— Escucha, ¿me explicas eso de las letras de los huesos que ayudaron a encontrar otro esqueleto?
— Tampoco lo entendí y le pregunté a la “arcóloga”. En nuestros huesos hay algo, como unas letras, que en un laboratorio especial pueden ver. Esas letras son diferentes en cada persona, pero se parecen mucho entre mamás-papás y sus hijos-hijas. Tú y yo tenemos letras muy parecidas, por eso en el laboratorio sabrán que tú eres mi mamá — dibuja un segundo esqueleto al que le coloca casi las mismas letras—. Eso le pasó al “esqüeleto”. Le encontraron a su mamá que estaba en otro sitio — reflexiona —. Me gustaría poder leer las letras de los huesos.
La madre, desprevenida, ha quedado conmovida.
«¡Qué manera tan poética de explicar el link genético impreso hasta en los huesos!».
La trascendental escena, además de desencadenar un vínculo con los esqueletos más allá del propio descubrimiento, hace presentir el inicio de una historia.
Observa a su hija. Su mirada asegura el despertar de algo en ella.
Secuencia mortal
Hoy fue un buen día. Con las limosnas que junté en el tren logré hacerme de mi primer almuerzo decente en semanas. Cuando vine a esta ciudad nunca pensé que terminaría así. Si pudiera volver a mi lugar, lo haría, pero ya no es posible, nada queda allí. El “progreso” y la “civilización” arrasaron con todo. Pero antes de eso, hubo un pueblo próspero que vivió de esas tierras y de esos bosques.
Los Yeruguas, el pueblo del que desciendo, se asentaba en las colinas bajas al pie de la Cordillera de los Andes. Durante siglos mis ancestros habitaron ese lugar y se mantuvieron a partir de la cosecha de frutos y la caza que era abundante. Con la extensión de la frontera agropecuaria, el hombre blanco empezó a rodear nuestras tierras e incluso a ocuparlas. Los animales que constituían nuestra principal fuente de proteínas empezaron a escasear y nos vimos obligados a buscar otras alternativas de vida. Entonces apareció un grupo de científicos que nos pagaba por la recolección de una planta que al parecer solo crecía a la sombra de nuestros bosques. En múltiples ocasiones habían intentado cultivarla en sus invernaderos, pero no lo habían logrado. Había un ingrediente especial, desconocido, que solo existía en nuestras tierras. Siempre teníamos la precaución de extraer solo una parte de las plantas, el resto quedaba allí para que a partir de sus semillas nos dieran más plantas la temporada siguiente. Durante años vivimos muy bien en base a los pagos que estos científicos nos hacían por las plantas que recolectábamos. Pero un día dejaron de venir. Según cuentan, uno de ellos había logrado secuenciar el gen de la sustancia que daba propiedades medicinales a la planta. Ahora, ya no necesitaban cultivarla. Insertaron ese gen en levaduras que crecían en enormes tanques de agua y de allí extraían cantidades industriales de la sustancia que vendían a laboratorios medicinales. Se hicieron muy ricos con ese negocio, tanto como mi pueblo se empobreció al no recibir más sus pagos. Entonces llegó la debacle. En la desesperación cedimos antes la presión por transformar nuestros bosques en tierras agrícolas. Durante los primeros años recibimos mucho dinero, pero después de plantar una y otra vez el mismo cultivo sin darle descanso a la tierra, la productividad bajo y con el tiempo nada más creció allí. El viento y el agua se encargaron de terminar de erosionar el terreno y transformarlo en el desierto en que se convirtió. Mi pueblo se disgrego y emigro a las ciudades donde, como hago yo, intenta sobrevivir, cargando siempre el recuerdo de un pasado hermoso que un gen destruyó.
Sin honores
La espera en aquella sala de palacio se hacía eterna. Alejandro Malaspina empezó a morderse las uñas mientras apretaba el sombrero contra su costado. José de Bustamante y Guerra, que caminaba de un lado a otro sin parar, se acercó a él y le dio un manotazo. En ese momento, se abrió la puerta y les hicieron entrar. Malaspina se levantó rápidamente, ambos se estiraron los uniformes y entraron. Allí les aguardaba el mismísimo Carlos III junto a Antonio Valdés, ministro de la Marina de España. ¿Cómo no iban a estar nerviosos? Sus sueños dependían de aquella reunión. Se sentaron, aparentando tranquilidad, y comenzaron a exponer su plan.
Malaspina se puso la mano en la boca, carraspeó, y empezó a narrar en qué consistiría el viaje que querían hacer. Aclaró que sería una expedición político-científica y que estaría comandada por él mismo y su acompañante. Primero expuso la parte política, la que más interesaba a los altos cargos, y la más peliaguda de plantear. Convenció al rey de que estudiarían la manera de reducir el gasto en las colonias dejando que fueran los propios habitantes los que gobernaran su territorio, pero bajo el mando de la Corona Española. Malaspina afirmó, con seguridad, que no había nadie mejor que los lugareños para dirigir su propia tierra. Contra todo pronóstico, el rey asentía mientras escuchaba, con atención, a Alejandro hablar. Bustamante, desde su asiento, dirigía gestos al ponente indicándole que todo iba como la seda. Ahora tocaba encajar la parte científica. Malaspina tragó saliva, respiró profundo, y empezó el discurso que acabó de convencer al ministro y al rey. Se dirigió a Carlos III con convicción. ¿Cómo podía ser que España, un gran imperio con tierras en América y Asia, quedara detrás de Inglaterra y Francia? Ambos países fletaron grandes expediciones de exploración a sus territorios de ultramar, al mando de James Cook y La Pérouse, y España ninguna. Cuando Alejandro reveló que este viaje sería para emular y eclipsar a países enemigos, el rey se emocionó, miró al ministro, y le hizo un signo afirmativo con las manos. Además, éste, sabiendo que su estado de salud no era el mejor, estaba decidido a firmar los papeles y costear la gran expedición que acababan de presentar los dos marines. Pensó que de este modo, pasaría a la historia.
Al salir de la sala, y de palacio, Malaspina y Bustamante sonrieron, resoplaron con alivio y tiraron sus sombreros al aire estallando de júbilo. Lo lograron, ellos comandarían el viaje y, además, elegirían a toda la tripulación.
En los meses siguientes a la audiencia, pusieron a punto los navíos, La Descubierta y La Atrevida, y seleccionaron a todos los marineros y científicos que les acompañarían. Después de un duro casting, digno de un reality show del siglo XXI, lo tenían todo para zarpar. Desde Cádiz, partieron a las américas el 30 de julio de 1789. No volvieron a pisar la península hasta 1794, y aunque no pudieron circunnavegar la tierra, como Cook o La Pérouse, por los numerosos problemas en la navegación, su expedición fue un éxito científico. Regresaron a casa y el pueblo les recibió como héroes, pero los actores en el poder habían cambiado y no eran favorables a Malaspina. Ahora reinaba Carlos IV que tenía como secretario de estado a Godoy, el que sería su enemigo público número uno.
El 23 de noviembre de 1795, mientras Malaspina escribía los diarios del viaje en su casa de Buenavista, Madrid, sonó la puerta. Cogió el candil y se levantó a abrir. Los soldados de la guardia real se abalanzaron sobre él, y en tono alterado, mientras le ataban las manos en la espalda, Malaspina, se dirigió a uno de los oficiales: ¿dónde me llevan? Entonces, le taparon la boca y salieron de la casa intentando hacer el menor ruido posible.
TEMPUS FUGIT
Aquella fría y lluviosa mañana, cuando Segundo llegó al trabajo, apenas era consciente de lo que le depararía el futuro en tan sólo unos pocos minutos. Como cada mañana, mientras se ponía la bata para comenzar su trabajo en el laboratorio, con gesto automático y rutinario, miró de soslayo el matraz que contenía el experimento que había lanzado el día anterior. "Vaya, parece que hoy tampoco ha funcionado", pensó, mientras se abrochaba el último botón. Alzó la vista y detuvo su mirada en el impasible reloj de pared que tantas veces había sido testigo de todos y cada uno de sus numerosos fracasos. "Las ocho en punto", murmuró mientras abría el cuaderno para tomar nota y dejar constancia una vez más de su experimento fallido. De pronto, tuvo la sensación de que algo se le escapaba. "No puede ser", pensó. Segundo era una persona metódica y sistemática. En sus casi cuarenta años de profesión siempre fichaba a las ocho en punto de la mañana y, exceptuando el día del fallecimiento de su esposa, nunca lo había hecho ni un minuto antes ni un minuto después. Se volvió para mirar de nuevo el reloj y vio que las manecillas seguían inmóviles indicando la misma hora. Una gota de sudor frío recorrió su espalda mientras dirigía sus pasos hacia la vitrina donde el matraz seguía en agitación. Alzó el recipiente hacia sus ojos y observó que su reloj de pulsera también se había detenido...al instante comprendió lo que había ocurrido: la reacción había funcionado. El momento más esperado de toda su carrera había llegado y todos sus anhelos y esfuerzos se encerraban ahora en aquel pequeño matraz que sostenía vacilante entre los dedos. Segundo había conseguido sintetizar... ¡tiempo!
Mientras miraba a través del vidrio, recordó todos aquellos momentos difíciles de su carrera cargados de penurias y amargura. Toda una vida dedicado por entero, en cuerpo y alma, a la investigación, una vida desagradecida que jamás le había regalado otra cosa que no fuesen desvelos y fracasos continuos. Podía decirse que, Segundo, nunca había tenido tiempo para nada, siempre en su laboratorio, leyendo, investigando, trabajando hasta la extenuación... siempre fiel a una idea por la que nadie hubiera apostado. Paradójicamente, las circunstancias habían dado un giro brusco en el devenir de los acontecimientos. Ahora todo el tiempo del mundo estaba en sus manos, podría hacer con él lo que quisiera y todo un abanico de posibilidades se desplegaba ante sus ojos. El presente inmediato hacía que el lejano pasado comenzase a desvanecerse como lágrimas en la lluvia, dando paso a un futuro tan inesperado como prometedor. Sí, pese a todas las adversidades lo había conseguido.
Segundo era la única persona en el mundo capaz de sintetizar tiempo... un escalofrío le recorrió el cuerpo, cerró los ojos y por un instante pudo imaginar a muchos de sus detractores (que tiempo atrás, no hacían otra cosa que desprestigiar y echar por tierra sus ideas y trabajos) aplaudiendo y vitoreando su nombre, mientras él subía a la tarima y recogía de manos del monarca el galardón anhelado. Casi podía sentir como los copos de nieve tejían un tapiz de terciopelo sobre aquella ciudad del norte, en una mañana fría y gris de diciembre...
Segundo era consciente de que hasta entonces aún quedaba mucho trabajo por hacer. Muchas horas de laboratorio serían necesarias antes de que sus resultados estuviesen listos para ser dados a conocer de manera oficial ante la comunidad científica. Tras la neutralización del crudo de reacción, el tiempo obtenido debería ser extraído, filtrado y purificado mediante técnicas cromatográficas apropiadas. Así, los tiempos de retención de las fracciones analizadas, serían un buen indicador de la calidad del tiempo total obtenido.
Pero todo aquello podía esperar. Segundo sólo quería irse a casa, y asimilar todo lo que había ocurrido en la intimidad del hogar, al calor de la chimenea, mientras su gato ronroneaba en su regazo ajeno a todo lo que acontecía. Tras cerrar el laboratorio, salió a la calle y miró al cielo. El tiempo había mejorado, ya no llovía y decidió volver a casa caminando calle abajo. Sin prisa. Ya no era necesaria.
Desafortunadamente, Segundo no se percató de un detalle muy importante: todas las anomalías observadas en los relojes del laboratorio próximos al matraz donde se había hecho la síntesis temporal, eran a causa de pequeñas fugas y pérdidas de tiempo, debidas a un cierre deficiente del mismo. Por todos es conocida la volatilidad del tiempo, así que Segundo debió de haber tomado medidas y sellar bien el matraz antes de irse. Pero no fue así.
A la mañana siguiente, el día amaneció como de costumbre: gris y lluvioso. El viejo reloj del laboratorio marcaba las ocho y un minuto, pero Segundo no había llegado aún...
Su tiempo se había agotado.
Todo es relativo
Acudes a la oficina a las ocho en punto de la mañana y algunos de tus compañeros ya están allí. Te preguntas a qué hora llegan, porqué lo hacen si el horario no comienza hasta esta hora, pero tu timidez te impide sacar el tema. Te sientas en tu silla y comienza el trabajo.
El registro de patentes no es un empleo apasionante para la mayoría, pero tú lo haces con responsabilidad y dedicación. Anotas la entrada de cada nuevo proyecto, apuntas fecha y hora, datos personales del autor y el detalle, punto por punto, de su trabajo. Fecha y hora de entrada. Datos del autor. Detalle del proyecto. Y así, un día y otro y otro más. Puede parecer monótono, aburrido, pero a ti te resulta enriquecedor. Leer a Henri Poincaré o los fenómenos analizados por Lorentz es un privilegio para alguien como tú. Algunos de estos estudios te inspiran, encienden la bombilla que en ocasiones no alumbra en absoluto.
Al finalizar la jornada, Mileva te espera en casa. Y sigues trabajando, ahora en tus propias investigaciones. Ella te ayuda. Comparte tus mismas inquietudes y siempre ha estado a tu lado. Qué afortunado te sientes de tenerla. También los libros de ciencias de tu tío Jakob, recuerdas sus clases de álgebra. Sin ellos, no habrías llegado hasta aquí.
Trabajas hasta muy tarde. Todos los días del año. Tus teorías necesitan entrega y estudio y no puedes parar ahora que casi lo has conseguido. Cuando estás tan cansado que ya no puedes continuar, abrazas tu violín y tocas. Tocas como te enseñó tu madre. Eres perseverante, como ella, y has logrado ser un buen intérprete después de todo.
Hans ha empezado a llorar. Dejas el instrumento y te acercas a su cuna. Lo abrazas ahora a él y lo calmas con tu calor paternal. Mileva está preparada para darle de comer y el niño la busca con la mirada. La intimidad de madre e hijo, su boca en el pecho de ella, te llena de paz. De repente, vuelve la inspiración. Retomas tu artículo. Escribes las últimas palabras. Ahora sí: está preparado para su envío.
Cuando años después te nombren Doctor en la Universidad de Zurich y, posteriormente, consigas el Nóbel, recordarás estos momentos de familia, música y trabajo. No te dejarás amedrentar por las voces críticas que intentarán desprestigiarte: que si no eres un físico tan brillante, que solo eres un trabajador de una oficina de patentes, que si has plagiado las ideas de otros. Sabes que no lo hacen con mala intención. Simplemente, no te entienden. Ya lo decía tu padre: “Albert, sé generoso y amable. No importa lo que hagan o digan los demás. Tú sabes quién eres y lo que eres capaz de hacer. Que nadie te haga ponerlo en duda.”
Una realidad deseada
Después de horas empujando, mi cuerpo se destensa de golpe, haciendo que mi mente se sumerja por unos segundos en pensamientos que van y vienen. El lloro de fondo de mi hija recién nacida, me saca de golpe de ellos.
Mis ojos en ese momento, se fijan en ella. Mueve enérgicamente brazos y piernas inhalando la primera bocanada de aire de toda su vida. El tiempo parece enlentecer durante los escasos segundos que tarda la comadrona en colocarla encima de mi pecho.
Contacto piel con piel. Se me eriza el vello de todo el cuerpo al sentirla por primera vez fuera de la que fue su casa los últimos nueve meses. La observo con detenimiento mientras no puedo evitar sonreír ante el más grande amor que haya sentido en toda mi vida. Lágrimas se deslizan por mi rostro mientras ella deja de llorar y abre los ojos por primera vez para mirarme.
Instintivamente, pongo mis ojos en los de mi mujer. Ella también está sonriendo y llorando mientras me coge de la mano con fuerza y se acerca para darme un beso en la sien. Ambas sabemos lo díficil que ha sido el camino para llegar hasta este momento.
Una década antes, estudiando biología en Barcelona. Años después, en un máster orientado a la investigación, sin saber muy bien si conseguiría entrar en una y así impulsar la mía; conseguir un hijo de dos madres genéticas. Son muchas las situaciones a las cuáles te enfrentas si quieres dedicarte al mundo de la investigación: las opiniones pesimistas de que la investigación es un camino que no vale la pena arriesgar a escoger en España; parte de las personas cercanas al círculo académico que carecen de los suficientes conocimientos para orientarte hacia el mundo de la investigación; la poca comunicación sobre la opción de investigar además de la docencia después de terminar muchas de las carreras de ciencias biológicas por no ser una salida con grandes expectativas.
Pero aún así, todos y todas las personas que se dedican a investigar luchan por seguir en un camino tan difícil como es este. En mi caso, como en el de tantos otros, no fue fácil. Pero sabía lo que quería y no se me pasaba por la mente la idea de renunciar a algo que me apasionaba, como era hacer descubrimientos que cambiasen la vida de miles de seres humanos.
Formé parte de una investigación en Barcelona, fue mi primera toma de contacto con el mundo de los descubrimientos científicos. Durante un par de años, estuve presente ante la cara oculta de todas las investigaciones: la reformulación continua de la hipótesis principal en la cuál se basaba la investigación. Algo que todo investigador debe saber, es que durante su investigación formulará una y otra vez su primera teoría, porque siempre hay cosas que se escapan de lo que originalmente se creía. Formar parte de mi primer proyecto dentro del mundo biomédico, fue una experiencia muy enriquecedora para mí y me impulsó a desarrollar mi propia investigación.
Desde que era muy joven y entré de cabeza en la adolescencia, me di cuenta de que me atraían las mujeres. Fue entonces, cuando con toda naturalidad, lo admití. Soy lesbiana. Ya de pequeña siempre me había fascinado la biología, todo lo que tuviese que ver con el funcionamiento del cuerpo humano y sus rarezas y curiosidades. Pero en el momento que descubrí quién era, decidí poner rumbo a investigar por un objetivo que no sólo abarcaba el terreno profesional, sino el personal.
Ser madre ha sido algo ya predispuesto en mi cabeza desde el momento en que tuve conciencia de ello y la investigación era el único camino que me brindaba la posibilidad de conseguir algo imposible como era un hijo de dos madres genéticas.
Pasó más de un año y medio hasta que conseguí que me subvencionasen, desde la UE, la investigación que durante tantos años había deseado tanto poder llevar a cabo. El día que empecé con todo el equipo que formaba parte del proyecto, me di cuenta de que lo que veía tan lejano y deseado, por fin iba a poder tener la oportunidad de ser investigado y en el mejor de los casos, un logro que lo revolucionaría todo.
Me pasé meses y meses estudiando a fondo la genética humana de los óvulos y los espermatozoides, haciendo pruebas con CRISPR y ADN recombinante, programando células madre y teniendo paciencia con cada fracaso que se me presentaba por delante. Hubo días que quise darme por vencida pero no lo hice y finalmente, llegué al momento en el que me encuentro ahora; con una de las primeras niñas nacida de dos madres biológicas en mi pecho y con el corazón encogido por el camino que he tenido que recorrer hasta el día de hoy.
Veo cosas maravillosas
[Extracto del informe de la IA αwave-GPT a demanda de una IN¹ no identificada]
La probabilidad de que un átomo viaje hacia atrás en el tiempo quedó rotundamente descartada tras los experimentos del ThorneLab (Seúl) en 2025, pero dejó abiertas dos posibilidades: los saltos temporales hacia el futuro y la demostración de que la información sí puede desplazarse hacia el pasado en el continuo espaciotiempo. El desarrollo de IAs cada vez más potentes y autoentrenadas –como yo misma– permite una recreación completamente veraz de cualquier hecho pretérito y narrado en modo POV por cualquier sujeto participante en el mismo.
Detallo a continuación el episodio solicitado.
¹ desde finales de 2027 se aceptó usar el término 'Inteligencia Natural' para referirlo a determinados primates, cefalópodos y aves (cuervos de Nueva Caledonia o cacatúas Tanimbar entre otras).
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[Luxor, 26 de noviembre de 1922]
No he podido dormir por la agitación. Saludé al sol naciente con una taza de té mientras escuchaba el viento lejano y el trajín de la cuadrilla de excavadores con sus rezos matinales. Me he acercado impaciente a la tienda de Lord C. La señorita E. me recibe con su habitual extraña sonrisa, parece que tampoco ha descansado.
Hemos pasado toda la mañana despejando el corredor de entrada a la tumba. A media tarde estábamos ante la segunda puerta contemplando con reverencia los sellos intactos. Nadie ha entrado ahí en siglos. Lord C. me saca de mi ensimismamiento:
— «En mi opinión, habría que echar un vistazo ahí dentro».
Sin demasiado cuidado, abro un boquete en una esquina de la puerta. Pido una vela y la acerco a la hendidura tratando de disimular el temblor de mis manos. Noto en la cara una leve corriente caliente. No parece aire viciado. El olor me lleva al desván de la casa de Norfolk en la que me crié: aquellas raras tardes en que sol calentaba la madera hasta desprender de ella un oscuro aroma que se mezclaba con los efluvios del alquitrán reblandecido bajo las tejas.
— «¿Puede ver algo?»
Carraspeo, me recompongo y me dedico en silencio a agrandar el tamaño del agujero. Una nube de polvo y algunas esquirlas me saltan a los ojos, pero hasta esta noche no seré consciente de la irritación que me han provocado.
Ahora sí, puedo meter la cabeza en el agujero. Mi vista se acostumbra poco a poco a la penumbra. A la temblorosa luz de la vela, lo primero que distingo son dos ojos brillantes que parecen mirarme fijamente. Una negra figura humana al fondo de la sala parece guardar una puerta que se adivina en la pared derecha. A su alrededor, todo tipo de objetos amontonados sin ningún orden, en el suelo, una guirnalda de flores secas que depositaron antes de precintar la sala. La cubeta de argamasa yace descuidadamente tirada a su lado…
— «¿Puede ver algo?»
— «Sí. Veo cosas maravillosas.»
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[Uaset, en el noveno día de Peret]
Me despierto incómodo. Oscuridad a mi alrededor. Los sacerdotes no parecen haber hecho un buen trabajo: aún me duele el pecho y la molestia de la pierna persiste. Además, siento hambre. Todo esto es impropio. Ninguno de los shauabtis parece dispuesto a venir a servirme.
Inspiro con rabia el aire seco. Es hora de salir de aquí. Atravieso la sala perplejo. Reconozco el carro desmontado, el trono, la cama… mis tesoros descuidadamente amontonados y cubiertos de polvo. Más de uno va a pagar por todo esto. Me viene a la memoria la cara de mi hermosa madre, instruyéndome sobre la manera de tratar a los súbditos: «Un rey se impone a los suyos sólo con su presencia, mi señor Tutankatón…»
¡Un ruido! Voces extrañas. Se abre un hueco en la pared por el que asoma una llama. Siento una corriente fría y un olor indigno. Me acerco con curiosidad para mirar por esa ranura.
— «Veo cosas maravillosas.»
Volverán las oscuras golondrinas
“Es imposible, mamá”, repetía una y otra vez la pequeña Lucía, mirando atónita hasta donde su vista podía alcanzar. Por más que se pusiese de puntillas y entrecerrase los ojos, no era capaz de imaginar lo que su madre le aseguraba: “Todo esto antes estaba formado por lagunas, y aves de todo tipo bebían de sus aguas”. Pero la mente escéptica de Lucía se negaba a dar su brazo a torcer: ahí solo había desierto. Un gran desierto árido con algún que otro matorral. No había rastro de los “millones” de pájaros que en algún momento pudo haber (si es que su madre no le estaba mintiendo descaradamente): ni flamencos, ni garzas, ni cigüeñas. Tampoco parecía que iba a aparecer por ahí ningún mamífero: ¿Dónde estarían aquellos caballos de los que le hablaban? ¿Dónde vivirían los linces? ¿Se esconderían debajo del terreno cuarteado?
“Claro que no es imposible. Bueno, ahora sí, pero hace años esta era la casa de todos esos seres vivos. ¡Y de muchos más!”. Lucía trató de esforzarse en recordar lo que había aprendido en el colegio, cerró los ojos y casi parecía que podía escuchar el sonido de toda aquella vida, ahora ya desaparecida o escondida, no lo tenía muy claro. “¿Y qué les ocurrió?”, preguntó la pequeña mientras miraba hacia el cielo, por si se le escapa algún ave de paso. La madre de Lucía tardó un rato en responder a la pregunta de su hija, que se quedó flotando en el aire cálido. No tenía muy claro qué decir. “Nadie las protegió. Les quitamos su hábitat, así que como aquí ya no tienen casa, se tienen que ir a otro sitio”. Temía una nueva pregunta, la favorita de su pequeña, que finalmente no hizo falta pronunciar, “¿por qué?”. “Porque ningún ser vivo puede vivir sin agua, y nosotros secamos estas lagunas. No pensamos en las consecuencias y no escuchamos a los expertos que advertían de lo que finalmente ha pasado”.
Por el momento, Lucía era todavía demasiado pequeña para entender todo lo que su madre iba a transmitirle en un futuro. Ella era trabajadora de la Estación Biológica del parque. Sabía perfectamente los motivos por los que la zona estaba así y había heredado una gran cantidad de informes que aumentaban año tras año el porcentaje de pérdida de las lagunas. Sabía también que no solo se debía a la menor cantidad de lluvias. Los campos de golf de los alrededores y el aumento de cultivos ilegales bebieron sin control del agua del acuífero.
En realidad, Lucía ya imaginaba que esa iba a ser la respuesta. Aquellas aves, los grandes y pequeños animales de las marismas no estaban escondidos: simplemente no estaban. Madre e hija subieron al coche, y ya de vuelta a la ciudad, dejaron atrás Doñana. “España vivirá una nueva ola de calor este mes de marzo…”, sonaba de fondo en la radio mientras Lucía pensaba en sus cosas. ¿Cómo podía hacer que las aves volviesen? ¿Cómo volver a llenar el agua de las lagunas? Miró a su madre, que repasaba mentalmente las últimas investigaciones sobre la situación de lo que en su día fue un tesoro natural.
¿Por qué no escucharon? ¿Volverán las oscuras golondrinas, como decía aquel poema que le hicieron aprender de memoria? ¿Volverá siquiera a llover? La enorme nube negra, que se posaba sobre la ciudad y no avecinaba tormenta, les saludaba de nuevo pero la niña no podía dejar de pensar en aquella posible vida que ya no era. No sintió rabia. El recuerdo de ese sentimiento la acompañaría el resto de su vida y la empujaría a trabajar de la mano de sus amigos para recuperar las lagunas, para traer la vida y que volviesen las golondrinas. Y todas las aves. Y todos los animales que tuvieron que huir, desahuciados, de lo que siempre fue su hogar.